viernes, 25 de octubre de 2013
¿Vivir para siempre o “hasta que la muerte nos separe”?
Parasha JAIÉ SARÁ
BHN”VEscrito por Rab. Dr. Mordejai Maarabi Publicado en Parashá
Sará -nuestra matriarca- es la primera en decir adiós. Sus días concluyen al comienzo de
nuestra sección semanal. Bella e ingenua, íntegra y esbelta, sin que ninguno de estos
rasgos sean advertidos por la escritura, aunque deducidos por aquello de: “...Cien años,
y veinte años y siete años; los años de la vida de Sará”, al decir de nuestros maestros.
“Sheker hajen vehébel haiofi”, advertía siglos después el rey Salomón. “Falsa es la gracia,
vana la belleza” decía, cuando lo que vale realmente es “...ishá irat HaShem, hí tithalal”:
la mujer temerosa del Eterno, ella es la verdaderamente alabada.
Estamos aquí frente a una de ellas y ante su pérdida física. La Torá no nos da motivos
para su muerte, sólo transmite sensaciones y actuaciones.
Abraham la llora, hace su duelo, pronuncia una endecha pero necesita algo más: una
parcela de tierra propia para darle sepultura. “Para enterrar allí a mi muerto”, dice
Abraham. “Una esposa cuando muere, muere para su marido”, aseveran nuestros sabios.
Abraham quiere sepultar a su muerto... el suyo, solo suyo.
Los Patriarcas no nos enseñan solo a cumplir mitsvot, es decir preceptos. Ante todo y
por sobre todo, nos inculcan midot, es decir virtudes, conductas, medidas morales con
las cuales regir nuestras vidas.
En la vida de ellos cada perashá es un nuevo desafío moral. En un caso, se cuestiona la
justicia. En otros, serán consideradas las promesas incumplidas. En este se trata de la
búsqueda de un lugar que supere la geografía de una tierra particular, para instalarse en
el ámbito espiritual de un legado que, como el del pueblo judío, ratifica, siglo tras siglo,
sus condiciones, supervivencias, arraigos. Sus convicciones.
Hoy nos toca aprender acerca del tiempo de partida, de salir del mundo físico para
permanecer ligado espiritualmente a la vida eterna. Al “siempre”, tan conocido y familiar
para nosotros.
Kéber Israel, un lugar de sepultura para el iehudí, para el “ivrí”, específicamente con
Bereshit
Mordejai Maarabi DEBARJÁ IAIR 39
Abraham, es la mitsvá con que se inician los hechos. Aunque, como dijimos, es una midá.
Disponer de un lugar como ese, fue y es uno de los aspectos sobresalientes en la conservación
de los afectos, los vínculos, las vidas.
Porque en la tradición de Israel -vieja y sabia tradición- la muerte no separa jamás. Por el
contrario, disponer de un lugar en común ha permitido definir la muerte -ese espacio
tan temido y oscuro- como “reunirse con sus padres, con sus gentes”, en la acepción
bíblica. Así, la soledad no tiene cabida en esta dolorosa situación de abandono para con
los vivos. Quien se va, no está solo. Se reunirá con sus gentes, sus antepasados, como
nos insinúan las palabras y versículos.
Abraham debe señalar el camino. La tierra aún es promesa. La ha caminado lo suficiente,
pero no le pertenece. Será en el momento de partir Sará, cuando la necesidad espiritual
del deudo busque reparo al enterrar a su ser querido.
“Mearat Ha-Majpelá”, la cueva de Majpelá comenzará a circular en la arena de los hechos
presentes y futuros, eternos, del pueblo judío. Desde entonces habrá un lugar, con
un nombre y una geografía inequívoca, que se identifique con los vínculos, los amores
inclaudicables, los sueños y las batallas morales de los judíos de todas partes.
Dentro de un terreno, una cueva casi imperceptible para su dueño original, Efrón el
Hitita, por la cual Abraham oblará cuatrocientos siclos de plata, contantes y sonantes; y
éste precio se lo haría por ser “conocido”, al decir de Efrón.
Nada se interpone en los designios de Abraham. Ese será el lugar, esa será la señal de
aquí en adelante. Allí estará el “pueblo” y descansarán las “gentes”. En Majpelá se habrá
de iniciar la mitsvá y la midá: el precepto del entierro bajo las normas de Israel, la virtud
y la medida del profundo amor -en vida y después de la misma- para con los seres
amados.
En Mearat haMajpelá cobrará valor el trascender, el poseer un lugar en común como
tantos se tienen en vida. En aquel lugar se señalará para siempre lo que hoy conocemos
como “Kéber Abot”, es decir la sepultura de los patriarcas.
Hoy, tantos y tantos siglos después, cuando tanto los valores económicos como los
espirituales son cuestionados, asistimos, con dolor y preocupación, a otras elecciones
por parte de los familiares de quienes han partido de la vida física.
¿Qué es lo que está pasando? ¿Habremos pasado por alto esta parte de la Torá o, acaso,
la ignoramos definitivamente? ¿Cómo mostrar a Abraham, en sus ciento treinta y siete
años, bregando por perpetuar el amor de su vida, cuando ya no está, aún después de la
vida? ¿Cómo explicarles a todos ellos -los que dan las espaldas- qué cosas figuraron
entre las primeras que hicieron sus propios abuelos al arribar a estas costas: tener un
cementerio propio, así como el Abraham de nuestra perashá? ¿Tal vez no sepan, tal vez
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no quieran saber que, cuando los llevan a campos ajenos, los condenan a una soledad
mayor aún que la misma muerte? Abraham prepara el camino. Con la partida de Sará, la
vida cobra un nuevo sentido. Su descendencia vive, como también ella vive. Nada la
separa de los vivientes. Ni siquiera la dura muerte.
Nuestra perashá concluirá, por fin, anunciándonos la desaparición física de Abraham,
con ciento setenta y cinco años. Partió a los setenta y cinco años en busca de su destino.
Vivió otros cien. Tanto como la suma de “lej leja”. Cuatro letras, cien en total, en su
valor numérico. No diremos que fue la suya una vida redonda. La circularidad de la vida
es, en el judaísmo, el poder trascender también después de ella. Así los círculos presuponen
circuitos que no tienen principio ni fin. Continuidad, prolongación, eternidad,
siempre.
Abraham es llevado por Itsjak e Ishmael a la Cueva de Majpelá. Aquella parcela de tierra,
primera, única, la de ayer, la de hoy, la de siempre -más allá de las disputas por su
posesión entre judíos y palestinos-, que preserva la mitsvá y la midá. Cuidar la vida
mientras nos es dada, preservarla, y perpetuarla cuando no dispongamos ya de ella.
“Reunirse junto a los padres, a los antepasados”, nos alienta a pensar y reflexionar que la
soledad no podrá con nosotros ni con nuestros días mientras tengamos lugares, espacios,
afectos en común, y decisiones comunes.
Esto es “Jaié Sará”, las vidas de Sará, en plural, del mismo modo que hablamos de las
“vidas de Abraham”... Porque cuando se tiene donde ir, aun en ausencia de vida se vive
por y para siempre. Tal como dijo el profeta : “...Y te desposaré por siempre”. La
eternidad forma parte de la vida. Y, cuando ello ocurre, aquel frío e incierto “hasta que
la muerte nos separe” no tiene cabida. No al menos para quienes ostentamos orgullosos
la moneda de Abraham y de Sará. “Así como sus hijos están vivos, ellos permanecen en
vida”.
* * *