La vieja costumbre argentina del antisemitismo
Las sugerencias sobre un complot judío contra la Argentina se convirtieron en una moda entre muchos militantes oficialistas y, también, entre los que se le oponen.
Las referencias a un poder judío mundial a partir del “suicidio” del fiscal Alberto Nisman y la defensa del "Memorándum de Entendimiento" con la República Islámica de Irán, despertaron las alarmas de las agrupaciones comunitarias y de los grupos que ven en el antisemitismo un peligro constante. Aunque resulte extraño observar semejante despliegue de ideas intolerantes, esto mismo ya sucedió muchas veces en el pasado. Y lo que parece un momento particular por la virulencia de los discursos contra los judíos, no es otra cosa que una cuenta más en el rosario de hechos similares que pueblan la historia argentina.
El "Plan Andinia"
Es curioso que el fanatismo judeófobo esté presente en estas latitudes desde el momento mismo de la llegada de los conquistadores españoles. Poca gente sabe que para embarcar hacia América, la corona exigía al colono un certificado garantizando que no era moro o judío. Pero como el Río de la Plata era la parte más recóndita del imperio español en América, esos requisitos se relajaban y los certificados podían ser comprados sin que las autoridades hicieran demasiado esfuerzo por controlar esas maniobras.
Así Buenos Aires, como demostró Mario Sabán, se pobló de “criptojudíos”, nombre que recibían aquellos que habían jurado convertirse de la fe judía a la católica pero que en la intimidad seguían practicando los ritos mosaicos. Buenos Aires y otras ciudades del virreinato como Córdoba, Tucumán y Santiago del Estero se convirtieron en ciudades sin sinagogas en donde una gran cantidad de hebreos vivieron su verdadera religión en secreto. El libro de Sabán “Judíos conversos: la influencia hebrea en los orígenes de las familias tradicionales argentinas” se presentan indicios que ligan a los apellidos patricios con la llegada de los criptojudíos.
Tal era la concentración de criptojudíos en la zona, que la sede de la Santa Inquisición en Lima recibió en 1620 una queja del comisario de Buenos Aires por las facilidades que se les daba para entrar y radicarse en la ciudad. Tan poco importaba el caserío costero que luego sería la capital argentina, que la Inquisición ni siquiera envió un solo torturador para averiguar si aquella denuncia era cierta.
Desde la independencia hasta finales de siglo, casi no se produjeron expresiones antisemitas masivas. Hubo que esperar a la oleada inmigratoria de 1870 que trajo a un numeroso contingente de extranjeros a estas tierras, entre ellos a una gran cantidad de judíos desde Europa que huían de las matanzas ocurridas en Rusia y otros estados de la región. En coincidencia con ese arribo, en Europa comenzaba a gestarse el nacionalismo y, dentro de él, un nuevo movimiento antisemita que tuvo su epicentro en Francia y luego se desparramó al resto del viejo continente.
En 1881, el presidente Julio A Roca envió a José María Bustos a Europa para que facilitara la llegada de judíos perseguidos por el zar Nicolás I. El decreto firmado el 6 de agosto de ese año lo dio atribuciones para gestionar la migración de hasta 60.000 judíos. La decisión le valió una furiosa crítica del diario La Nación, que juzgó que la inmigración hebrea tenía “…elementos heterogéneos que ni asimilan a él y más bien pueden producir su descomposición o su envenenamiento”. Fue en esa época que ese diario publicó en varias entregas la serie “La Bolsa”, una historia de clichés antisemitas escrita por Julián Martel bajo el seudónimo de José María Miró.
Incluso Domingo Faustino Sarmiento, que en principio había defendido su llegada, escribió en 1886 que “…el pueblo judío, esparcido por toda la tierra ejerciendo la usura y acumulando millones, rechazando la patria en que nace por un ideal que se baña escasamente en el Jordán y a la que no piensa volver jamás…”.
El decano de la medicina argentina, José Ramos Mejía, pasó a acusarlos de traer con ellos epidemias como la del tifus y por un tiempo los inmigrantes judíos tuvieron que pasar una cuarentena en la isla Martin García antes de ser autorizados a ingresar a Buenos Aires.
En esos días, comenzó a difundirse uno de los textos antisemitas por excelencia: Los protocolos de los sabios de Sion. Fue escrito y publicado a instancias de la policía secreta zarista hacía 1902 con el fin de justificar ideológicamente los pogromos. En los Protocolos se habla por primera vez de la tan famosa “conspiración judía internacional”, que se esgrimió tantas veces y sirvió a los fines más atroces.
Aunque el libro no tardó en revelarse como una inmensa fabulación, muchos antisemitas prefirieron darlo por cierto. Entre ellos, algunos integrantes de la derecha católica argentina que necesitaban darle un toque europeo a su furia contra los inmigrantes judíos.
Las referencias a un poder judío mundial a partir del “suicidio” del fiscal Alberto Nisman y la defensa del "Memorándum de Entendimiento" con la República Islámica de Irán, despertaron las alarmas de las agrupaciones comunitarias y de los grupos que ven en el antisemitismo un peligro constante. Aunque resulte extraño observar semejante despliegue de ideas intolerantes, esto mismo ya sucedió muchas veces en el pasado. Y lo que parece un momento particular por la virulencia de los discursos contra los judíos, no es otra cosa que una cuenta más en el rosario de hechos similares que pueblan la historia argentina.
El "Plan Andinia"
Es curioso que el fanatismo judeófobo esté presente en estas latitudes desde el momento mismo de la llegada de los conquistadores españoles. Poca gente sabe que para embarcar hacia América, la corona exigía al colono un certificado garantizando que no era moro o judío. Pero como el Río de la Plata era la parte más recóndita del imperio español en América, esos requisitos se relajaban y los certificados podían ser comprados sin que las autoridades hicieran demasiado esfuerzo por controlar esas maniobras.
Así Buenos Aires, como demostró Mario Sabán, se pobló de “criptojudíos”, nombre que recibían aquellos que habían jurado convertirse de la fe judía a la católica pero que en la intimidad seguían practicando los ritos mosaicos. Buenos Aires y otras ciudades del virreinato como Córdoba, Tucumán y Santiago del Estero se convirtieron en ciudades sin sinagogas en donde una gran cantidad de hebreos vivieron su verdadera religión en secreto. El libro de Sabán “Judíos conversos: la influencia hebrea en los orígenes de las familias tradicionales argentinas” se presentan indicios que ligan a los apellidos patricios con la llegada de los criptojudíos.
Tal era la concentración de criptojudíos en la zona, que la sede de la Santa Inquisición en Lima recibió en 1620 una queja del comisario de Buenos Aires por las facilidades que se les daba para entrar y radicarse en la ciudad. Tan poco importaba el caserío costero que luego sería la capital argentina, que la Inquisición ni siquiera envió un solo torturador para averiguar si aquella denuncia era cierta.
Desde la independencia hasta finales de siglo, casi no se produjeron expresiones antisemitas masivas. Hubo que esperar a la oleada inmigratoria de 1870 que trajo a un numeroso contingente de extranjeros a estas tierras, entre ellos a una gran cantidad de judíos desde Europa que huían de las matanzas ocurridas en Rusia y otros estados de la región. En coincidencia con ese arribo, en Europa comenzaba a gestarse el nacionalismo y, dentro de él, un nuevo movimiento antisemita que tuvo su epicentro en Francia y luego se desparramó al resto del viejo continente.
En 1881, el presidente Julio A Roca envió a José María Bustos a Europa para que facilitara la llegada de judíos perseguidos por el zar Nicolás I. El decreto firmado el 6 de agosto de ese año lo dio atribuciones para gestionar la migración de hasta 60.000 judíos. La decisión le valió una furiosa crítica del diario La Nación, que juzgó que la inmigración hebrea tenía “…elementos heterogéneos que ni asimilan a él y más bien pueden producir su descomposición o su envenenamiento”. Fue en esa época que ese diario publicó en varias entregas la serie “La Bolsa”, una historia de clichés antisemitas escrita por Julián Martel bajo el seudónimo de José María Miró.
Incluso Domingo Faustino Sarmiento, que en principio había defendido su llegada, escribió en 1886 que “…el pueblo judío, esparcido por toda la tierra ejerciendo la usura y acumulando millones, rechazando la patria en que nace por un ideal que se baña escasamente en el Jordán y a la que no piensa volver jamás…”.
El decano de la medicina argentina, José Ramos Mejía, pasó a acusarlos de traer con ellos epidemias como la del tifus y por un tiempo los inmigrantes judíos tuvieron que pasar una cuarentena en la isla Martin García antes de ser autorizados a ingresar a Buenos Aires.
En esos días, comenzó a difundirse uno de los textos antisemitas por excelencia: Los protocolos de los sabios de Sion. Fue escrito y publicado a instancias de la policía secreta zarista hacía 1902 con el fin de justificar ideológicamente los pogromos. En los Protocolos se habla por primera vez de la tan famosa “conspiración judía internacional”, que se esgrimió tantas veces y sirvió a los fines más atroces.
Aunque el libro no tardó en revelarse como una inmensa fabulación, muchos antisemitas prefirieron darlo por cierto. Entre ellos, algunos integrantes de la derecha católica argentina que necesitaban darle un toque europeo a su furia contra los inmigrantes judíos.
Para el comienzo del siglo XX, el antisemitismo estaba asentado firmemente. El obispo de Buenos Aires, Miguel de Andrea, fue uno de los que le dio impulso a la idea de una conspiración judía contra la argentina y la religión católica en su territorio. Las palabras del monseñor eran repetidas en los boletines parroquiales y en los textos escolares. La Editorial eclesiástica “Hermanos de la Escuelas Cristianas”, distribuyó libros a los alumnos de las escuelas católicas en los que se decía que los judíos eran “un elemento que encierra en si un verdadero peligro moral y económico”.
Tanta retórica antisemita iba a tener tarde o temprano una consecuencia violenta. El 14 de mayo de 1910 una huelga general se derivó en una incursión de grupos antisemitas al barrio porteño de Once, donde un grupo al mando de Antonio De Marchi destrozó la “Biblioteca Rusa” y el diario comunitario “Avangard”, luego de apalear a cuanto judío encontraran a su paso.
El asunto se volvió más dramático en 1919. En el contexto de la huelga obrera y la represión contra los ocupantes de la fábrica Vasena, los grupos antisemitas volvieron a atacar a los barrios judíos. La “Guardia Blanca”, formada por ciudadanos de la clase alta y media porteña, avanzó sobre los distritos de Once, Villa Crespo y Caballito donde se concentraba la comunidad judía. La policía, acordonó la zona y se dedicó a observar la masacre.
Ancianos arrastrados con sus barbas atadas a las monturas, antisemitas que saltaban sobre las piernas de los judíos hasta reducirles los huesos a astillas, violaciones masivas, robos, incendios y ejecuciones fueron parte del paisaje mientras la Guardia Blanca llevó adelante la matanza. En la esquina de Corrientes y Junín, mientras tanto, el sacerdote Dionisio Nespal arengaba a los atacantes al grito de “Los judíos son los únicos culpables”.
Al terminar el día los barrios judíos presentaban un paisaje desolador. Nunca hubo una cifra oficial de víctimas. El embajador norteamericano reportó 1.356 muertos y 5.000 heridos en un informe enviado a sus superiores en Washington. Su colega francés citó las palabras que le dijera un dirigente radical, el partido de gobierno, que se había jactado de haber matado 40 judíos antes de que terminara el pogrom.
Todo esto sucedía cuando aún faltaban años para que llegara la “Noche de los Cristales” en Alemania de 1938 y en tiempos en que todavía Hitler era un soldado desmovilizado de las trincheras de la Primera Guerra.
Marchas de grupos piqueteros contra Israel
El antisemitismo llegó al gobierno a partir del golpe de 1930. El escritor judeófobo Gustavo Martínez Zuviría fue puesto al frente de al biblioteca nacional y el ministerio del interior fue dejado a Matías Sánchez Sorondo. Otros hombres de la derecha que venía atacando la existencia de judíos en la argentina aparecieron como interventores provinciales, decanos y asesores. Con su llegada, se inició el despido de maestros y empleados judíos de la administración nacional. La Legión Cívica, el grupo paramilitar del golpe que llegó a tener 34.000 integrantes, estaba comandado por el secretario de la presidencia, el general Juan Bautista Molina, que opinaba que “en nuestro país los judíos suman 800.000. Verdadera máquina infernal destinada a establecer el más grosero materialismo, la tiranía del oro sobre el mundo” Y su periódico, el diario “Combatte”, repetía en sus ediciones el sutil slogan de “Guerra al judío. Odio al judío. Muerte al judío”.
En la era conservadora, en lugar de matar a los judíos, los funcionarios argentinos se dedicaron a evitar salvarlos del exterminio. Durante la gestión del canciller Carlos Saavedra Lamas, curiosamente nuestro primer Nobel de la Paz, se negaron casi todos los pedidos de visas a judíos alemanes que pedían emigrar para no terminar en los campos de concentración. La política de ignorarlos se extendió en los años siguientes mientras los nazis avanzaban sobre Europa capturando judíos para asesinarlos.
Fue la época de oro de los pasquines antijudíos como “Clarinada”, que no escondían su propósito al imprimir tapas con la imagen de un monstruo con la Estrella de David amenazando a la Argentina y contenidos que llamaban a eliminar a los hebreos. “Azul y Blanco”, “Cabildo”, “Crisol”, “El Pampero” e incluso la revista de la curia “Criterio” llenaron sus páginas de odio antisemita. Que esas revistas tuvieran un público masivo – “El Pampero” llegó a tirar 70.000 ejemplares semanales - y que muchas de ellas fueran sostenidas con fondos de la embajada nazi en Buenos Aires, no eran una casualidad.
Más demostraciones contra Israel
Por esos años que también se empezó a difundir la idea que los judíos querían apoderarse de la Patagonia Argentina. Se basaban en una propuesta real del Baron Hirsh de llevar a los judíos dispersos a esa región para alentar sus suposiciones. Pero, aunque luego esa idea fue descartada a favor de la radicación en Medio Oriente, a los antisemitas no les importó y siguieron adelante con sus elucubraciones conspirativas.
La idea, que muestra que esos delirios llegaron intactos al presente, se fundamentaba en la presencia de “extraños viajantes judíos en la zona”, como denunciaba Crisol en su edición de julio de 1935. Esa revista incluso llegó a publicar una nota en la que daba por cierto un plan judío liderado por un comerciante de Zapala de apellido Ortega – cuyo verdadero nombre era “Orteguinsky” para los trasnochados redactores de la nota – cuyo objetivo era apoderarse de la Patagonia argentina y declarar un estado independiente. Avancemos por un instante y recordemos que el 12 de septiembre de 2003 el entonces jefe del ejército argentino, el general Roberto Bendini, denunció la presencia de “mochileros israelíes” en la Patagonia para notar que aunque parezcan delirios provocados por la ingesta de LSD, tales historias no son para nada intrascendentes.
La influencia del antisemitismo se repitió en el golpe de 1943, cuando la flor y nata de los admiradores del nazismo llegaron al poder. El GOU, el grupo de oficiales que facilitó el golpe, estaba poblado por algunas figuras del antisemitismo y admiradores del régimen nazi que para ese momento era conocido por la matanza de millones de judíos. En las reuniones del GOU participaron Gustavo Martínez Zuviría y Juan Queraltó, el jefe de la Alianza Libertadora Nacionalista, agrupación que solía tener como lema “Haga patria, mate a un judío”.
Con Juan Domingo Perón en el gobierno en los primeros días de 1946, el antisemitismo mutó en la bienvenida a lo peor de la inmigración de criminales de guerra. Nunca pudo probarse que Perón fuera antisemita, pero sí que se rodeó con la flor y nata del nazismo que representaba fielmente la peor cara de esas ideas. El grupo de asesores que formó para importar a cientos de asesinos de judíos provenientes de Europa estaba formada por hombres tales como el croata Branco Benzón, médico personal del presidente y ex embajador del régimen ustasha que asesinó al 94 por ciento de los judíos de Croacia, por el ex oficial de las SS Carlos Fuldner y el director de migraciones Pablo Diana que escribió libros justificando el exterminio de los judíos. Es cierto que Perón estuvo entre los primeros en reconocer la existencia de Israel, pero no menos cierto es que durante su gobierno el antisemitismo militante de los funcionarios que elegía impidió el ingreso legal de muchos hebreos que buscaban refugio en la Argentina mientras sus victimarios entraban en masa y eran recibidos con protección y contratos estatales.
No menos llamativo es que se alentara y protegiera la presencia en Argentina de algunos nombres paradigmáticos de la masacre judía como Adolf Eichmann y Josef Mengele. Éste último, pese a su prontuario, llegó a comer con Perón, que nunca podría haber ignorado que se trataba del símbolo del nazismo prófugo.
En los años que siguieron al derrocamiento de Perón el antisemitismo no se quedó quieto. De tanto en tanto, los grupos antisemitas lanzaron ofensivas contra personas e instituciones de la comunidad judía local. En 1957 nació la agrupación Tacuara, formada por un grupo de jóvenes de la derecha eclesiástica argentina. De inmediato definieron entre sus adversarios a los judíos. Su jefe, Alberto Ezcurra Uriburu, dijo en un discurso que “…pretenden mandar en esta tierra los sucios judíos de Libertad y Villa Crespo, que ellos o sus padres vinieron de los infectos guetos y los infectos prostíbulos de Nivers y Paris. Los judíos se infiltraron en todas partes…”.
Los miembros de Tacuara comenzaron a vestirse con correaje militares y camisas pardas similares a las de los nazis. El saludo con el brazo extendido y la ceremonia de iniciación que usualmente consistía en atacar a los judíos, no dejaban duda sobre su calidad de herederos de los discursos judeófobos de décadas anteriores. Tacuara desapareció en 1964 cuando sus integrantes fueron asimilados por el peronismo o por grupo de la derecha e izquierda más radicalizada esparciendo aún más estas ideas antisemitas. Su despedida fue el 20 de noviembre de ese año, cuando tomaron el Cabildo porteño y desplegaron banderas nazis y de Tacuara mientras posaban con el saludo nazi ante las cámaras.
En los años siguientes el antisemitismo se vio en los atentados contra sinagogas y colegios judíos de las grandes ciudades argentinas.
En 1969 entró en escena W Beveraggi Allende, un profesor universitario que denunciaba – otra vez – una estrategia judía para apoderarse de la Patagonia denominado “Plan Andinia”. El libro es una verdadera joya del conspiracionismo de baja calidad. Pese a ello, muchos argentinos toman su contenido como cierto y en los días de la crisis del 2001, las páginas de internet se inundaron de referencias al Plan Andinia. Beveraggi Allende construyó un delirio de reuniones secretas, ejércitos judíos listos para tomar las ciudades del sur argentino e incluso locuras tales como el uso de la cordillera como heladera gigante para guardar alimentos y venderlos a precio vil. Incluso se arriesgaba a decir que Bahía Blanca sería la capital del futuro estado hebreo cuya protección sería responsabilidad de la ONU, los británicos y EEUU. Confrontado por el juez tucumano Lucio Vallejo que quiso saber si eran ciertas sus afirmaciones, el fabulador tuvo que admitir en mayo de 1972 que no contaba con pruebas de la conspiración. Aun así el libro sigue siendo una biblia para los antisemitas locales.
El antisemitismo volvió a organizarse en 1973, esta vez desde el estado. El Comisario Alberto Villar, rescatado del retiro por el presidente, fue la cara visible de los grupos paramilitares que formaban la Triple A. Villar no sólo era un confeso admirador del nazismo sino que además formó una plana mayor integrada por antisemitas convencidos como él. En los cursos políticos que dictaban a los policías y civiles que iban a integrarse a la Triple A, se regalaban llaveros con la esvástica como regalo de egreso, solo para dar un indicio de la ideología que los animaba.
Ese antisemitismo siguió cuando la Triple A pasó a integrarse en los grupos de Tareas de la dictadura militar que gobernó a la Argentina desde el 24 de marzo de 1976. Aunque la cúpula militar no expresaba antisemitismo – de hecho Israel tuvo una relación estrecha con ese gobierno – en las patotas, el odio a los judíos era tan usual como extendido. Abundaban historias de varios centros de detención clandestinos en donde los miembros de esa comunidad recibían el peor trato posible e incluso la existencia de murales con símbolos nazis.
La detención y desaparición del periodista Jacobo Timerman fue un ejemplo de ello. Su captor, el general Ramón Camps, lo interrogó largamente sobre el Plan Andinia, como si aquellas denuncias de Clarinada en 1935 y las posteriores de Beveraggi Allende hubieran tenido algo de cierto.
Con la llegada de la democracia el antisemitismo no se replegó. Por el contrario, logró institucionalizarse en el Partido Alerta Nacional, una escisión de una agrupación del Partido Justicialista liderada por Alejandro Biondini. Años antes, Biondini había sido designado dentro de la cúpula del peronismo porteño y entró en contacto con los grupos judeófobos que habían sido parte o alentado a la Triple A. Biondini y José María Rosa, quien había estado ligado a la embajada nazi durante la guerra, fundaron en 1980 la revista “Línea”, que entre artículos de análisis político deslizaba conceptos con “la sinagoga radical” para aludir a la presencia de funcionarios judíos en el gobierno del radical Raúl Alfonsín.
La persistencia del discurso antisemita volvió a expresarse en forma violenta el 17 de marzo de 1992 y el 18 de julio de 1994 cuando dos explosiones arrasaron la embajada de Israel y la sede de la entidad comunitaria AMIA en el centro porteño. Aunque aún no se tiene certeza de los autores del atentado, no existe ninguna duda que los ataques no podrían haber sido perpetrados sin la existencia de cómplices locales y, además, que el naturaleza antijudía de los actos descartaba que se trataba de grupos o personas que militaban en el antisemitismo. Llegando al presente, comienza a quedar claro que el antisemitismo no es, como podía ser en el siglo pasado, un asunto de la derecha política. También la izquierda adoptó un discurso contra los judíos potenciados por el conflicto en Medio Oriente y la situación de los palestinos en Gaza.
El dirigente piquetero Luis D´Elía, es quizás quien expresa mejor esa postura. Amparado en la solidaridad con los palestinos, no esconde el nerviosismo que le provocan los judíos y expresa ese sentimiento amparándose en una presunta militancia contra el sionismo, tal como lo vienen haciendo generaciones sucesivas de antisemitas.
Fue durante una marcha en apoyo a los palestinos en agosto de 2005 que D´Elia le reclamó a los judíos argentinos que “le reclamaran a su gobierno”, haciendo referencia a una supuesta lealtad de los argentinos hebreos hacia el gobierno de Tel Aviv, una acusación que es una constante entre los antisemitas desde el nacimiento del Estado de Israel. Es el mismo dirigente que no dudó en calificar despectivamente como “paisanos” a los miembros de la comunidad judía, afirmación que le valió una demanda por discriminación.
La postura de D´Elía contra el judaísmo se reflejó también en otros actores políticos que usaron la causa palestina para expresar su antisemitismo como sucede con la agrupación Quebracho y otros grupos de dudoso origen y vínculos con los servicios de inteligencia. Si bien los reclamos por un territorio para las palestinos que se amontonan en Gaza o están exiliados en diversos puntos del planeta es totalmente racional, aquella demanda de los que dicen defender a un grupo nacional en apuros no se repite para otros pueblos similares como el kurdo o, si se prefiere, para las etnias de pueblos originarios que fueron desalojados de sus territorios en la argentina.
La muerte del fiscal del caso AMIA, Alberto Nisman, el 18 de enero de 2015, disparó una nueva ronda de aseveraciones cargadas de tensión hacia los judíos. Desde la presidente Cristina Kirchner que hizo una imprecisa alusión al texto de “El Mercader de Venecia” de Shakespeare – en donde aparece el estereotipo de judío usurero en la figura de Shylock - y la actividad de los “fondos buitres” liderados por miembros de esa comunidad, hasta la abierta acusación de algunos de sus subalternos sobre la posible existencia de un plan sionista ejecutado por el Mossad israelí detrás de la denuncia del fisal, la idea de que existe un poder hebreo secreto mundial que se opone a la existencia o el bienestar de los argentinos, volvió a demostrar su vigencia.
Es evidente que, lamentablemente, la sociedad argentina parece ser permeable a los absurdos del antisemitismo. Una encuesta del 2011 para la DAIA del Instituto de Investigaciones “Gino Germani” –dependiente de la UBA-, mostró datos preocupantes. Según el sondeo: el 30 por ciento de los encuestados no quería tener vecinos judíos, el 82 por ciento creía que lo más importante para estos era hacer buenos negocios y ganar dinero y el 65 por ciento consideró que tenían demasiado poder en los mercados financieros internacionales. El 23 por ciento de los encuestados los culpaba de la muerte de Cristo. El 39 por ciento veía como algo negativo que los judíos desempeñen cargos políticos de importancia y el 45 por ciento afirmó que no se casaría con una persona de origen hebreo. El estudio fue elaborado a partir de encuestas a 1.510 personas de ambos sexos, entre los 18 y 65 años, incluyendo a todas las clases sociales, habitantes del Área Metropolitana bonaerense y de otras siete ciudades del país. Mendoza es la provincia con mayor percepción negativa de la población judía, ocupando Tucumán el segundo puesto del indocto podio.
Como señala Umberto Eco en su libro “El Cementerio de Praga” “es necesario un enemigo para dar al pueblo una esperanza” y en caso de que no exista se lo inventa o pueden atribuírsele pruebas falsas. Así, el pueblo judío cumplió el injusto papel de “chivo expiatorio” a lo largo de la historia, en el seno de diversas sociedades. La Argentina no es una excepción. Y lo que es quizás peor, en su afán de crear enemigos útiles a sus propósitos políticos, algunos grupos locales han incluido a los judíos dentro de un cóctel de adversarios de la patria junto a “buitres”, corporaciones imaginarias u otra clase de clichés. Y eso no es algo novedoso, sino que ya sucedió muchas veces y tuvo un enorme costo, que parece no haber servido para aprender hacia dónde condujo siempre el antisemitismo en nuestra historia.
Por Luciana Sabina e Ignacio Montes de Oca
(Eliminando Variables)
Web de periodismo, investigación e información
El antisemitismo llegó al gobierno a partir del golpe de 1930. El escritor judeófobo Gustavo Martínez Zuviría fue puesto al frente de al biblioteca nacional y el ministerio del interior fue dejado a Matías Sánchez Sorondo. Otros hombres de la derecha que venía atacando la existencia de judíos en la argentina aparecieron como interventores provinciales, decanos y asesores. Con su llegada, se inició el despido de maestros y empleados judíos de la administración nacional. La Legión Cívica, el grupo paramilitar del golpe que llegó a tener 34.000 integrantes, estaba comandado por el secretario de la presidencia, el general Juan Bautista Molina, que opinaba que “en nuestro país los judíos suman 800.000. Verdadera máquina infernal destinada a establecer el más grosero materialismo, la tiranía del oro sobre el mundo” Y su periódico, el diario “Combatte”, repetía en sus ediciones el sutil slogan de “Guerra al judío. Odio al judío. Muerte al judío”.
En la era conservadora, en lugar de matar a los judíos, los funcionarios argentinos se dedicaron a evitar salvarlos del exterminio. Durante la gestión del canciller Carlos Saavedra Lamas, curiosamente nuestro primer Nobel de la Paz, se negaron casi todos los pedidos de visas a judíos alemanes que pedían emigrar para no terminar en los campos de concentración. La política de ignorarlos se extendió en los años siguientes mientras los nazis avanzaban sobre Europa capturando judíos para asesinarlos.
Fue la época de oro de los pasquines antijudíos como “Clarinada”, que no escondían su propósito al imprimir tapas con la imagen de un monstruo con la Estrella de David amenazando a la Argentina y contenidos que llamaban a eliminar a los hebreos. “Azul y Blanco”, “Cabildo”, “Crisol”, “El Pampero” e incluso la revista de la curia “Criterio” llenaron sus páginas de odio antisemita. Que esas revistas tuvieran un público masivo – “El Pampero” llegó a tirar 70.000 ejemplares semanales - y que muchas de ellas fueran sostenidas con fondos de la embajada nazi en Buenos Aires, no eran una casualidad.
Más demostraciones contra Israel
Por esos años que también se empezó a difundir la idea que los judíos querían apoderarse de la Patagonia Argentina. Se basaban en una propuesta real del Baron Hirsh de llevar a los judíos dispersos a esa región para alentar sus suposiciones. Pero, aunque luego esa idea fue descartada a favor de la radicación en Medio Oriente, a los antisemitas no les importó y siguieron adelante con sus elucubraciones conspirativas.
La idea, que muestra que esos delirios llegaron intactos al presente, se fundamentaba en la presencia de “extraños viajantes judíos en la zona”, como denunciaba Crisol en su edición de julio de 1935. Esa revista incluso llegó a publicar una nota en la que daba por cierto un plan judío liderado por un comerciante de Zapala de apellido Ortega – cuyo verdadero nombre era “Orteguinsky” para los trasnochados redactores de la nota – cuyo objetivo era apoderarse de la Patagonia argentina y declarar un estado independiente. Avancemos por un instante y recordemos que el 12 de septiembre de 2003 el entonces jefe del ejército argentino, el general Roberto Bendini, denunció la presencia de “mochileros israelíes” en la Patagonia para notar que aunque parezcan delirios provocados por la ingesta de LSD, tales historias no son para nada intrascendentes.
La influencia del antisemitismo se repitió en el golpe de 1943, cuando la flor y nata de los admiradores del nazismo llegaron al poder. El GOU, el grupo de oficiales que facilitó el golpe, estaba poblado por algunas figuras del antisemitismo y admiradores del régimen nazi que para ese momento era conocido por la matanza de millones de judíos. En las reuniones del GOU participaron Gustavo Martínez Zuviría y Juan Queraltó, el jefe de la Alianza Libertadora Nacionalista, agrupación que solía tener como lema “Haga patria, mate a un judío”.
Con Juan Domingo Perón en el gobierno en los primeros días de 1946, el antisemitismo mutó en la bienvenida a lo peor de la inmigración de criminales de guerra. Nunca pudo probarse que Perón fuera antisemita, pero sí que se rodeó con la flor y nata del nazismo que representaba fielmente la peor cara de esas ideas. El grupo de asesores que formó para importar a cientos de asesinos de judíos provenientes de Europa estaba formada por hombres tales como el croata Branco Benzón, médico personal del presidente y ex embajador del régimen ustasha que asesinó al 94 por ciento de los judíos de Croacia, por el ex oficial de las SS Carlos Fuldner y el director de migraciones Pablo Diana que escribió libros justificando el exterminio de los judíos. Es cierto que Perón estuvo entre los primeros en reconocer la existencia de Israel, pero no menos cierto es que durante su gobierno el antisemitismo militante de los funcionarios que elegía impidió el ingreso legal de muchos hebreos que buscaban refugio en la Argentina mientras sus victimarios entraban en masa y eran recibidos con protección y contratos estatales.
No menos llamativo es que se alentara y protegiera la presencia en Argentina de algunos nombres paradigmáticos de la masacre judía como Adolf Eichmann y Josef Mengele. Éste último, pese a su prontuario, llegó a comer con Perón, que nunca podría haber ignorado que se trataba del símbolo del nazismo prófugo.
En los años que siguieron al derrocamiento de Perón el antisemitismo no se quedó quieto. De tanto en tanto, los grupos antisemitas lanzaron ofensivas contra personas e instituciones de la comunidad judía local. En 1957 nació la agrupación Tacuara, formada por un grupo de jóvenes de la derecha eclesiástica argentina. De inmediato definieron entre sus adversarios a los judíos. Su jefe, Alberto Ezcurra Uriburu, dijo en un discurso que “…pretenden mandar en esta tierra los sucios judíos de Libertad y Villa Crespo, que ellos o sus padres vinieron de los infectos guetos y los infectos prostíbulos de Nivers y Paris. Los judíos se infiltraron en todas partes…”.
Los miembros de Tacuara comenzaron a vestirse con correaje militares y camisas pardas similares a las de los nazis. El saludo con el brazo extendido y la ceremonia de iniciación que usualmente consistía en atacar a los judíos, no dejaban duda sobre su calidad de herederos de los discursos judeófobos de décadas anteriores. Tacuara desapareció en 1964 cuando sus integrantes fueron asimilados por el peronismo o por grupo de la derecha e izquierda más radicalizada esparciendo aún más estas ideas antisemitas. Su despedida fue el 20 de noviembre de ese año, cuando tomaron el Cabildo porteño y desplegaron banderas nazis y de Tacuara mientras posaban con el saludo nazi ante las cámaras.
En los años siguientes el antisemitismo se vio en los atentados contra sinagogas y colegios judíos de las grandes ciudades argentinas.
En 1969 entró en escena W Beveraggi Allende, un profesor universitario que denunciaba – otra vez – una estrategia judía para apoderarse de la Patagonia denominado “Plan Andinia”. El libro es una verdadera joya del conspiracionismo de baja calidad. Pese a ello, muchos argentinos toman su contenido como cierto y en los días de la crisis del 2001, las páginas de internet se inundaron de referencias al Plan Andinia. Beveraggi Allende construyó un delirio de reuniones secretas, ejércitos judíos listos para tomar las ciudades del sur argentino e incluso locuras tales como el uso de la cordillera como heladera gigante para guardar alimentos y venderlos a precio vil. Incluso se arriesgaba a decir que Bahía Blanca sería la capital del futuro estado hebreo cuya protección sería responsabilidad de la ONU, los británicos y EEUU. Confrontado por el juez tucumano Lucio Vallejo que quiso saber si eran ciertas sus afirmaciones, el fabulador tuvo que admitir en mayo de 1972 que no contaba con pruebas de la conspiración. Aun así el libro sigue siendo una biblia para los antisemitas locales.
El antisemitismo volvió a organizarse en 1973, esta vez desde el estado. El Comisario Alberto Villar, rescatado del retiro por el presidente, fue la cara visible de los grupos paramilitares que formaban la Triple A. Villar no sólo era un confeso admirador del nazismo sino que además formó una plana mayor integrada por antisemitas convencidos como él. En los cursos políticos que dictaban a los policías y civiles que iban a integrarse a la Triple A, se regalaban llaveros con la esvástica como regalo de egreso, solo para dar un indicio de la ideología que los animaba.
Ese antisemitismo siguió cuando la Triple A pasó a integrarse en los grupos de Tareas de la dictadura militar que gobernó a la Argentina desde el 24 de marzo de 1976. Aunque la cúpula militar no expresaba antisemitismo – de hecho Israel tuvo una relación estrecha con ese gobierno – en las patotas, el odio a los judíos era tan usual como extendido. Abundaban historias de varios centros de detención clandestinos en donde los miembros de esa comunidad recibían el peor trato posible e incluso la existencia de murales con símbolos nazis.
La detención y desaparición del periodista Jacobo Timerman fue un ejemplo de ello. Su captor, el general Ramón Camps, lo interrogó largamente sobre el Plan Andinia, como si aquellas denuncias de Clarinada en 1935 y las posteriores de Beveraggi Allende hubieran tenido algo de cierto.
Con la llegada de la democracia el antisemitismo no se replegó. Por el contrario, logró institucionalizarse en el Partido Alerta Nacional, una escisión de una agrupación del Partido Justicialista liderada por Alejandro Biondini. Años antes, Biondini había sido designado dentro de la cúpula del peronismo porteño y entró en contacto con los grupos judeófobos que habían sido parte o alentado a la Triple A. Biondini y José María Rosa, quien había estado ligado a la embajada nazi durante la guerra, fundaron en 1980 la revista “Línea”, que entre artículos de análisis político deslizaba conceptos con “la sinagoga radical” para aludir a la presencia de funcionarios judíos en el gobierno del radical Raúl Alfonsín.
La persistencia del discurso antisemita volvió a expresarse en forma violenta el 17 de marzo de 1992 y el 18 de julio de 1994 cuando dos explosiones arrasaron la embajada de Israel y la sede de la entidad comunitaria AMIA en el centro porteño. Aunque aún no se tiene certeza de los autores del atentado, no existe ninguna duda que los ataques no podrían haber sido perpetrados sin la existencia de cómplices locales y, además, que el naturaleza antijudía de los actos descartaba que se trataba de grupos o personas que militaban en el antisemitismo. Llegando al presente, comienza a quedar claro que el antisemitismo no es, como podía ser en el siglo pasado, un asunto de la derecha política. También la izquierda adoptó un discurso contra los judíos potenciados por el conflicto en Medio Oriente y la situación de los palestinos en Gaza.
El dirigente piquetero Luis D´Elía, es quizás quien expresa mejor esa postura. Amparado en la solidaridad con los palestinos, no esconde el nerviosismo que le provocan los judíos y expresa ese sentimiento amparándose en una presunta militancia contra el sionismo, tal como lo vienen haciendo generaciones sucesivas de antisemitas.
Fue durante una marcha en apoyo a los palestinos en agosto de 2005 que D´Elia le reclamó a los judíos argentinos que “le reclamaran a su gobierno”, haciendo referencia a una supuesta lealtad de los argentinos hebreos hacia el gobierno de Tel Aviv, una acusación que es una constante entre los antisemitas desde el nacimiento del Estado de Israel. Es el mismo dirigente que no dudó en calificar despectivamente como “paisanos” a los miembros de la comunidad judía, afirmación que le valió una demanda por discriminación.
La postura de D´Elía contra el judaísmo se reflejó también en otros actores políticos que usaron la causa palestina para expresar su antisemitismo como sucede con la agrupación Quebracho y otros grupos de dudoso origen y vínculos con los servicios de inteligencia. Si bien los reclamos por un territorio para las palestinos que se amontonan en Gaza o están exiliados en diversos puntos del planeta es totalmente racional, aquella demanda de los que dicen defender a un grupo nacional en apuros no se repite para otros pueblos similares como el kurdo o, si se prefiere, para las etnias de pueblos originarios que fueron desalojados de sus territorios en la argentina.
La muerte del fiscal del caso AMIA, Alberto Nisman, el 18 de enero de 2015, disparó una nueva ronda de aseveraciones cargadas de tensión hacia los judíos. Desde la presidente Cristina Kirchner que hizo una imprecisa alusión al texto de “El Mercader de Venecia” de Shakespeare – en donde aparece el estereotipo de judío usurero en la figura de Shylock - y la actividad de los “fondos buitres” liderados por miembros de esa comunidad, hasta la abierta acusación de algunos de sus subalternos sobre la posible existencia de un plan sionista ejecutado por el Mossad israelí detrás de la denuncia del fisal, la idea de que existe un poder hebreo secreto mundial que se opone a la existencia o el bienestar de los argentinos, volvió a demostrar su vigencia.
Es evidente que, lamentablemente, la sociedad argentina parece ser permeable a los absurdos del antisemitismo. Una encuesta del 2011 para la DAIA del Instituto de Investigaciones “Gino Germani” –dependiente de la UBA-, mostró datos preocupantes. Según el sondeo: el 30 por ciento de los encuestados no quería tener vecinos judíos, el 82 por ciento creía que lo más importante para estos era hacer buenos negocios y ganar dinero y el 65 por ciento consideró que tenían demasiado poder en los mercados financieros internacionales. El 23 por ciento de los encuestados los culpaba de la muerte de Cristo. El 39 por ciento veía como algo negativo que los judíos desempeñen cargos políticos de importancia y el 45 por ciento afirmó que no se casaría con una persona de origen hebreo. El estudio fue elaborado a partir de encuestas a 1.510 personas de ambos sexos, entre los 18 y 65 años, incluyendo a todas las clases sociales, habitantes del Área Metropolitana bonaerense y de otras siete ciudades del país. Mendoza es la provincia con mayor percepción negativa de la población judía, ocupando Tucumán el segundo puesto del indocto podio.
Como señala Umberto Eco en su libro “El Cementerio de Praga” “es necesario un enemigo para dar al pueblo una esperanza” y en caso de que no exista se lo inventa o pueden atribuírsele pruebas falsas. Así, el pueblo judío cumplió el injusto papel de “chivo expiatorio” a lo largo de la historia, en el seno de diversas sociedades. La Argentina no es una excepción. Y lo que es quizás peor, en su afán de crear enemigos útiles a sus propósitos políticos, algunos grupos locales han incluido a los judíos dentro de un cóctel de adversarios de la patria junto a “buitres”, corporaciones imaginarias u otra clase de clichés. Y eso no es algo novedoso, sino que ya sucedió muchas veces y tuvo un enorme costo, que parece no haber servido para aprender hacia dónde condujo siempre el antisemitismo en nuestra historia.
Por Luciana Sabina e Ignacio Montes de Oca
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