La izquierda anda preocupada por la pérdida de todos sus baluartes en Europa. Los Países Bajos ya estaban gobernados por democristianos, pero en coalición con laboristas, de modo que su giro a la derecha en las elecciones de junio también ha encontrado el resentimiento del socialismo mediático.
Por tanto, dando el enésimo ejemplo de tolerancia, amor por la democracia y aprecio por las sociedades liberales, ha decidido deslegitimar, insultar y marginar a los vencedores. Hace ya mucho tiempo de la caída del Muro de Berlín como para que todavía estas nostalgias del totalitarismo se adviertan en la anulación civil del adversario que es visto, por los ojos enfermos de esta izquierda desorientada, como enemigo a batir y aniquilar.
Los partidos que mejor resultado han obtenido en las elecciones de junio eran el liberal y el partido por la Libertad, más conocido por ser el partido del activista contrario al islam Geert Wilders. Tras tres meses de negociaciones y tras descartarse todas las otras opciones posibles de gobierno, este estará formado por liberales, los más votados, y democristianos, con el apoyo parlamentario, pero sin ministros, del Partido de Wilders. Todo ello en aras de salvaguardar la imagen internacional de Holanda, porque, según entienden los bienpensantes de allá, queda feo que este señor se siente en el Gabinete. Bien, que el país libre de pecados tire la primera piedra, porque si Holanda tiene sus inexplicables tabúes, cada uno tiene los suyos.
Pero hete aquí que entretanto se celebra la vista oral de un extrañísimo juicio contra este mismo Wilders por incitación al odio y ofensa a un grupo –extrañísimos conceptos penales ya de por sí– por declaraciones genéricas del exitoso político contra el islam. Es obvio que este juicio no irá a ningún lado, pero haberlo abierto es ya algo inquietante. Los holandeses lo han hecho no para condenar a Wilders, sino con la mera, pero equivocada, intención de contentar a los más radicales de entre sus islámicos.
Sin embargo, el éxito de Wilders, convertido en líder del tercer grupo político de Holanda, debe mucho a sus predecesores. Y aún más a la sangre de estos regada entre los tulipanes. Pim Fortuyn comenzó a hacer fortuna política denunciando lo políticamente correcto en su país y eligiendo como tema favorito de sus invectivas el exceso de islamización. Paradójicamente, el que era calificado de peligroso resultó asesinado en 2002. Dos años más tarde, el cineasta Theo Van Gogh que había hecho un reportaje con texto de Hirsi Ali, una somalí acogida por Holanda muy crítica con el trato a la mujer en el islam, era degollado en Ámsterdam, mientras el islamista criminal depositaba sobre su cadáver amenazas contra Hirsi Ali y un entonces desconocido disidente del partido liberal Geert Wilders. Poco después Hirsi Ali resultaría puesta de patitas en la calle de su vivienda e, incluso, expulsada de Holanda y despojada de la nacionalidad por considerarse que había mentido a la hora de obtenerla.
Este es el espeluznante contexto en el que el partido de Wilders crece de 9 a 24 diputados. El holandés de a pie empieza a estar más que harto de la actitud de sus elites.
El nuevo gobierno tiene dos preocupaciones, que son las mismas que en el resto de Europa. Poner en orden las cuentas públicas, infinitamente más saneadas en los Países Bajos que en cualquier otro lugar de Europa, e integrar a la inmigración.
Toda esta historia puede, y de hecho debe, suscitar multitud de debates, pero es de esperar que la izquierda mediática y política europea se dé cuenta de una vez de dos cosas: la primera, que se está viviendo la segunda caída del Muro de Berlín. Cayó el socialismo real –los cien millones de muertos– y cae ahora el socialismo ficticio –la pobreza generada por la desmesura del Estado del Bienestar y la deuda. Y la segunda: que el multiculturalismo está volando por los aires allí mismo donde se inventó, no sólo por haber fracasado sino por haberlo hecho en los charcos de sangre de un par de personas cuyo único delito fue decir lo que pensaban.
Fuente: GEES/Libertad Digital
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