jueves, 13 de septiembre de 2012

La solución de uno-dos-tres estados

La solución de uno-dos-tres estados Por Julián Schvindlerman Comunidades – 12/9/12 Desde la primera mitad del siglo XX en adelante, la visión general a propósito de una solución al conflicto palestino-israelí se ha basado en la premisa de dos estados para dos pueblos. En 1937, la Comisión Peel de Gran Bretaña elevó la idea, la cual fue replanteada -en un formato diferente- en 1947 por las Naciones Unidas en la resolución 181, conocida como “Partición de Palestina”. El rechazo árabe enterró ambas propuestas pero la aspiración de dos estados para dos pueblos como modelo de la diplomacia subsistió. Desde la segunda mitad del siglo pasado, se agregó a ella la idea del intercambio de tierras (capturadas por los israelíes en una guerra preventiva) a cambio de paz (a entregar por la parte árabe). En 1967 ella se cristalizó en la resolución 242 del Consejo de Seguridad. Aunque las naciones árabes la repudiaron entonces, esta noción sirvió de base para todos los futuros acuerdos entre Israel y sus vecinos: con Egipto en 1979, con la OLP en 1993 y con Jordania en 1994. Esta fórmula padece de imperfecciones insalvables -es desproporcional, injusta, incongruente y asimétrica- y en la dimensión palestina ha resultado ser impracticable. Pero por sobre todo, según ha argumentado el profesor de la Universidad de Tel-Aviv Asher Susser, la idea de tierras por paz nació en un contexto histórico específico, el de la Guerra de los Seis Días, y fue concebida para dar respuesta a la realidad de 1967, no a la de 1948. Si la raíz del conflicto palestino-israelí se encuentra en 1967, entonces la fórmula podría (sin certezas) funcionar. Pero si ella yace en 1948, entonces no hay modo de que ésta funcione. La familia de las naciones tiende a ubicar el quid de la disputa en 1967, es decir, en la expansión territorial de Israel a través de la conquista de Jerusalem Este, los Altos del Golán, el Sinaí, Gaza y Cisjordania y en la consiguiente propagación de asentamientos hebreos en estas zonas. Los propios palestinos y los árabes, sin embargo, han tradicionalmente visto su disputa con los israelíes bajo el prisma de 1948, es decir, en la existencia misma del estado judío en una región preminentemente árabe e islámica. El rechazo árabe y palestino a reconocer a Israel como un estado judío y el reclamo por el retorno de los refugiados palestinos al propio Israel firmemente ancla su narrativa en la Guerra de la Independencia de 1948, no en los hechos de 1967. Estas dos visiones históricas no son apenas diferentes, son irreconciliables, y puesto que de ellas nacen iniciativas diplomáticas, su implementación en el terreno ha sido deficiente y ha terminado en fracaso. Como en esos juegos didácticos infantiles, los diplomáticos han estado tratando de insertar un cubo dentro de un triángulo. Al cabo de 45 años de prueba y error, de incontables víctimas y de grandes frustraciones, empero, la noción encapsulada en la resolución 242 sigue vivita y coleando. Su subsistencia descansa en la comodidad política de la era: 1948 es sobre la existencia de Israel y aquí es la parte árabe/palestina la responsable por su oposición; 1967 es sobre la expansión de Israel y ella es la responsable por su gestión. La noción de que la paz o su ausencia dependen exclusivamente de las decisiones de Israel es un axioma político contemporáneo demasiado duro de romper. En cuanto a la propuesta de dos estados, su vigencia se basa en que, sencillamente, las opciones son peores. La alternativa inmediata sería proponer una solución de un estado para los dos pueblos, pero la idea de ubicar en una misma entidad política a dos pueblos hostiles es demasiado fantástica como para considerarla seriamente. En la calle árabe y palestina esta noción despierta entusiasmo pues no es más que un eufemismo para la destrucción demográfica de Israel. Es una solución a lo que hace poco escuché a un académico palestino denominar “el problema judío en Palestina”. Para Susser es la “cura proverbial que mata al paciente”. Actualmente nos topamos con un nuevo problema al querer aplicar la idea de dos estados para dos pueblos en el terreno. El pueblo palestino está partido en dos, con dos liderazgos diferentes gobernando en dos áreas diferentes. Podríamos entonces concebir una solución de tres estados para dos pueblos: el estado judío de Israel, un estado palestino en Cisjordania bajo gobierno de la Autoridad Palestina y otro estado palestino bajo gobierno de Hamas en Gaza. Ni israelíes ni palestinos lucen encantados con esta idea. Cabe sino esperar a que se concrete la unidad palestina bajo una única administración. Las chances de que esto suceda no parecen inmediatas. Y aún si se materializara, ello ubicaría la situación en una de tres: un liderazgo central dispuesto a negociar con Israel, que es aproximadamente como estaban las cosas entre 1993 y 2000; un liderazgo bicéfalo con una cabeza dialoguista y otra intransigente; o un liderazgo único enemigo de la paz. Hay una cuarta opción. Reconocer que hay un motivo por el cual no se ha hallado una solución práctica a este conflicto en los últimos casi cien años. Voilà: éste no tiene solución. Esta será seguramente la más desoladora de las conclusiones, pero es también la más realista.