lunes, 3 de septiembre de 2012

QUÉ SIGNIFICA ISRAEL PARA OCCIDENTE

Carlos Alberto Montaner Mis propias raíces El primer vínculo es el parentesco cultural. Toda persona que reconoce que sus raíces están en Occidente debe admitir que la esencia moral de esa cultura se encuentra en la tradición judeocristiana. Da igual que la persona sea creyente, atea o agnóstica (como es mi caso). La noción del libre albedrío, el culto por la razón, la justicia y el diálogo, cultivado en las sinagogas, la hipótesis de que existen derechos naturales que no pueden ser conculcados por el Estado, el ideal de la libertad como valor supremo de la especie, la proposición de que es preferible la compasión y el perdón, provienen del legado judeocristiano con las adherencias que en el trayecto pudieron dejar el estoicismo y otras corrientes de pensamiento del mundo grecorromano. Uno, siendo español o hispanoamericano, no puede recorrer Jerusalén y evitar percibir que está en un sitio propio con el que tiene unos profundos aunque remotos lazos históricos y personales. Todo occidental educado y con nociones de historia sabe que tiene dos patrias: la suya e Israel. Y esa sensación no se siente cuando se visita Pekín, Tokio, Bombay o cualquier ciudad que no haya sido desovada por la matriz judeocristiana, luego fundida en el crisol grecorromano. Todavía recuerdo con emoción unas Navidades pasadas en Belén junto a mi familia. Aunque todos, en mayor o menor grado, compartimos el agnosticismo y una cierta indiferencia frente a la proposición de que existe algún tipo de vida más allá de la muerte, disfrutamos intensamente la compañía y los villancicos entonados por miles de peregrinos cristianos procedentes de diversas partes del mundo. Me horroriza pensar que el corazón moral de Occidente, tanto por lo que tiene de judío como de cristiano (que es sólo otra forma de ser judío), pueda algún día ser barrido del planeta como sucedió con los sumerios o los fenicios. Lo vería como una mutilación de mi propia historia, de mi propia identidad. Una deuda moral En cuanto al Israel moderno, que tal vez me interesa más que el antiguo, me atan algunos elementos de carácter ético. Creo que Occidente tiene una enorme deuda moral con el pueblo judío. Es verdad que los nazis fueron los responsables directos del Holocausto. Salvo algunos canallas, nadie medianamente informado pone en duda que 6 millones de judíos fueron asesinados en los campos de exterminio nazis. Pero no es menos cierto que en Occidente los líderes y los pueblos prefirieron mirar hacia otra parte mientras Hitler y el resto de esa feroz tribu ideológica planeaba y ejecutaba la masacre. Ante estos hechos, ampliamente reportados por la prensa, lo que hizo Occidente, en general, fue cerrarles la puerta a los emigrantes judíos, aunque, en ciertos casos, los estafaban o engañaban, y era frecuente que diplomáticos inescrupulosos les vendieran las visas o los documentos de viajes a personas desesperadas que se veían obligadas a abandonar sus posesiones para escapar de las persecuciones. Bastaba la lectura de Mi lucha, publicado en los años 20, para predecir la catástrofe. Tras llegar Hitler al poder, las leyes antisemitas fueron proclamadas en Alemania en 1935. En noviembre de 1938 las turbas nazis llevaron a cabo lo que se conoce como “la noche de los cristales rotos”, monstruoso pogromo efectuado en varias ciudades de Alemania y Austria contra los judíos, culminado con el asesinato de un centenar de personas indefensas y el internamiento de decenas de miles de judíos en campos de concentración. En mi país de origen, Cuba, en 1939, poco antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, se dio el caso vergonzoso de rechazar un barco, el Saint Louis, en el que llegaron a La Habana casi 1000 refugiados judíos provistos de visas ilegalmente vendidas por funcionarios corruptos a 500 dólares cada una, cantidad muy apreciable para le época. Los asustados pasajeros del San Luis no pudieron desembarcar en la Isla, dado que el gobierno del presidente Laredo Bru se negó a aceptarlos, pese estar perfectamente documentados, ni tampoco pudieron poner pie en la Florida, en Estados Unidos, porque el presidente Roosevelt llegó a la conclusión de que era políticamente contraproducente. El barco regresó a Europa y el 80% de esos judíos luego fueron asesinados en los campos de concentración. Es ingenuo pensar que los gobernantes de la época no sabían lo que estaba ocurriendo en las zonas ocupadas por los nazis. La verdad es que no les importaba demasiado porque, al fin y al cabo, discriminar, perseguir, maltratar, expulsar y hasta matar judíos fue una actividad usual en prácticamente todo el ámbito de Occidente durante muchas centurias. Quienes no vivieron durante la Segunda Guerra Mundial ni fueron simpatizantes de los nazis, ni practicaron forma alguna de antisemitismo, pudieran alegar que no sienten ninguna responsabilidad con esos hechos y, por lo tanto, no están obligados a ninguna reparación material o moral. Pudiera ser, pero el mundo sería un lugar un poco más decente si alguien les pide perdón a las víctimas de las grandes injusticias. Los papas del siglo XX nada tuvieron que ver con la persecución a Galileo, pero la Iglesia Católica ha hecho muy bien en reconocer los crímenes de la Inquisición y rogar que excusen aquellos bárbaros atropellos. Los armenios del siglo XXI no son los que sufrieron los crímenes de los turcos a principios del siglo XX, pero insisten en que ese viejo y ya raído ex imperio, hoy gobernado por personas que no habían nacido cuando se cometieron aquellos crímenes, les pidan perdón por lo que les hicieron a sus antepasados. Si tenemos memoria histórica y aceptamos, para lo que nos honra y beneficia, que pertenecemos a una civilización que ha dado a Sócrates, a Maimónides o a Leonardo, lo honrado es también reconocer en ella la dotación de verdugos y gentes despreciables como Hitler o Stalin que nos han acompañado en el trayecto infectándolo con sus crímenes. La judería extinguida En todo caso, el reconocimiento de la negligencia, la apatía y la indiferencia cómplice de Occidente ante el holocausto judío, debería ser también el punto de partida de una reflexión sobre el daño intelectual y económico que todos sufrimos con la pérdida de la judería europea, especialmente la compuesta por los científicos, pensadores y artistas congregados en Alemania, Austria, Hungría y Checoslovaquia, sin menoscabo de reconocer también el perjuicio terrible infligido a los judíos polacos y ucranianos, mucho menos evolucionados culturalmente, aunque numéricamente mayoritarios. Si algo sabemos con bastante precisión del desarrollo de las sociedades, es que éste está íntimamente ligado a la existencia de clusters que impulsan el progreso o el arte mediante espasmos creativos colectivos como los que sacudieron la Florencia de los Médici, el Madrid del Siglo de Oro, la Escocia ilustrada del siglo XVIII o el llamado Silicon Valley en la California de las últimas décadas –por consignar algunos ejemplos--, aunque sólo sea porque la concentración de talento potencia, fecunda y estimula la actividad del genio individual. Pues bien, la concentración de talento judío en Europa central desde mediados del siglo XIX hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial, en un fenómeno casi único en la historia técnica y científica contemporánea. Personas como Einstein o Freud, por sólo mencionar dos entre cientos de nombres que pudieran figurar en la lista, hicieron aportes fundamentales para beneficio de toda la humanidad, pero esa inmensa fragua del pensamiento, de la que todos nos beneficiábamos, fue barrida y borrada del mapa por la furia nazi, con lo cual todos salimos perjudicados. No es verdad que en los campos de exterminio sólo padecieron los judíos y otras minorías como los gitanos y los homosexuales: con la desaparición de la intelligentsia judía europea todos salimos inmensamente perjudicados. Al liquidar ese inmenso y fecundo cluster se le hizo a la humanidad un daño irreparable. Toda Europa ha podido restañar las heridas, todas las ciudades han sido reconstruidas, incluso las que fueron demolidas hasta los cimientos por los bombardeos, pero sólo una pérdida ha sido permanente: la inmensamente creativa judería europea. Un nuevo cluster Israel es hoy un asombroso foco de iniciativas técnicas y científicas, un extraordinario laboratorio de ideas que luego se materializan en artefactos, sustancias o servicios que mejoran y alargan la calidad de vida de los seres humanos. El milagro insensiblemente aplastado de la judería europea ha vuelto a florecer en Israel de manera creciente a partir de 1948, pese a la enorme cantidad de problemas que el joven estado israelí ha debido afrontar: guerras devastadoras, la llegada de millones de inmigrantes, la falta crónica de agua, y hasta la resurrección de una lengua prácticamente muerta, el hebreo, idioma que a principios del siglo XX hablaban muy pocas personas porque rara vez se utilizaba fuera del ámbito litúrgico. Esa es otra de las razones por las que a mí, habitante de Occidente, me interesa sobremanera que los ciudadanos del estado de Israel continúen pensando y trabajando. Cada hallazgo científico que realizan, cada innovación técnica que concretan, cada empresa que consigue convertir en éxito económico esa innovación técnica o ese hallazgo científico logrados en su país, son elementos de los que me beneficio como usuario o consumidor en la otra esquina del planeta. Sin embargo, con el paso del tiempo, lo que la locura y la vesania nazis destruyeron en Europa, renació paulatinamente en el Medio Oriente por el esfuerzo de los judíos, muchos de ellos supervivientes del Holocausto, quienes llevaron a Israel los métodos, los conocimientos y las mejores tradiciones académicas europeas, echando las bases en el nuevo país de una sociedad amante de la investigación y la ciencia. Es como si el mundo dispusiera de un enorme think-tank compuesto por millones de personas, por el que nada tiene que pagar hasta que no nos presenta resultados positivos en forma de bienes o servicios. Esas universidades israelíes, esos institutos y centros de investigación, esas empresas que se incuban en Israel y luego saltan a la Bolsa, forman parte de un inmenso capital del que nos beneficiamos todos, como se beneficia la memoria de un computador por el auxilio de un disco duro externo, por decirlo en términos rabiosamente contemporáneos. Dudo que exista en el mundo, medido en términos relativos vinculados al número de habitantes, un cluster científico y técnico tan productivo y tan densamente constituido como el de Israel. Al margen del horror que me produce saber que hay gobiernos decididos a repetir el genocidio nazi y “echar los judíos al mar”, como cada cierto tiempo amenaza el señor Ahmadineyad, dictador de Irán, siento que un crimen de esa magnitud, como ya sucedió en el siglo pasado, si se llevara a cabo me perjudicaría tremendamente en el terreno individual, aunque yo no sea judío ni viva en Israel. Es imposible cuantificar el daño que se le hizo a la humanidad con el Holocausto, pero me temo que si algo así volviera a suceder, esta vez en Israel, los perjuicios que todos sufriríamos serían aún mayores. Israel como Benchmark Israel es, además, un extraordinario benchmark para poner a prueba nuestras ideas sobre el desarrollo económico, la convivencia democrática y el cambio político. Tras la experiencia israelí no es posible seguir culpando a la falta de recursos naturales de la relativa pobreza latinoamericana. Pocos países como Israel han sido tan pésimamente favorecidos por la naturaleza para alcanzar la prosperidad. Sin embargo, el ingreso per cápita es de 30.000 dolares anuales, cifra que duplica el de Chile, país que está a la cabeza de América Latina en ese rubro. A partir del caso de Israel, tampoco es permisible imputarle la miseria a la escala de la economía. Israel es un pequeño mercado de 8 millones de habitantes, rodeado por países hostiles con los cuales apenas realiza intercambios. No forma parte de grandes bloques comerciales como la Unión Europea, el Mercosur o el Tratado de Libre Comercio que vincula a México Canadá y Estados Unidos. Tiene y procura, eso sí, acuerdos comerciales con la Unión Europea, Estados Unidos y con cualquier país con el que pueda realizar transacciones económicas mutuamente beneficiosas. Para colmo de males, Israel debe invertir en su defensa el 7.3% de su Producto Interno Bruto, lo que lo convierte en el sexto país del mundo que proporcionalmente más gasta en defensa, recursos que se desvían de otras áreas en las que pudieran generar riqueza, pero las tres grandes guerras que ha sostenido con los vecinos árabes, más las intervenciones militares en Líbano o en la Franja de Gaza, hacen inevitable esas erogaciones. Como punto de comparación, Estados Unidos, pese a librar guerras en Irak y Afganistán, sólo gastan en Defensa el 4% de su PIB. Por otra parte, cuando nos dicen que el desarrollo es muy difícil o imposible en sociedades que padecen grandes tensiones y conflictos, es inevitable recordar el caso de Israel. El pequeño país es una democracia libre, plural, sometida a elecciones periódicas, con poderes independientes celosos de su autoridad, dotada de un sistema judicial capaz de encarcelar al presidente, a los ministros o a cualquiera que viole la ley, porque todos tienen que subordinarse al Estado de Derecho y a las reglas generales que se han dado libremente la comunidad. Es verdad que la minoría árabe-israelí tiene algunas dificultades que no padece la mayoría judía, pero también es cierto que esos árabe-israelíes forman parte del parlamento, acuden a las mismas instituciones en las que estudian los judíos, tienen sus órganos de expresión, poseen libremente sus templos religiosos y las mujeres de esa etnia son las más libres de todo el mundo árabe. Mientras en el vecino Egipto el 90% de las mujeres sufren la ablación genital y deben aceptar en silencio la poligamia, las humillaciones o las palizas conyugales prescritas en el Corán para mantener la autoridad del pater familias, en Israel impera la igualdad de sexos ante la ley y la protección de la mujer frente a cualquier “abuso de género”. Tampoco es cierto que los grandes cambios sociales exijan revoluciones frecuentes. Desde su fundación en 1948, el estado de Israel ha hecho la más profunda de las transformaciones políticas sin destruir el andamiaje institucional, recurriendo solamente a la persuasión y a la regla de la mayoría. A dónde quiero llegar es al siguiente extremo: en Israel se desmiente la hipótesis de que el desarrollo impetuoso sólo es posible con gobiernos fuertes y con mano de hierro. No es verdad. Una democracia liberal como es Israel, gobernada por coaliciones débiles que gozan de exiguas mayorías parlamentarias, puede alcanzar altísimos niveles de progreso si la clase dirigente se somete al imperio de la ley. Me explico. La mayor parte de los fundadores del Estado de Israel, aunque eran profundamente demócratas, soñaban con un modelo productivo colectivista basado en la asociación voluntaria que se daba dentro de los kibutz, en el que las organizaciones sindicales tenían un peso decisivo. Si alguna vez ha existido en el mundo contemporáneo un socialismo democrático, era el que predicaban y practicaban los israelíes que fundaron, primero el Hogar Judío soñado por Teodoro Herzl, y luego el estado de Israel creado por la generación de Ben Gurion. Pero el tiempo, la experiencia, las oleadas de inmigrantes y las circunstancias fueron cambiando a los israelíes y, poco a poco, o a veces con cierta celeridad, se modificaron los paradigmas y las ideas fuerza que mayoritariamente sostenía la sociedad, hasta llegar a lo que es hoy el moderno Estado de Israel: un país en el que predominan la empresa privada y el mercado, y en el que los kibutz y las cooperativas sólo ocupan un pequeño espacio en el aparato productivo porque se ha terminado la fascinación con las ideas del colectivismo democrático. Esa sí es una verdadera revolución, un cambio profundo, pero una revolución sin golpes militares, sin barricadas, sin muertos, sin imposición arbitraria del grupo de poder o de caudillos iluminados. Una revolución hecha dentro de las instituciones y al amparo de la ley. ¿Se quiere una mayor lección para los latinoamericanos? No hay cambio, por profundo que sea, que no pueda realizarse dentro del Estado de Derecho si predominan la buena voluntad y los valores adecuados. El aliado estratégico Por otra parte, es posible que el éxito económico y la calidad de vida logrados por Israel como consecuencia, entre otras razones, de su forma de organizar la convivencia, acabe por convertirse en un modelo de Estado exportable a otros países de la región, con lo cual disminuirían los peligros de guerra generalizada. Por último: ¿qué más es Israel para mí y para cualquier persona preocupada por la supervivencia de la libertad en el mundo? Como se ha dicho tantas veces, Israel es la única democracia existente en esa zona del mundo. Es el único aliado realmente fiable de Occidente en una región económicamente vital para el funcionamiento de las naciones desarrolladas, aunque sólo sea porque en el Oriente Medio se produce la mitad del petróleo que consumimos. Hay síntomas de que algunos dirigentes de la Autoridad Palestina radicados en la antigua Cisjordania se dan cuenta de que debe seguirse el muy exitoso modelo de estado israelí, democrático y dentro de las reglas del mercado, lo que los aleja de las autocracias típicas del mundo árabe. Hay encuestas que confirman que los palestinos prefieren vivir en sistemas democráticos y no en satrapías como las que sufren casi todas las sociedades árabes. Quienes creemos que es conveniente, en su momento, la creación de un verdadero estado palestino con todos los atributos de la soberanía, pensamos que la única garantía de que esa nueva nación prevalezca y prospere, es si surge dentro de las coordenadas de la democracia liberal y la economía de mercado, y con una clara vocación pacifista que se manifieste en el rechazo a cualquier asociación con organizaciones terroristas y con mantener un trato respetuoso y mutuamente satisfactorio con el vecino israelí. Finalmente, Israel posee numerosos programas de ayuda técnica diseñados para el Tercer Mundo, especialmente en el terreno de la agricultura y la medicina. Uno de los centros de atención más eficientes de cuantos actuaron en Haití tras el reciente terremoto fue un hospital de campaña enviado por Israel con su correspondiente dotación de médicos, técnicos sanitarios y medicinas. Israel no sólo quiere ayudar. Sabe cómo hacerlo. Ésa es otra de las razones por las que merece ser admirado y por las que nos favorece su existencia. Es conveniente no olvidarlo.