viernes, 29 de noviembre de 2013
Iosef y Janucá: lecciones para la supervivencia
Parasha MIKETS
BHN"V
En una época posterior asistiremos a la batalla de un puñado de Jashmonaim contra los
generales del imperio de aquellos días; batalla que acuñó, en nuestra plegaria y alabanza
por ese día, la frase: una guerra de “los pocos contra los numerosos”.
Pero no se trata sólo de cuestiones de número. La importancia del individuo o del grupo
-ya sea en el caso de Iosef o en el de los Macabeos- debe verse, necesariamente, desde
otro lugar.
El joven Iosef, presa de sus sueños e ideales, accede a tratar con dignatarios del Faraón
y con el monarca egipcio en persona, sin negar en momento alguno su origen, su creencia,
su verdad.
Cuando surgen los Macabeos en la arena de los hechos, lo hacen invocando el Nombre
de D’s y con una indeclinable negativa a reverenciar cualquier imagen pagana propuesta
por la maquinaria griega que, por entonces, dominaba el espacio de Judea.
Iosef, el justo, responde sin titubeos a sus interlocutores: “...bil’adái. HaElokim iaane et
shelom Paró”. Iosef le responde a un Faraón atormentado por sus sueños que “...Fuera
de mí está la cosa (la capacidad de descifrar sus sueños). Sólo el Todopoderoso, D’s,
habrá de responder por la paz del Faraón”.
Iosef sabe quién es él y Quien está con él, pero necesita ahora hacérselo saber al tirano
gobernador que, hasta entonces, pensaba que sabía todo. He aquí una confrontación
espiritual a la cual, tanto los griegos en su tiempo como el Faraón en el suyo, poco
importancia e imaginación prestaron.
Aquí vuelven a confluir Iosef y Janucá. De los actos y manifestaciones de ambos emergen
notas distintivas para celebrar: no claudicar cuando la verdad está de nuestro lado; no
hacer concesiones, de ninguna índole, cuando nuestra supervivencia espiritual -y no solo
física- está en juego.
Iosef y la familia Jashmonaíta no temen decir quiénes son y a Quien temen. Actúan con
dignidad, que también era un valor en aquellos tiempos. Uno, en tierras extrañas, los
otros, en su propia tierra, ambos ante un enemigo común: la enajenación, durísimo
proceso que corroe por dentro, que elimina la savia circulante en el tejido espiritual de
la nación hebrea en cualquier lugar.
El otro camino, el de la asimilación, es exterior. Cómo vestían los judíos en la época
griega poco importa hoy; cómo era el atuendo de Iosef sería importante para el Faraón,
pero no lo era para nuestro protagonista. En ambos casos, las primeras señales del
entorno provienen de lo que se ve y lo primero que se ve es lo que está por fuera.
Por eso Iosef permanece en su pureza. No renuncia a nada, a pesar del incipiente éxito
no será “famoso”. Cuando se dirijan a él, podrán reconocer en sus palabras al D’s de su
padre, de sus hermanos, de sí mismo. El Todopoderoso hablará “por intermedio de su
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Bereshit
boca” y el Faraón comprenderá, con mucho pesar tal vez, que ya no será suya la “última
palabra”. Tampoco la tendrán los griegos, que creían que sería fácil. Muchos judíos, en
esa época, adhirieron rápidamente al sistema. Para algunos, bastaba con compartir la
ideología; otros, más arriesgados, renunciaron a la Torá y sus principios prácticos, arrastrando
con ellos a sus familias y amigos. Y los hubo peores... No satisfechos con subvertir
el orden espiritual -el propio y el de los suyos- adoptaron su “identidad” griega
hasta en sus cuerpos: cubrieron su Berit Milá por medio de una cirugía estética.
Los Jashmonaim supieron decir basta. Hablaron delante de los generales griegos y se
opusieron a ellos, invocando el Nombre del Todopoderoso. Se “exiliaron” en su propia
tierra, yendo en dirección a las montañas. Fue allí que comenzó la batalla, la del cuerpo
pero, sobre todo, la del alma. Una batalla en la que se sufrieron pérdidas, no cabe duda,
pues no hay cuerpo indemne después de la guerra.
Ocurrió un milagro: al ingresar en Jersusalem, el aceite que encontraron en el recinto
del Templo tenía el sello del Sumo Sacerdote. La cantidad no alacanzaba, pero era aceite
puro. La pureza volvía a manifestarse como valor y como parte del derrotero del pueblo
judío: pureza en los objetivos, en las metas, en los medios; pureza que habla de
defender los ideales aun a costa de la vida misma; pureza, como la de Iosef y los Macabeos,
que brilló por “su presencia” en la historia. Durante Shabat y Janucá la evocamos.
El costo de la supervivencia física llegó a revalorarse en la sobrevida espiritual. Y es por
eso, tal vez, que hoy estamos aquí: “No es por la fuerza ni por el poder, sino por Mi
Espíritu”, aseveraron los profetas de Israel.
Muchas otras situaciones similares a las recién narradas contribuyeron a generar la fortaleza
espiritual de aquellos que, firmemente y sin dudar, expresaron, en nombre de
todo un pueblo, el fervor de una fe, el clamor de una creencia: “Éstos confían en carros
de guerra y aquéllos en caballos; pero nosotros nos acordaremos del Nombre del
Señor, nuestro D´s. Ellos están postrados y caídos, pero nosotros nos hemos levantado
y fortalecido”. (Libro de Salmos, Cap. 20: 8-9). Esto no es patrimonio tan sólo de la
historia Antigua porque hoy, nuevamente, Israel se enfrenta como iajid, como uno,
frente al consenso asesino y despiadado de naciones rabim, numerosas.
El espejo del recuerdo ofrece un hilo conductor, un esquema aparentemente simple
para explicar lo inexplicable: Iosef y Janucá, de la oscuridad del vasallaje a la luz de la
liberación.
Iosef y Janucá, dos historias que se unen para erigirnos como una nación y enseñarnos
que: “Aunque una espada filosa se cierna sobre tu cuello, nunca desesperes de la Compasión
Divina”.
Rab. Mordejai Maaravi
Rab. Oficial de la Olei