viernes, 22 de noviembre de 2013

“Shoah es una película sin fin

El País, España, por Elsa Fernández Santos Claude Lanzmann, en Sevilla, adonde acudió a presentar 'El último de los injustos’ Claude Lanzmann, a la izquierda, y Benjamin Murmelstein, en un fotograma de 'El último de los injustos' Claude Lanzmann, autor del gran documental del Holocausto, presenta en Sevilla un filme sobre el último dirigente del consejo judío del campo de Theresienstadt Cuando Benjamin Murmelstein murió en 1989, el gran rabino de Roma se negó a enterrarlo. El que había sido último dirigente del consejo judío del campo de Theresienstadt era un traidor a ojos de los suyos, marginado de una comunidad que receló de su papel al frente de un gueto que los nazis presentaron como “modélico”. La suya fue una de las primeras entrevistas que Claude Lanzmann realizó antes de adentrase en su monumental Shoah (para muchos el mejor documental de la historia del cine) pero el cineasta francés jamás incluyó en los 570 minutos del montaje final el testimonio de un hombre que durante la semana que se encontraron en Roma le había llegado a fascinar por su inteligencia, por su humor y por el crudo autorretrato que le brindó de su compleja figura. Casi tres décadas después del estreno de Shoah, de su brutal impacto en el conocimiento de la naturaleza humana, de su titánico esfuerzo, de su impagable hazaña para nombrar lo innombrable y salvarnos del olvido, llega El último de los injustos, más de tres horas de indagación en una personalidad fundamental para entender la perversión de la solución final nazi. El título de la película, recuerda Lanzmann, es del propio Murmelstein, quien citando la obra de André Schwarz-Bart El último de los justos se llamó a sí mismo “el último de los injustos”. “Un hombre extraordinario, probablemente el más inteligente que he conocido en mi vida”, afirma el cineasta de 87 años en Sevilla, donde el sábado recibirá el homenaje del festival de cine y donde se proyecta la película, que se estrenará el 10 de enero en España. Con traje oscuro y el Oso de Oro honorífico recibido en Berlín en la solapa, Lanzmann parece cansado. Se despereza lentamente con un vaso de Chivas en la mano. “Murmelstein no quería hablar conmigo pero me ayudó mi mujer de entonces, una judía alemana, que intercedió por mí para lograr la entrevista. Nada más vernos él percibió cierta simpatía pese a que mis preguntas nunca fueron complacientes. No podía dejar de plantarle cara pero me gustaba, me fascinó su enorme sabiduría, su cultura, era un rabino de Viena que sabía todo de las mitologías. Aprendí muchísimo de él”. Murmelstein tuvo durante siete años contacto directo con Adolf Eichmann. Pese a eso jamás se le convocó para declarar en el histórico juicio en el que Hannah Arendt describió al responsable directo de la organización de los campos de exterminio como un simple burócrata ejecutando órdenes y donde la pensadora acuñó el hoy manido concepto de la banalidad del mal. “Como usted se imagina la banalidad del mal me parece una soberana tontería. ¿Eichmann un banal burócrata? Era un antisemita fanático y demente. Y el juicio fue una farsa conducida por ignorantes, se confundieron lugares y hechos. Sé por propia experiencia lo dificilísimo que es hacer hablar a las víctimas y allí se confundió todo. Eichmann no podía ni testificar, lloraba todo el rato. Respeto algunos trabajos filosóficos de Arendt pero jamás podría estar de acuerdo con su teoría. Simplemente no entendió nada”. En la película, Murmelstein describe su trabajo frente a los nazis como el de una embaucadora Sherezade que evita a toda costa la muerte, pero sin traicionar a los suyos. También se define a sí mismo como un Sancho Panza, un antihéroe pragmático y calculador. Pero sin olvidar cómo logró que miles de judíos abandonasen Viena rumbo a Portugal y España. “Todos los que hacen algo con pasión tienen la sensación de ser unos elegidos”, dice el viejo rabino ante un Lanzmann que aún no había pasado por los estragos de un rodaje que lo secuestró durante años hasta llevarlo casi a la locura. En sus memorias, el cineasta cuenta cómo desde niño lo persiguen pesadillas sobre la guillotina, sobre cualquier pena de muerte. Su cuadro favorito es Los fusilamientos del tres de mayo de Goya (“todo se dice, todo se lee, en este cuadro genial”) porque representa ese círculo cerrado entre víctima y verdugo que tanto le obsesiona. Cineasta obstinado, hay algo bíblico en su figura, un blasfemo Ahab ante su particular ballena blanca, alguien que se la tiene jurada al tiempo y a la desmemoria. “Sinceramente pensé que jamás volvería a hacer una película después de Shoah, un filme épico con un único protagonista, la muerte. No me interesaba la vida en los guetos, no cabía en la construcción del filme. Así que entregué todo el material que tenía extra al Museo del Holocausto de Washington para que se conservase en un lugar seguro. Yo no tenía fuerzas para seguir. Sin embargo, hace unos años, decidí recuperarlo, de alguna forma Shoahes una película sin fin. Y Murmelstein merecía su propia historia, aunque en una película distinta, en muchos sentidos más perversa que Shoah”. Una perversión que condenó al rabino a morir desterrado de los suyos, atropellado “como un dinosaurio en una autopista” por todos. “¡Qué vergüenza! No había colaboradores en los consejos judíos, solo pobres desgraciados atrapados en una situación dramática. Pero ya ve, el Gran Rabino de Roma no quiso ni ofrecerle la oración de los muertos. Ellos son los verdaderos culpables, de buena gana les abofetearía”.