viernes, 30 de mayo de 2014

PARASHA SEMANAL

Sacando cuentas en el desierto

Sacando cuentas en el desierto
Parashah NASÓ y Shavuot
BHN”V
El cuarto libro de nuestra Torá nos invita a un recorrido particular en los hechos, los tiempos y sus contenidos. En cuanto a los tiempos, tan solo unos veinte días nos separaban de la tierra de promisión. ¡Veinte días nomás para alcanzar la libertad iniciada un año atrás! Pero no era poco tiempo, claro, dado que esos veinte días se transformaron en treinta y ocho años... Los hechos reflejan las dificultades que surgen cuando de personas, ideas y posiciones se trata.
En cuanto a los contenidos, nada más prolífico que un pueblo asistiendo a la Revelación de la Palabra de Su Creador -los Diez Mandamientos- e inaugurando un espacio de Santidad en medio del desierto: el Santuario Móvil o Mishcán, tema central en nuestra meditación semanal. La otra cara de la moneda espiritual nos mostrará, en cambio, los antagonismos, las contradicciones y las oposiciones: becerro de oro por aquí, lamentos por el agua y la comida por allá, ganas de volver a Egipto un poco más allá... Bemidbar es, en alguna medida, el libro de la vida del pueblo judío, de los relatos que hacen a esa vida. Al leerlo recorremos un poco de nuestras experiencias, nuestros proyectos, nuestros logros, todo aquello que tuvimos -o tenemos- a veces al alcance de la mano y que no siempre supimos, sabemos apreciar.
Bemidbar comienza hablando de individuos que han de ser tenidos en cuenta y, superando todo criterio de censo poblacional, estadístico, nuestra Torá propone un orden para considerarlos: “de acuerdo a sus familias, a sus casas paternas, a sus nombres”. La identidad es el primer ingrediente en el seno de un pueblo, es aquello que se da pero que también se asumeNo somos un pueblo por azar, aunque así nos vieron y nos querrían ver los que escriben la historia, los que dicen hacerla y quieren dictarla.
Ser judío es, ante todo, saber de dónde provengo; ese es el punto de partida y debe ser suficiente para analizar los tiempos, los hechos y los contenidos que hacen a mi vida. Sin ese conocimiento todo puede ser igual o, por el contrario, puede no llegar a ser nunca.
Referirse a una familia es identificar a los padres y tiene por resultado un nombre, es decir, mi propia identidad, reflejo de una pertenencia.
Ser judío no es una cuestión biológica, pues se nace pero es necesario hacerse, formarse, educarse, crecer, afirmarse en la cotidianeidad de los hechos, sus contenidos y, siempre, permitirse el tiempo para ello.
Cuando llegamos al presente libro, todo el camino parece ponerse frente a nuestro horizonte, tanto el individual como el colectivo. El desierto, ámbito donde se desarrolla Bemidbar precisamente, nos permite contornear la figura del pueblo judío en la extensión y la del hombre-familia en la intención.
Hay un orden, aún en las condiciones que todo desierto propone. Hay una meta, más allá de los años que tardemos en arribar a esa meta. Hay lugar para lo Sagrado cuando el individuo vence la limitación del espacio material y le brinda cabida en su interior al Eterno. “VeShajantí betojam”, afirmaba el Todopoderoso respecto del Mishcán: “Habitaré en medio de ellos...”
Ser judío es dar cabida a la Divinidad que habita en medio de uno, dentro de cada uno... En el transcurrir de nuestras vidas, ¿cuántas metas han sido pospuestas o resignadas?, ¿cuántos órdenes fueron violados en aras de superar obstáculos aparentes?, ¿cuántos caminos hemos trazados en arenas urbanas que ni siquiera lograron dejar alguna huella?
¿Intentamos abrirnos a lo sagrado, creando espacios espiritualmente probados para ello? ¿Y nuestras familias? ¿Y qué de nuestras casas paternas? ¿Será también necesario inquirir respecto a los nombres?
¿Qué tipo de orden creamos durante el recorrido por la vida? ¿Y qué aconteció, nos preguntamos, respecto a los límites temporales que nos impusimos en nuestros ansiados proyectos? ¿Concluyeron todos a su tiempo o, tal como en el desierto, ocurrió que algunos de ellos, previstos para tan solo “veinte días”, se transformaron en “cuarenta años”?
Ser judío es formular preguntas, últimas y primeras, e intentar respuestas. Por ello es que reivindicamos el contenido de este desierto, ingrato tal vez en los aspectos climáticos, pero enriquecedor en el aprendizaje de vivir, de capear temporales y en pulir a fondo los aspectos definitorios del carácter de una nación y del sentido común de sus integrantes.
Hay una verdad innegable: toda una generación quedará atrapada en sus cuestionamientos.
La “generación del desierto” parece cobrar realidad en cada generación, si se nos permite la redundancia. Parece que el galut, la diáspora, ha clonado la idea, el concepto y hasta los resultados. Todos los años el trabajo comunitario nos presenta a la nueva generación del desierto, lo que podría ser halagüeño y animarnos a pensar en un revival de buenas épocas...
El desierto también es dueño de espejismos, porque la generación del desierto es la que “deserta”, la que se propone -sin que se lo pidan- dejar su lugar al que viene, sin haber siquiera intentado quedarse con algún pedacito de ese desierto tan suyo. Hoy volvemos a encontrarnos, tras tanta caminata y una vez arribados a la meta -cincuenta y seis años del Tercer Estado Judío lo ameritan-, con aquellos que desean “morir en el desierto”, aquellos para quienes el tren de la oportunidad judía ha pasado ya e imaginan, a alguno de entre sus descendientes, reavivando el fuego no por ellos encendido, alguna mañana o noche. Ser judío no es dejar librado a la suerte aquello que necesariamente depende de mí y de nadie más que de mí.
Bemidbar presenta, como vemos, contrastes. Podemos no tener mucha experiencia personal directa en esto de los desiertos, pero los vimos en los blancos mapas que coloreábamos cuando chicos o adolescentes, o en cartografías de enciclopedias, o en películas y todos se parecen: solo arenas, tormentas, noches eternas y mediodías rigurosos, sed, hambre, soledad, muerte...
Para Israel, para nosotros todos, nuestro cuarto libro es todo desierto. No tiene un color definido, pero posee un orden. Contiene vidas. Se puede en él saciar la sed y no solo de agua; se puede en él satisfacer el hambre y no solo de alimentos materiales. En nuestro desierto la soledad no cabe pues todo un pueblo habita bajo la protección del Altísimo”, al decir del Tehilim 91 y, por tanto, no hay en él mortandad, sino etapas que se cumplen. Generaciones que van y vienen, y una Presencia, la del Todopoderoso en medio de un campamento que se habrá de movilizar o acampar, de acuerdo a lo que Él dictamine.
Ser judío en tiempos de Bemidbar es poder recibir el reconocimiento de D´s en vida, en la eternidad de los días. “He recordado en tu favor, la bondad de tus mocedades, el amor de tus esponsales; el caminar en pos de Mí, por el desierto, en una tierra jamás sembrada...”, declara el Profeta en nombre de D’s al pueblo judío.
Superar el desierto en nuestras vidas es darnos tiempo, proyectamos en hechos, saciarnos de contenidos. Arribamos a Bemidbar, que ha sido traducido como “Números”, pero que para nosotros es algo más que una simple cuenta. Sepamos por qué.
* * *

SHABUOT
Deteniéndonos en la estación de la eternidad
Arribamos al final de un tiempo que ha sido “tenido en cuenta”, de acuerdo a la tradición bíblica: el tiempo de la “Cuenta de Ómer”, período de siete semanas o cuarenta y nueve días contabilizados a partir de la segunda noche de Pesaj.
Es decir, hemos tendido un puente en el tiempo, compuesto con uno de los materiales más conocido por nosotros, a saber: un día, una semana, hasta arribar al tiempo total recién mencionado.
Sabemos, como personas, la dimensión de un día. Entendemos, como seres humanos, el transcurrir de los mismos, haciéndose semanas. Es hasta allí que nos pide llegar la tradición judía: no avanzar hacia meses, ni siquiera hacia años, porque ellos presentan una realidad a veces distante; otras, distinta.
Así es que llegamos a esta nueva celebración contando -como dijimos- noche tras noche, los días y semanas de Ómer. Tiempo que nos acerca a un lugar, nos eleva hacia una montaña, nos invita a prestar oídos y poner nuestro corazón al servicio de un instante único, irrepetible y, por sobre todo, trascendente. Shabuot, la fiesta de este tiempo transcurrido de días/semanas, nos regala un presente de manos del Creador: Su Torá, por medio de Su Palabra, traducida como los Diez Mandamientos.
Así es que llega el 6 de Siván, en el calendario hebreo. Cincuenta días, no más, desde aquella noche egipcia que puso fin a siglos de oscuridad en la existencia del pueblo judío. El camino por el desierto tenía un propósito, por cierto, dado que no sería el errar ni la perdición, el proyecto Divino. Eso dejémoslo a los historiadores, que no pueden avanzar más que sus propios registros y geografías, y confunden -como quien se extravía en las arenas del mediodía- el designio de lo Divino frente al especular humano.
La salida del Egipto faraónico tenía una meta: “Envía a Mi pueblo” era el grito de batalla elevado por MoshéPero allí no concluía el clamor; el versículo posee otro final: Veiaabduni, o sea “Para que Me sirvan a Mí”, hablaba el Todopoderoso por boca de su enviado.
“Servir a D’s” significaba abandonar por siempre la esclavitud egipcia para ingresar a otra suerte de servicio: a D’s... Tal como afirmaba el poeta y sabio judeoespañol, Rabí Iehuda haLevi: “El esclavo de esclavos, es esclavo por la eternidad; solo el que sirve a D’s es el hombre verdaderamente libre”.
La cima del Monte Sinaí, la más pequeña de las montañas, al decir de los sabios, sería el punto de partida. El Todopoderoso no requiere de grandes alturas para presentarse ante el hombre.
“Y esta te será la señal para ti”, había advertido entonces D’s a un incrédulo Moshé en los prolegómenos de su misión. “Al salir este pueblo de Egipto, Me servirán a Mí en esta montaña”. Moshé, entonces, permanecía impávido ante lo inexplicable. No comprendía, seguía absorto en su visión, escuchaba mas no entendía. Todo lo veía, pero aún debería entender. Por entonces su gran pregunta era: “¿Por qué la zarza -que ardía en fuego- no se terminaba de consumir?”
Estaba frente a ese arbusto pequeño, ardiendo en el fuego. Era el comienzo de su noble mandato de liberar a Israel y conducirlo hasta los pies de esa montaña; de abrevar a esa multitud con Palabras de vida, orden moral, sentido ético. Palabras de la Torá. Cincuenta días después de salir de Egipto, se acercaba el tiempo de Matán Torá.
Así es como Shabuot, la Fiesta de las Semanas, privilegia con su primer nombre el sentido mismo del Tiempo, sentido primero y excluyente para el esclavo liberado. Sin tiempo propio, sin el dominio de mi propio tiempo, toda imagen de liberación es solo una realidad virtual.
Salir de Egipto debe ser parte de la realidad. En cada generación, en cada época, a cada instante, el hombre debe verse a sí mismo como si él mismo estuviera saliendo de Mitsraim. Ejercicio físico, por un lado; dinámica espiritual, por el otro. Solo teniendo en cuenta al tiempo -dominio terrenal del hombre- es que se puede arribar a Shabuot = Torá, en nuestra ecuación.
“Y debes saber que no es verdaderamente libre sino aquel que se dedica al estudio de la Torá”, aseveraban los maestros de la Tradición Oral, en el Tratado de Avot.
Así es que llega Shabuot, sin privilegiar el paso del tiempo sino mi paso por el tiempo, lo que es sensiblemente diferente.
La tradición litúrgica, en el Ritual de Oraciones, nos sugiere un nombre más para la festividad: Zemán Matán Toratenu, es decir “Tiempo de Entrega de Nuestra Torá”.
Vuelve aquí también nuestro vínculo inclaudicable con el Tiempo, pero ya no solo con el nuestro: al tiempo terrenal, humano, se le suma otro, Celestial: el Divino. Ambos, ciertamente, no serán coincidentes. Al decir del rey David en sus Salmos: “Mil años son ante Ti como un día que ha pasado”. ¡Un día de D’s equivale a mil nuestros, en el pensamiento del monarca! Y ese Tiempo Celestial se asocia a una Entrega: la Torá, Celestial también ella. La tradición judía ancestral acuñó una frase:Torá min haShamim, que significa “la Torá proveniente de los Cielos”, adjudicándole su autoría al Creador. Así lo revela el propio texto bíblico, al referirse a las Primeras Tablas de la Ley: “Y las Tablas de Piedra eran y la Escritura, Escritura Divina, grabada sobre las piedras”.
Sin embargo, el nombre en la plegaria hace saber el destino: Matán, esto es Entrega; Toratenu, de Nuestra Torá. Una vez descendida de los Cielos -darían a entender los sabios- pertenecería al reino de lo terrenal, habitaría entre los hombres y habría que hacer para ella un recinto de Santidad: el hogar donde enseñarla.
Shabuot es tiempo de Entrega de la Torá. En el mes de Siván, tercero del calendario, a cincuenta días de la liberación de Egipto. Servir a D’s significaría, para esa nación de esclavos, escuchar -todos y cada uno de acuerdo a su potencia- lo primero, lo esencial, lo sublime: “Yo soy HaShem, Tu D’s, que te he liberado de la tierra de Egipto, de la casa de la esclavitud”.
Ante todo debo saber quién soy, de dónde provengo y la Torá lo deja bien claro desde un principio. El segundo paso es saber dónde me dirijo. La elocuencia del Sinaí, allí en medio de la Entrega de laTorá, no tarda en pronunciarse: “No tendrás otros dioses delante de Mí...”.
Haber dejado atrás la esclavitud, presupone el ejercicio de mi libertad física y, por sobre todo, espiritual, por eso es que mis pasos deben dirigirse hacia lo sublime, lo eterno. No hay posibilidad para la idolatría en el hombre libre, pareciera insinuar nuestra Torá. Y si hay lugar para la idolatría, entonces pensemos qué tipo de libertad hemos alcanzado.
Shabuot, la Fiesta de las Semanas, propone un saber: de dónde vengo, y un conocer: hacia dónde voy.
Es por ello que me habla de Matán, es decir Entrega de la Torá. No se menciona la recepción, no escuchamos en las fuentes aquello de un “Tiempo de Recibir Nuestra Torá”. ¿Por qué? nos preguntamos. Nuestros maestros, de bendita memoria, lo respondieron: la Sagrada Torá fue entregada una sola vez, no más. Se puede y debe recibirla todos los días, en todos los tiempos.
Esta idea, un principio de la cosmovisión rabínica referente a la Torá, su estudio y su asunción como cosa individual y colectiva, responde en parte a la pregunta de Moshé, en el mismísimo Monte Sinaí, que aún permanece formulada: “¿Por qué es que no se consume el arbusto?” El fuego que arde sin consumirse es como el alma de cada hombre.
Cuando ese hombre intenta alcanzar la dignidad, la gloria, la majestuosidad que le fue conferida desde que fue creado por el Creador, entonces se aviva el fuego, perdura
más allá de los límites establecidos y es entonces cuando, libre, se aproxima a escuchar la Palabra del Creador; es entonces cuando, libre, transita por los caminos de la Creación. Caminos que el rey Salomón, en sus Proverbios, definía cuando hablaba de Torá: “Sus caminos son caminos agradables y todas sus sendas conducen a la paz...”. Shabuot Matán Torá es una parada en el camino de lo moral y de la vida, para saber “de dónde provienes y hacia dónde te diriges”.
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Rab, Mordejai Maaravi. Rab. Oficial de la OLEI

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