Ya tenía los audífonos puestos y estaba a punto de subirme a la cinta para correr en el gimnasio cuando sentí un tirón en mi manga. Me di vuelta y vi a una mujer mayor con anteojos de sol y un bastón blanco parada delante de mí.
“¿Puedes ayudarme a subir a la máquina?” me preguntó. La ayudé a apoyar su bastón junto a la elíptica y sonrió cálidamente. “Una mujer tan dulce en este gimnasio” destacó. “Es tan agradable estar rodeada de gente tan encantadora todas las mañanas”.
La mujer tanteó en búsqueda de las manillas de la máquina y puso sus pies sobre los pedales. Luego me agradeció y dirigió su cara hacia adelante, moviéndose lenta pero firmemente. Me quedé mirando las hermosas hojas naranjas, rojas y amarillas que se acumulaban en los árboles y luego miré a mi alrededor, a las docenas de mujeres que hacían ejercicio. Me di cuenta que nunca antes las había advertido. Siempre estaba apurada para llegar al gimnasio y para irme de él, constantemente llegando tarde a algún lugar. Pero esta mujer ciega sí las había advertido. Ella había sentido los movimientos de las personas de una forma que yo no estoy acostumbrada; había escuchado bondad en voces que yo ni siquiera había oído, ya que siempre bloqueo todo sonido exterior con mi música.
Para la mayoría de los adictos, todos los demás son un estorbo.
Ella me recordó algo que había dicho un profesor al describir la soledad que sienten la mayoría de los adictos cuando el objeto de su adicción reemplaza sus relaciones sociales. “Para la mayoría de los adictos, todos los demás son un estorbo”. Cuando un adicto comienza su espiral descendente, las personas de su vida se convierten en un obstáculo. Comienzan a creer que conectarse con otros es una pérdida de tiempo. Las relaciones se “interponen en su camino”. El adicto viaja en descenso por su fútil camino con gran impaciencia, buscando gratificación instantánea y deseando que todo o todos los que se interponen en su camino desaparezcan.
Ese día volví a casa pensando en la afirmación del profesor, mientras mi coche avanzaba por la autopista. También pensé en ella mientras estaba en la cola del almacén, esperando eternamente. Y luego me di cuenta: no sólo los adictos ven a los demás como estorbos, sino que muchos de nosotros también lo hacemos.
Pero la mujer ciega del gimnasio no tenía este problema. Para ella, todo el mundo era una bendición y una mano a la que aferrarse. Y ese día, cuando me tocó estar en la cola del supermercado, traté de recordarme que debo intentar ver las cosas como las ve la mujer ciega.
Irónicamente, una cliente al principio de la cola estaba teniendo dificultad para abrir su cartera y, cuando finalmente logró abrirla, sus cupones se desparramaron por el piso. Toda la gente de la cola suspiró. Un muchacho que estaba hablando por teléfono dijo irónicamente y en un tono lo suficientemente alto como para que todos escucháramos: “Bárbaro, esto es justo lo que necesitaba”.
Un señor mayor que estaba parado frente al muchacho se dio vuelta y le preguntó: “¿A dónde tienes que ir tan apurado? ¿Qué es tan importante que no puedes esperar dos minutos más para que alguien recoja sus cupones? En lugar de quejarte, ¿por qué no la ayudas?”.
El hombre con el teléfono se quedó sorprendido por un momento y luego fue a ayudar a la mujer a levantar sus cupones, mientras todos los demás nos quedamos helados en nuestro lugar. “No entiendo a la gente de hoy en día”, dijo el hombre mayor meneando su cabeza. “Pareciera que nadie puede levantar la vista de su teléfono ni por un segundo, es como si todos los demás se interpusieran en su camino”.
Ese día, mientras acomodaba las compras en la cocina, pensé en otro hombre mayor que nos había enseñado a mi marido y a mí una lección similar cuando nos mudamos a Israel. Íbamos a comprar un sofá y estábamos apurados. Alguien nos había recomendado una tienda pequeña que tenía muebles de buena calidad. Me junté con mi marido en la tienda por la mañana, después de que él fue a rezar. Entramos a la tienda y el vendedor, un hombre mayor, nos saludó y se quedó observando la bolsa de tefilín de mi marido.
—¿Son tefilín?
Mi marido asintió.
—Mi abuelo se ponía tefilín, pero yo no me he puesto desde el bar mitzvá —dijo suspirando. Nos quedamos allí, sin saber qué decir. “¿Puedes mostrarnos los sofás de cuero blanco?” no parecía ser la pregunta indicada en ese momento.
—¿Quieres ponértelos ahora? —preguntó mi marido.
Los ojos del hombre se iluminaron. —Pero no sé qué decir, y tampoco tengokipá.
Entonces se le ocurrió algo: él tomó un pedazo de tela del escritorio y se lo puso sobre la cabeza.
—¡Enséñame lo que debo decir!
Mi marido le enseñó a ponerse los tefilín y le mostró dónde estaba el Shemáen el sidur. Yo estaba apurada porque iba a llegar tarde a una clase. Me olvidé del sofá y dejé a mi marido allí, enseñándole a rezar a un hombre con un pedazo de tela de sofá sobre su cabeza. Me quedé junto a la vidriera por un momento, viendo a mi marido buscar otra página en el sidur, y me di cuenta que casi habíamos perdido la oportunidad. Si le hubiéramos pedido ver los sofás… si mi marido no le hubiera ofrecido sus tefilín… si no hubiéramos sentido la especial alma del vendedor… si lo hubiésemos visto como alguien que se interponía en nuestro camino, que robaba nuestro tiempo, como un estorbo, entonces hubiéramos perdido una preciosa oportunidad de dar.
Espero volver a ver a la mujer ciega en el gimnasio. Me enseñó a ver y a escuchar, me enseñó a mirar alrededor y a extender mi mano y ofrecer ayuda antes de sumergirme en el ajetreado quehacer del día a día
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