miércoles, 15 de enero de 2014
Ariel Sharón, el último león de Judea
Fuente: The Tower- Traducido por El Med.io
12/1/14
Por Benjamin Kerstein
Yo soy Auda Abu Tayi. Llevo en mi cuerpo veintitrés heridas recibidas en batalla. He matado a setenta y cinco hombres con mis propias manos en combate. Destruyo e incendio las tiendas de mis enemigos. Me apodero de sus rebaños. Los turcos me pagan en oro. Pero soy pobre, porque yo soy un río para mi pueblo.
Anthony Quinn como Auda Abu Tayi en Lawrence de Arabia.
-Cuéntenos algo que la gente no sepa de usted.
-Me encantan las películas románticas.
Ariel Sharon, en una entrevista con Yair Lapid, figura de la televisión y actual ministro de Finanzas.
La muerte de Ariel Sharón -soldado, general, político y exprimer ministro de Israel- nos ha llegado, después de mucho tiempo. Los israelíes están dando su último adiós a uno de los líderes más enigmáticos, controvertidos y, en definitiva, amados, de su país.
El fin de Ariel Sharón es el fin simbólico de una generación; de una generación de hombres y mujeres que conocieron un mundo sin Estado judío, y que lucharon en el campo de batalla y en la arena política para establecerlo; que, con su servicio, recibieron el amor y el odio de muchos; y que, ahora, como deben, están abandonando rápidamente este mundo. Una generación de leones para un pueblo que, durante mucho tiempo, había sido de corderos.
Y, pese a todo, en muchos aspectos Sharón fue el más insólito de todos los líderes de Israel.
Durante la mayor parte de su carrera, Sharón pareció ser el arma contundente de Israel. Carecía del fervor de Ben Gurión, de la carismática elocuencia de Begin, del atractivo feminista de Golda y de la mente fría e incisiva de Rabin. Sharón representaba la fortaleza obstinada de un pueblo que se mantenía erguido, la fuerza imparable y el objeto inamovible; un hombre-oso, robusto y desaliñado, con un cuchillo entre los dientes.
Sin embargo, en sus últimos años, mientras llegaba al poder en medio de una de las mayores crisis de Israel, se convirtió en algo completamente diferente: en un anciano protector, un sabio jefe tribal, un abuelo sensato y sentimental, dispuesto una vez más a hacer duros sacrificios para proteger al pueblo judío.
El brusco guerrero se volvió protector, comprensivo, incluso adorable; y casi todos estuvieron de acuerdo en que, en los momentos de necesidad, no había nadie mejor a quien acudir.
La larga carrera de Sharón encarnó las contradicciones de su imagen pública. Durante toda su vida fue un héroe, un villano trágico y luego un héroe; elegible, inelegible, y elegible después; triunfante, derrotado, y triunfante al fin. Amado, vilipendiado, y vuelto a ser amado; dejó, en última instancia, un legado de conciliación dotada de fuerza, e inició una era de prosperidad y seguridad sin precedentes para el pueblo de Israel.
Se ganó todo ello en el transcurso de su vida. Ariel Sharón nació en 1928 en un moshav, de un padre taciturno y estoico, a quien nunca llegó a conocer realmente, como diría posteriormente. Luchó en la Guerra de la Independencia, y resultó gravemente herido en la famosa batalla de Latrun. Tras la guerra se convirtió en algo así como el “hombre de armas” del entonces primer ministro David ben Gurion; un soldado intrépido, impredecible y obstinado, que se preocupaba hondamente por sus hombres, pero que no siempre seguía las órdenes al pie de la letra. Fundó la famosa Unidad 101 de Israel, que combatió al terrorismo palestino durante los años 50 y que marcaría los estándares operativos para las legendarias unidades paracaidistas israelíes. A veces también resultaba ser un dolor de cabeza. Tras una misión especialmente violenta, Ben Gurión le preguntó cómo había ido la misión. “OK”, respondió el joven comando. “Demasiado OK”, replicó el primer ministro.
Esa combinación de destreza militar y de confianza en sí mismo que algunos consideraban insubordinación perseguiría a Sharón durante toda su vida. Pese a que no compartió el estatus de héroe del que gozaron generales como Dayan o Rabin tras la Guerra de los Seis Días (1967), emergió de la Guerra del Yom Kipur en 1973 como un héroe nacional y como feroz crítico del establishment político y militar. Las batallas de tanques que dirigió en el Sinaí -a veces excediendo las órdenes recibidas- se estudian hoy en día como obras maestras tácticas. Y fue él quien, con una venda en torno a la cabeza, vio un hueco entre dos ejércitos egipcios en el Sinaí, organizó una línea de tanques y pontones hasta el canal de Suez, lo cruzó y aisló a todo el Tercer Ejército egipcio, venciendo así, en efecto, en el frente egipcio. Éste es el mismo Sharón que, posteriormente, supervisaría la retirada israelí del Sinaí y el desmantelamiento de las comunidades judías construidas allí, a cambio de la paz con Egipto en virtud de los Acuerdos de Camp David.
Pero, tras la guerra de 1973, Sharón también vulneró el tabú de criticar al Ejército y a los dirigentes laboristas cuando denunció que su conducta durante los primeros días del conflicto había sido una vergüenza que hizo que se sacrificaran innecesariamente vidas y material. Otros, como Rabin -con quien Sharón mantuvo una amistad tensa, pero duradera-, salieron relativamente indemnes de los fallos cometidos durante la guerra, pero Sharón se quedó prácticamente solo como objeto de adoración. Durante un momento, fue querido casi por todo el mundo.
Es algo que no duró. Su entrada en la política tras su retiro de las Fuerzas de Defensa de Israel marcó el momento en el que se convirtió en una figura divisoria. Desde mediados de los 70, abandonó el dominante partido Laborista, ayudó a Menachem Begin a crear el Likud, lo abandonó y creó su propio partido, y volvió luego a unirse al Likud cuando las elecciones de 1977 acabaron con décadas de laborismo en el poder. Aquí fue cuando Sharón comenzó a emerger como una de las principales figuras políticas, convirtiéndose finalmente en ministro de Defensa y, en última instancia, situándose al frente de la Primera Guerra del Líbano.
Esa guerra resultó ser un punto de inflexión en la carrera de Sharón, al hacer añicos su autoridad y marginarlo a un páramo político. Como ministro de Defensa, fue el principal autor de la guerra y la fuerza que la guiaría, cuando el Estado judío trataba de asegurar su frontera norte frente al terrorismo. Pero, al llevar a cabo sus planes, se excedió en su autoridad y -según algunos- manipuló a Menachem Begin para que extendiera la guerra más allá de sus parámetros iniciales. Pero lo que supuso la perdición de Sharón fue la masacre de más de 800 palestinos en los campamentos de refugiados de Sabra y Chatila por parte de la Falange cristiana. La matanza fue obra de una milicia libanesa aliada con Israel, un espeluznante acto de venganza que definió la carnicería sectaria y vengativa de la guerra civil del Líbano. Una comisión nacional de investigación, encabezada por el presidente del Tribunal Supremo, Yitzhak Kahan, concluyó que Sharón debería haber sabido que era posible que se produjera una masacre y, por tanto, era responsable indirecto de ella. Fue expulsado sin miramientos de su puesto. Durante años, Sharón culpó de lo sucedido a Begin que, según creía, lo había arrojado a los proverbiales lobos.
Después de esto, durante casi dos décadas, Sharón fue relegado al páramo político. Despreciado por la comunidad internacional, considerado inelegible para un alto cargo por los israelíes de todo el espectro político, parecía estar acabado a todos los efectos: un torpe dinosaurio que ya no encajaba en el panorama moderno.
Y entonces llegaron los Acuerdos de Oslo, su desmoronamiento posterior, y la campaña de terrorismo palestino de la Segunda Intifada. En un principio se culpó a Sharón del inicio del derramamiento de sangre por su visita al Monte del Templo en el año 2000, pero hoy sabemos que Arafat llevaba mucho tiempo acumulando armas, entrenando a terroristas y buscando un pretexto para una campaña de asesinatos en masa. Tras rechazar la paz en Camp David y, posteriormente, en Taba, Arafat volvió a la violencia y la matanza como respuesta a la mano que tendía Israel y a sus generosas ofertas de paz. Para muchos israelíes quedó claro que, una vez más, la cúpula palestina había elegido deliberadamente la guerra frente a la paz.
De hecho, en general fue la Segunda Intifada la que rehizo a Sharón, y no Sharón quien hizo la intifada. Ante el “no” a la paz de Arafat y los horrores de una ola de atentados suicidas, e incapaces de detener los incesantes ataques terroristas bajo el Gobierno de Ehud Barak, los israelíes se volvieron a la autoridad más fiable en cuestiones de seguridad que conocían, y, en 2001, eligieron primer ministro a Sharón de forma abrumadora.
Fue otro punto de inflexión decisivo. Durante los seis años siguientes, Sharón se mostraría como un líder duro, pero también sorprendentemente moderado. Mostró poco de la naturaleza testaruda y partidaria de la línea dura que había marcado las primeras etapas de su carrera. Esperó algunos meses antes de lanzar la operación Escudo Defensivo en abril de 2002, mientras mantenía cuidadosamente la alianza con Estados Unidos y la unidad nacional israelí. Mostró una destreza en el manejo de las tácticas políticas no menos impresionante que la demostrada como líder militar. En última instancia, rompió con su propio partido para fundar el Kadima y así poder efectuar la retirada de los asentamientos en Gaza, que él había ayudado a construir.
También se convirtió, por segunda vez en su carrera, en una figura de consenso. Tras los fracasos de Oslo y de la Segunda Intifada, por una parte, y la pérdida de atractivo del movimiento de los colonos tras el asesinato de Rabin, por otra, los israelíes habían empezado a abandonar los extremismos y a buscar un líder de confianza en medio del mapa político; el nuevo partido de Sharón encajaba perfectamente. Para muchos israelíes se estaba volviendo reconfortante y paternal; un abuelo-patriarca cuya única preocupación era la protección de su clan; un anciano que había sufrido terribles tragedias (la muerte de un hijo y, posteriormente, de su esposa), las cuales había soportado con tranquilo estoicismo; una reliquia, en muchos aspectos, del viejo Israel moshavnik que, de algún modo, había sobrevivido en el nuevo. Y, de hecho, como el hombre que, una vez más, estaba al frente, Sharón es digno de crédito por vencer a la Segunda Intifada, por controlar el terrorismo y por conceder a los israelíes un sentido de estabilidad y seguridad como ningún otro líder había logrado desde Ben Gurión.
Naturalmente, Sharón fue también ampliamente criticado durante toda su vida, a menudo duramente. De hecho, pocos políticos contemporáneos han sido atacado tan ferozmente por tanta gente. El oprobio que se le dirigía a veces era justo, pero con la misma frecuencia estaba basado en mentiras, y destacaba por destilar veneno, a veces rayano en lo desquiciado.
El odio procedía tanto de dentro como de fuera de Israel. Desde luego, la izquierda israelí lo despreció a menudo, y desde bien temprano. Para ellos era una pesadilla política y estética: patrón de los asentamientos que el partido Laborista había iniciado, traidor al establishment laborista del que antaño fuera parte integrante, propietario de tierras y capitalista, y partidario de la fuerza militar, parecía la personificación del nuevo Israel postutópico, menos centrado en el sueño kibbutznik colectivista, y más anclado en la supervivencia del Estado judío en el moderno Oriente Medio. Incluso su enorme contorno parecía señalar a un hombre de vastos y vulgares apetitos, indiferente a las ideas de austeridad e igualdad que habían definido los primeros años de Israel. Sólo al final de su carrera, cuando su imagen más moderada y su mansa retirada de Gaza obligaron a reconsiderar las cosas, cesó la ira.
En la escena internacional ésta nunca se calmó. Le odiaban, libre y abiertamente, y aún lo hacen. De hecho, era un tótem, una imagen, un símbolo del Israel al que los poderes políticos y mediáticos de Europa y América se sentían con derecho a demonizar. Y, en efecto, para ellos Sharón era poco menos que el demonio: un belicista, un criminal de guerra, un matón, un asesino de masas y, según una viñeta de un racismo sin límites publicada en el Independent británico, un devorador de bebés. Los injuriosos ataques, a menudo antisemitas, tenían pocos límites.
Pero eso también formaba parte de su atractivo para los votantes israelíes. De hecho, Sharón parecía ser, a veces, el muro de Israel, que, por su país, absorbía el odio de todo el mundo; lo soportaba todo sin quejarse, y señalaba sólo que lo que más temía era el sinat hinam, el “odio infundado” que, según los Sabios, destruyó el Segundo Templo. “Todo el mundo está en nuestra contra”, dicen a menudo los israelíes, y no pudieron evitar darse cuenta de que estaba más en contra de Sharón que de nadie. Era odiado, en efecto, en nombre de todos nosotros.
Sin embargo, en estos momentos resulta difícil pensar en algo que no sea en la oportunidad perdida que representa su muerte. Cuando tuvo el ataque, a comienzos de 2006, Sharón iba camino de lograr otra avasalladora victoria como líder de su partido, el Kadima. Ya había llevado a cabo la retirada de Gaza, y había indicios de que se estaba preparando otra retirada de partes de la Margen Occidental. Se había deshecho de los elementos del Likud de extrema derecha y favorables a los asentamientos, y su enorme apoyo electoral le garantizaba estar en deuda con muy pocos.
Resulta doloroso considerar lo que podría haber logrado si hubiera seguido entre nosotros. Bien podría haber completado la reestructuración política que comenzó con su elección, y podría haber forjado un nuevo consenso para la clase de potentes partidos centristas que los israelíes llevan intentando crear, sin éxito, desde hace mucho tiempo. Pareció entonces que Sharón era, verdaderamente, el De Gaulle israelí, y que podría estar avecinándose algo parecido al movimiento gaullista de ese otro viejo general, una síntesis de los mejores elementos de la derecha y de la izquierda. Pero no iba a ser así.
El primer ministro Benjamín Netanyahu está seguro en su puesto, pero no cuenta con nada parecido al consenso del que gozó Sharón. Se ha superado la vieja fractura entre izquierda y derecha, sí, pero Israel sigue estando dividido en bandos políticos e ideológicos. De hecho, con el fallecimiento de Sharón parece que la política israelí no es que se haya vuelto a dividir, sino que se ha hecho mil pedazos.
Puede que todo esto no sean más que meras ilusiones. Puede que, incluso si Sharón no hubiera sufrido el ataque, las divisiones y los desacuerdos tanto en la sociedad israelí como en la palestina hubieran resultado ser demasiado difíciles de superar como para producir una paz duradera. Pero, mientras el hombre, después de tanto tiempo, se apaga, uno no tiene más remedio que recordar los ocho años que pasó en un estado insondable, aferrándose a la vida y, quizá, incluso a un fragmento de consciencia.
Si Arik Sharón era algo, es fuerte y un superviviente; en ese sentido fue, de hecho, la personificación de su pueblo: nuestra obstinada insistencia; nuestra capacidad de aguante, aparentemente infinita; la fuerza que podemos encontrar en nuestro interior incluso ante enemigos aparentemente mucho más grandes y fuertes que nosotros.
El poeta griego Píndaro escribió: “El hombre no es más que el sueño de una sombra”. Sí, Ariel Sharón proyecta una larga sombra, e Israel vivirá muchos años bajo ella, soñando con lo que podría haber sido y con lo que aún puede ser.