domingo, 1 de noviembre de 2015

La paz rechazada: un ‘blueprint’


Banderas de Palestina e Israel.
En 2017 se cumplirán 80 años de rechazo árabe y palestino a un Estado palestino. El primer rechazo sucedió en la ONU, en noviembre de 1947, cuando este organismo recién fundado votó por mayoría a favor de la división del Mandato Británico en Palestina en dos Estados para dos pueblos: el primer Estado judío en 2000 años y un nuevo Estado árabe (por entonces no existía la expresión Estado palestino). La respuesta árabe, también de los que habitaban en el Mandato, fue atacar a sus vecinos judíos. En 1948, con la declaración de independencia, el primer ministro israelí Ben Gurión ofreció nuevamente a los árabes su Estado, aceptando la administración internacional de Jerusalem con acceso libre a todos los cultos. La respuesta árabe fue el intento de exterminio del Israel recién creado. Hasta 1956, el terrorismo árabe asesinó a mil judíos dentro de las fronteras del Estado de Israel, sobre una población de no más de dos millones de judíos, sin que existiera ningún conflicto territorial, excepto la propia existencia de Israel.
En 1956, Israel conquistó por unos meses la Franja de Gaza, como modo de represalia contra el terrorismo, pero la abandonó por completo a cambio de una promesa de paz y seguridad de la ONU. En 1967 el dictador egipcio Naser ordenó a la ONU retirarse del Sinaí y cesar en su rol de fuerza de separación, de seguridad y de paz, y los cascos azules de la ONU sencillamente le obedecieron. Egipto, Siria y Jordania separaron a Israel del resto del mundo por medio de un bloqueo militar, y se dispusieron, una vez más, a aniquilarlo; en sus propias palabras, se trataba de echar a los judíos al mar. Israel venció en esa guerra, liberó Jerusalem, conquistó de manos egipcias la Franja de Gaza y Cirsjordania de manos jordanas; también los Altos del Golán, desde donde disparaban los criminales sirios. Pero, a la semana de haber ganado la guerra, Israel ofreció la devolución de todos los territorios excepto el Kotel (Muro de los Lamentos), y la aceptación del Estado palestino, a cambio de paz. La respuesta árabe y palestina fue el rechazo a la paz y a la existencia de Israel.
En 1973 Siria, Egipto y la OLP de Yaser Arafat intentaron una vez más destruir Israel; lograron matar a más de tres mil soldados judíos, de una población total de no mucho más que tres millones de israelíes, con alrededor de 800.000 árabes. Israel hizo la paz con Egipto en 1977, reintegrándole todos los territorios conquistados en el 67, pero Sadat se negó a recibir la Franja de Gaza, y ni Sadat ni Husein de Jordania aceptaron la propuesta israelí: un Estado palestino bajo tutela de esos dos países. Los propios palestinos tampoco reclamaban un Estado propio: sólo la destrucción de Israel.
Recién con la Intifada de 1987, por primera vez algunos líderes palestinos hablaron, pero sin demasiada claridad, de un Estado palestino separado de Israel, en lugar de en reemplazo de Israel. Pero esta propuesta ni siquiera alcanzó el rango de hipótesis por parte de la representación palestina en las primeras negociaciones de paz para todo el Medio Oriente, celebradas en Madrid en 1991.
A partir de 1993, Rabin y Peres ofrecieron nuevamente un Estado palestino, pero el grupo terrorista palestino Hamás lanzó la peor ola de ataques terroristas que hubiera conocido el Estado de Israel. En 1995 un terrorista judío asesinó al primer ministro Itzak Rabin, y todo hacía prever que, como reacción, Peres ganaría las siguientes elecciones, con su propuesta de un Estado palestino, así lo marcaban todas las encuestas. Pero otra ráfaga de ataques suicidas palestinos contra colectivos israelíes otorgó las elecciones al líder del Likud, Benjamín Netanyahu. No obstante, Netanyahu respetó el tratado de Oslo, y no sólo no reconquistó ningún territorio, sino que mantuvo la retirada del Ejército de Israel de territorios habitados por mayoría palestina, como una política de Estado. La única respuesta palestina fue el terrorismo.
En 2001 el primer ministro Ehud Barak ofreció al líder palestino Yaser Arafat todo lo que reclamaba, incluyendo sectores de Jerusalem y dejando un 10 por ciento para negociar como intercambio territorial según demografía. La respuesta palestina fue la segunda Intifada, que consistió en ataques suicidas peores que los de 1995.
En 2005 el primer ministro Ariel Sharón sacó hasta el último judío de la Franja de Gaza y la dejó totalmente en manos palestinas. La respuesta palestina fue atacar Israel desde Gaza. Su sucesor, Ehud Olmert, ofreció un acuerdo aún más abarcativo que el de su tocayo Barak. La respuesta palestina fue el rechazo.
Frente a esta nueva ola de terrorismo zombi, ataques indiscriminados con cuchillos, destornilladores, automóviles y piedras contra civiles, niños y mujeres indefensos, pareciera que la estrategia israelí de separación unilateral de los palestinos sería la menos mala. Decidir cuál es el territorio de Israel, separarse todo lo posible de esa sociedad dirigida por criminales patológicos y resguardar a la única democracia de Medio Oriente dentro de unas fronteras defendibles.
La voluntad exterminadora de la dirigencia y los militantes palestinos está claramente evidenciada. Pero, no obstante, a Israel le resta un problema no menos grave: ¿cómo convivir con dos millones de civiles palestinos en Gaza y Cisjordania, más un millón y medio de ciudadanos árabes israelíes dentro del propio territorio de Israel, con una población de alrededor de 7 millones de judíos? No existen, hoy, soluciones determinantes y duraderas. Pero podría existir un modo de administrar el conflicto para que sea menos trágico. La estrategia de mantener Cisjordania como medida defensiva no está funcionando: no porque el terreno no sea estratégicamente significativo, sino porque allí viven dos millones de palestinos. Para Israel, tanto el territorio como sus habitantes flotan en un limbo legal. Israel no eligió la situación, pero puede optar por modificarla. Quiero proponer un par de pasos de laboratorio al respecto.
El arco político israelí debería decidir cuáles son las fronteras de Israel. Desde el Likud hasta Meretz, incluyendo a los habitantes judíos de Cisjordania, deberían reunirse en un foro, como protagonistas –junto con especialistas defensores de Israel de todo el mundo, como asesores–, para determinar cuáles son las líneas rojas de Israel, las fronteras inamovibles. Luego, definir temporalmente cuáles serían las atribuciones de un Estado palestino, cuáles las líneas rojas de conducta palestina. Por ejemplo, si Israel considera casus belli que los palestinos inviten al Ejército de Irán a custodiar sus fronteras, que acumulen tropas y armamento en la frontera con Israel, etc. Definir el modo de convivencia entre los dos Estados. Por lo menos por veinte años, debería existir una separación rigurosa entre el Estado palestino y el Estado de Israel, y los habitantes de uno y de otro deberían tener severamente limitado el traspaso de fronteras, pudiendo los palestinos viajar al exterior por la frontera con Egipto o con Jordania. No debería haber afluencia de trabajadores del Estado palestino al Estado de Israel, por la seguridad de ambos pueblos.
El swap territorial debería darse de tal modo que, sin intercambio poblacional, una amplia y perdurable mayoría judía esté garantizada dentro de todo el territorio del Estado de Israel.
No creo bajo ningún concepto que este blueprint traiga como consecuencia la paz, ya que la dirigencia palestina continuará intentado destruir el Estado de Israel, igual y con los mismos métodos que el muftí de Jerusalem desde 1947. Pero no necesariamente la acumulación de territorio garantiza una mejor defensa. Israel podrá defenderse mejor, militar y políticamente, si renuncia a partes del territorio a cambio de una mejor posición estratégica, nacional e internacional. No creo que pueda ser peor que la situación desde el 87 a la actualidad.

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