jueves, 5 de marzo de 2009

SUFRIMIENTO DE LOS JUDIOS FUERA DE SU PATRIA: ISRAEL

No hay nada más desérticamente terrible para el Pueblo de Israel, que quedarse en el desierto de la asimilación, porque allí será su sepultura. D´s sacó a su pueblo de la esclavitud de Egipto, con riquezas incontables. Les liberó y les dotó de medios para hacerles una gran nación. Les añadió riquezas y los llevó a la Tierra Prometida para conquistarla, pero antes pasaron por un desierto, del cual una generación hizo su cementerio. Entre la esclavitud y la llegada a la Tierra Prometida, siempre hay un desierto, por el cual tenemos ineludiblemente que pasar. El desierto de la duda, del temor y la parte más árida dentro de la aridez del desierto, la zona de la asimilación.
Tenemos que aprender de la historia, pero sin duda alguna de donde tenemos que aprender es de la Escritura. Algunos siendo judíos de nacimiento trivializan la Torá, dudando de su contenido y asemejándola a la literatura de invención humana. Otros participan de las “ciencias ocultas” expresamente vetadas en sus múltiples manifestaciones, al Pueblo de D`s Israel. Con todo ello están demostrando que aunque sean parte del Pueblo de Israel, y hubieren salido de la esclavitud, aun están en el desierto. Sin duda están en las arenas movedizas de la asimilación, las cuales absorben lentamente, pero de forma inexorable conduciendo a una muerte segura. La asimilación corre en dirección contraria a la “Aliá”. Se aleja de la Tierra Prometida, de su Torá y se lleva las riquezas para que se pudran en tierra inmunda, donde solo beneficiará a los enemigos de Israel. Cuando salimos de la esclavitud D`s nos hace abundar en buenos tesoros, tanto materiales como espirituales. Israel salió de la esclavitud con un poderoso bagaje de fe, viendo con sus propios ojos las maravillas que hizo el Todopoderoso. Salió rico en fe y en oro, pero también saturado de los ajos y las cebollas de la asimilación. Israel en idéntica analogía a su predecesora y asimilada esposa de Lot, miró hacia atrás y se quedó paralizada, en efímera estatua de sal. La asimilación nos hace mirar atrás, para ver lo que dejamos y nos paraliza. Nos hace saborear el pasado, en avinagrada ensalada de ajos y cebollas y nos hace perder la orientación espiritual, quedándonos en el desierto de al asimilación hasta que morimos. Dando vueltas y vueltas a la pagana conciencia de la asimilación, dejamos de alimentar nuestra vida con el maná del cielo y preferimos el pan duro y corrompido de la asimilación.
La tierra de la moderna nación de Israel, fue en parte comprada y a la vez conquistada. La tierra se compra o se conquista o las dos cosas a la vez. Israel pagó dos veces por su tierra, con dinero y con su propia sangre. Generación tras generación el Pueblo de D`s ha conquistado y luchado por su propia tierra a un precio mucho más valioso que el oro o las piedras preciosas, ha pagado con la sangre de sus hijos e hijas. Ha pagado con la sangre de sus padres y de sus madres, de sus abuelos y sus nietos. El valor de la tierra lo pone la sangre derramada sobre ella, por eso a Eretz- Israel, es tan valiosa. Solo los que salieron de la esclavitud y pasando por el desierto de la asimilación y lo dejaron atrás, conquistarán la Tierra Prometida, con sus abundantes bendiciones.
Muchos judíos siguen en el desierto de la asimilación, hundiéndose poco a poco en sus movedizas arenas, dejando al final de sus días, las riquezas generadas con sudor y lágrimas, a los “egipcios” que los esclavizaron, vituperaron y que cuando quisieron los asesinaron. El proceso de retornar a la Tierra Prometida, requiere además de buenas palabras de apoyo a Israel y sus causas, acciones claras y decisiones firmes que permitan a nuestras riquezas también hacer “Aliá”. Una de las muchas promesas proféticas de la Escritura enseña, que un día y con el preceptivo juicio, las riquezas de las naciones, volverán a Eretz-Israel. Recordemos que los judíos fueron echados de Sefarad y les expropiaron sus posesiones, se las mal pagaron o simplemente se las robaron. La historia no deja de repetirse, por tanto antes que esto mismo pase en algunos países, hagamos “Aliá” por propia voluntad y sembremos en la buena tierra de Israel.
La profética “Aliá de las Riquezas”, forma parte del pago que las naciones tendrán que devolver a Israel, por los siglos de esclavitud, desprecio, opresión, violencia, aniquilación y la más moderna forma de esclavitud que es vivir bajo el antisemitismo, al que está siendo sometido el Pueblo de Israel, disperso por el mundo entero. Tanto en Eretz-Israel como en medio de las naciones, los judíos tienen que luchar contra la asimilación a que sus opresores les tienen sometidos. Para los que han perdido la herencia de fe que les trasmitieron sus padres, será especialmente difícil liberarse. Seguirán dando vueltas en el desierto de la asimilación, acumulando riquezas que sus enemigos codician y desean retener. Cuando no hacemos “Aliá” ni dejamos hacer “Aliá” a nuestras riquezas, estamos alimentando el monstruo de la asimilación y del antisemitismo. Si queremos ajos y cebollas, plantémosla en Eretz-Israel y comamos allí de los frutos bendecidos, en tierra bendecida. Nuestras riquezas deben producir bendición y prosperidad a nuestra bendita tierra, sobre la cual la divina bendición fue puesta, tierra que produce leche y miel, ajos, cebollas y una variadísima clase de frutos.
La palabra profética se cumple y se cumplirá. Ahora es tiempo de hacer “Aliá” no dejando las riquezas en manos de los opresores que tanto desean nuestro exterminio. Permítanme citar la Escritura donde se nos dice: Alza tus ojos alrededor y mira: todos estos se han juntado, vienen hacia ti. Tus hijos vendrán de lejos y a tus hijas las traerán en brazos.  Entonces lo verás y resplandecerás. Se maravillará y ensanchará tu corazón porque se habrá vuelto a ti la abundancia del mar y las riquezas de las naciones habrán llegado hasta ti. (Isaías 60.4-5). Los Hijos de Israel deben salir de las naciones, con la abundancia que generó su esfuerzo y sembrar en la única tierra que está bendecida de forma explícita por D`s.por José I. Rodríguez

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