viernes, 17 de enero de 2014

Irán: no chatee con desconocidos

Fuente: El Med.io 16/1/14 Por Ricardo Ruiz de la Serna Si está usted en Irán y quiere trabar contacto con un desconocido del sexo opuesto a través de un chat, el Líder Supremo de la Revolución tiene un mensaje que darle: está prohibido. Acceder a Facebook, Twitter y otras redes sociales está prohibido. Es verdad que alrededor de cuatro millones de iraníes utilizan servidores proxy y VPN para sortear los filtros, pero están cometiendo una ilegalidad y pueden tener problemas. Si ejercen el periodismo, la cosa puede ponerse muy seria. Si son homosexuales, mejor ni pensarlo. Definitivamente, debería usted prescindir de cierta tecnología si viaja a Irán. Hace algo más de seis meses, el Dr. Hasán Ruhaní ganó las elecciones presidenciales en Irán y se convirtió en el séptimo presidente de la República Islámica. Entre sus promesas electorales estaba la apertura del país a las redes sociales, prohibidas desde las protestas de 2009 que desafiaron la victoria de Mahmud Ahmadineyad. Ruhaní debe su victoria a los sectores más moderados y modernos de los votantes urbanos, es decir, esas personas que tienen la formación y los recursos para utilizar Facebook, Twitter, Instagram y WeChat, entre otras. Esta promesa la repite cada cierto tiempo todo el Gobierno. Uno de los más entusiastas es el ministro de Cultura y Orientación Islámica, Alí Janati, que ha reconocido públicamente que utiliza Facebook desde antes de su nombramiento. Lo ha entendido bien: el ministro responsable de la censura utiliza una red cuyo acceso está prohibido por ley, lo reconoce y promete que los demás podrán hacerlo en el futuro a pesar de que sabe que ya lo hacen pero de forma clandestina. Bienvenido a Irán. En realidad, el sector más progresista de la sociedad iraní votó a Ruhaní por cosas como ésta. Ahmadineyad venía sufriendo el descrédito de su populismo, su agresividad y su retórica antioccidental, que llevaban al país a un callejón sin salida. Los derrotados de 2009 fueron los vencedores de 2013… O al menos eso dicen. La verdad es que el asunto es más complicado. Por una parte, hay una reticencia de las autoridades religiosas porque las redes sociales implican el desarrollo de relaciones que pueden escapar al control del poder. Sin duda, pueden vigilarse y, hasta cierto punto, reprimirse, pero el control es algo más difícil. Además, los primeros que cuestionan las objeciones religiosas son los altos cargos del régimen que utilizan las redes sociales –como Janati–, que han merecido el reproche de Abdol Samad Jorramabadi, secretario del comité que identifica el contenido ilegal en la red. Sin embargo, esta resistencia –de hecho– es más aparente que real. Deslegitima el acceso y formaliza la prohibición, sin duda, pero sería insuficiente si no se diesen otras circunstancias. En efecto, el aparato del régimen teme el poder de las redes sociales como canales para el suministro de información útil para la inteligencia. Los servicios secretos iraníes están preparados para el control de flujos de información en los que una fuente envía un mensaje a muchos receptores que no interactúan entre sí o lo hacen poco; por ejemplo, los grupos de noticias, las listas de correo electrónico o las cadenas de email. Sin embargo, resuelta más difícil vigilar –y desde luego controlar– canales donde emisores y receptores interactúan enviando y recibiendo mensajes de distintas formas, casi simultáneamente y con la posibilidad de almacenar y tratar la información producida para ponerla a disposición de todos. Piensen en el intercambio simultáneo de entradas y mensajes directos de Twitter, en las videoconferencias a través de Facebook, en las entrevistas a través de Skype, que después se cuelgan en blogs, cuyas entradas se publican a la vez en Facebook con enlaces a fotos en Instagram y comentarios en WeChat. El infierno de cualquier censor. Samad Jorramabadi ha afirmado que Facebook es una “web de espionaje sionista”. El coronel Masud Zahedian, que está a cargo de la Policía Moral –sí, esto existe–, ha advertido de la presencia de la Policía en las redes. El recuerdo de las movilizaciones de 2009 está presente, junto con el miedo a que la información distribuida por los internautas y usuarios de las redes suministre materiales a los servicios de inteligencia occidentales. En el pasado –en los años más duros de Ahmadineyad– el rastro digital delató a los opositores que accedían desde sus casas. Poco a poco el control sobre los cibercafés y otros lugares de acceso colectivo a la red se complementó con la infiltración en comunidades de usuarios, blogueros, etc. La represión se centró especialmente en los periodistas y activistas digitales. Más de trescientos fueron detenidos y torturados durante ese periodo. Hoy hay aproximadamente 50 encarcelados, y se ha detenido a diez más desde que Ruhaní llegó al poder. Las acusaciones de espionaje y de atentado contra la seguridad del Estado son habituales. Sin embargo, la tecnología y el clima político están propiciando un cambio, al menos en apariencia. Algunas cosas han cambiado desde 2009. Hoy los dispositivos soportan mejores aplicaciones y conexiones a internet más veloces. El conocimiento tecnológico de los jóvenes –especialmente en la clase media urbana– mejora constantemente. Las habilidades se han perfeccionado. El sistema simplemente censor está abocado al fracaso, salvo que vaya unido a la violencia extrema del periodo anterior, y es muy improbable que eso ocurra. Por supuesto, cabe recurrir a otros intentos de neutralizar la actividad en las redes. Algunos de ellos se están ensayando ya en otros países. El ruido, la confusión, la saturación de información dificultan el activismo y la movilización social. Ahora bien, eso es solo parte del problema. Quienes salieron a las calles en 2009 son los que apoyan a Ruhaní. El peligro inmediato no son las protestas callejeras sino la pérdida del control de la información que circula. Es difícil valorar con precisión la magnitud de este problema para el régimen. Por lo pronto, tenga cuidado si chatea con desconocidos en Irán. Podría estar cometiendo un delito.