Equipo palestino de Chile con su emblemática casaca, el mapa reemplaza al número uno
Probablemente haya más gente que tiene opinión formada sobre el conflicto en el Oriente Medio, que gente que tiene opinión formada sobre todos los otros conflictos que hay en el mundo, combinados.
Las causas de esta prodigalidad de opinantes, y las del alto interés y pasión que despierta ese tema, fueron abordadas frecuentemente durante los doce años que lleva esta columna.
Las diferencias de opinión abarcan todos los tiempos verbales: versan tanto sobre la interpretación de la historia regional, como sobre el diagnóstico de la situación actual y las consecuentes propuestas de solución.
Sobre varias aristas hay criterios contrapuestos: si acaso debería dividirse nuevamente la tierra del otrora Mandato Británico de Palestina; cuán grande debería ser el propuesto Estado árabe palestino, y también detalles sobre fronteras, recursos, injusticias y opresiones. Abundan las citas para fundamentar a los que claman por liberación y a los que quieren defenderse; hay conferencias, artículos, libros, miles de cada categoría, al servicio de los que quieren paz y de los que ambicionan independencia, dependencia, violencia o complacencia. De entre el monumental amasijo de ideas y contraideas, furores y sabihondeces, existe una línea divisoria de la que se desprende, con claridad refulgente, la rivalidad seminal.
Hay en efecto una infraestructura en el conflicto, que no es de clases ni de disputas religiosas. Es el contraste entre, de un lado, quienes opinamos que «la causa palestina» aspira a suprimir todo rastro de soberanía judía y, del otro, quienes sostienen que dicha causa tiene por objetivo ayudar al pueblo árabe palestino, ya sea por medio de la creación de un Estado propio o de reclamar por sus derechos.
Quienes nos hallamos en el primer grupo consideramos que no tiene ninguna importancia cuán grande sea el territorio propuesto para un Estado palestino y cuán pequeño resulte el de Israel, ni será relevante cuántos derechos se les reconozca u otorgue a los palestinos, porque OMPEDE: «Opinamos que el Movimiento Palestino Empuja a la Destrucción del Estado judío».
Por ello, para nosotros los ompedistas, aun si Israel se retirara de todos los territorios de 1967, y de los de 1949, y también de la ciudad de Jerusalén enterita, con todos sus barrios al Oriente y al Occidente de las líneas de armisticio, y evacuara todo, todo, todo, e incluso si el Estado judío terminara reduciéndose a un pequeño «Vaticano» que ocupara apenas la Sinagoga de Belz, aun en este caso, prevemos que «la causa palestina» lo rechazaría y seguiría insistiendo en que la mentada sinagoga es una molestia que oprime a los árabes.
Los medios europeos se harían eco del grito justiciero, y alertarían una y otra vez sobre cuán magros son los salarios que la Sinagoga de Belz abona al personal de limpieza (presumiblemente árabes que buscan trabajo porque no lo encuentran en países árabes, o inmigrantes ilegales del África).
Dichos medios generarían un clima general de despecho contra la Sinagoga de Belz entre la población general; las Naciones Unidas votarían que no existe mayor transgresión a los derechos humanos en todo el planeta que el de la Sinagoga de Belz, y ésta sería una y otra vez señalada como causa de una enorme injusticia.
El sector de izquierda dentro de dicha sinagoga se sumaría a la protesta y reclamaría que los administradores de la sinagoga hicieran una autocrítica y mejoraran las condiciones de empleo de sus trabajadores, ya que sólo así, argüirían, podría alcanzarse la anhelada paz. Y ese sector sería entrevistado en el ancho mundo que lo trataría como adalides del entendimiento entre los hombres, y lo galardonarían con premios diversos por haber sabido plantarse ante los intransigentes de Belz.
Quizás habrá entre mis fieles lectores quienes supongan que lo arriba expuesto es una ironía para aclarar didácticamente el meollo de la cuestión. Lamento decepcionarlos: no ironizo.
Los párrafos precedentes son literalmente la opinión de los ompedistas. Sostenemos que no hay forma de saciar a los enemigos de Israel, probablemente ni siquiera con la desaparición de Israel.
Por otro lado, imagino que entre mis fieles contradictores podrá haber quienes sostengan que lo arriba expuesto refleja una postura extremista, y procedan consecuentemente a los epítetos habituales de «belicistas, intransigentes, fanáticos, etcétera» (la púdica locución ‘etcétera’ viene a reemplazar otros tildes que habitualmente se ventilan).
Como en otros casos similares, el escarnio es un método eficaz para eludir el debate, pero no puede evitar que el ompedismo sea una respetable opinión. Una que puede ser refutada o validada, siempre y cuando, si en lo posible aportara alguna atención racional a su argumento. Consabidos como son los variados descréditos; seguimos ansiosos por escuchar un contraargumento.
Ansiosos, digo, porque los ompedistas no deseamos tener razón. Más aún: quisiéramos estar totalmente equivocados, porque nuestro error significaría que el conflicto es solucionable en los próximos años, ya que diferendos territoriales mucho más serios fueron efectivamente resueltos.
Los ompedistas preferiríamos que el conflicto en el que estamos sumidos, no por decisión propia, fuera una lucha territorial, y no existencial. Pero no podemos. No es beneficioso suscribir a un argumento sólo porque así lo deseamos, sobre todo cuando la razón nos dicta otras premisas, y cuando los datos históricos vienen a demostrarlas, y cuando las actitudes cotidianas de nuestros enemigos vuelven a refrendarlas una y otra vez.
De la historia, sabemos que el movimiento nacional árabe palestino nació liderado por Haj Amin al-Husseini, el promotor del pogromo de Jerusalén de 1920 y de los estallidos de violencia posteriores; un líder que exhortaba a asesinar judíos inermes mucho antes de que éstos tuvieran su Estado.
Al-Husseini fue un conspicuo aliado de Hitler, y nunca tuvo como meta el establecimiento de un Estado árabe palestino, sino «la extensión al Oriente Medio de la ‘Solución Final’ del problema judío». Residió en Alemania durante el Holocausto al que adhería públicamente.
Que el nacionalismo árabe palestino naciera nazi podría ser irrelevante, especialmente si tenemos en cuenta que al-Husseini murió hace cuatro décadas. Pero no es irrelevante, porque en ninguna etapa alguno de los tres sucesores de al-Husseini (Ahmed Sukairi, Yasser Arafat y Mahmud Abás) se distanciaron de aquella postura genocida, y el mentado judeófobo sigue siendo considerado maestro y mentor entre los palestinos.
Con todo, más importante que la historia es, en este caso, lo que ocurre hoy en día.
Exigen vivir «oprimidos»
Los eventos del presente, en efecto, corroboran la tesis ompedista, y muestran que al negociar sobre el conflicto no es primordial el tamaño de los territorios en disputa ni las condiciones que rijan en ellos. No hay manera de resolver la situación en el Oriente Medio con evacuaciones territoriales cualesquiera, sencillamente porque no se trata de un conflicto territorial.
Ello no implica que no tenga solución, sino simplemente que su solución es a largo plazo. Imponer una solución artificial sólo conseguirá agravarlo. Hasta que las condiciones sociales no se encuentren suficientemente maduras, ningún acuerdo logrará resolver la situación. Y dichas condiciones incluyen que quienes procuran la destrucción de Israel pasen a ser una pequeña minoría en el mundo árabe, y presumiblemente en Europa, desde donde el odio es legitimado.
Sobre las actitudes de los europeos, hace dos meses se publicó un artículo de de Daniel Goldhagen. En él, primero se resumen las dogmas judeofóbicos, según los cuales los judíos somos radicalmente diferentes del resto de los pueblos en cuatro defectos virtualmente innatos: perjudiciales, malévolos, poderosos y peligrosos. Se desprende de esa situación que deberíamos ser mantenidos a raya, o peor que ello.
Esas mismas creencias caracterizan a la judeofobia contemporánea, que ha renovado el paradigma: el portador de las cuatro lacras es el judío de los países. A ojos judeofóbicos, Israel es radicalmente distinto del resto de los Estados: malévolo, poderoso y peligroso; y por ende debería ser condenado,boicoteado, combatido o eliminado.
Goldhagen recoge estadísticas que muestran que hoy en día hay más judeófobos que nunca. Más del 50% de los quinientos millones de habitantes de la Unión Europea son profundamente judeofóbicos(adhieren al paradigma antedicho) y aun en los Estados Unidos, donde el fenómeno es mucho más marginal, hay unas cien millones de personas que sostendrían partes del paradigma mencionado.
En los países árabes, y en buena medida en los países musulmanes en general, los porcentajes del odio son cercanos al cien porciento.
En una actualización de los peores mitos judeofóbicos, más de 250 millones de europeos consideran, en el presente, que Israel lleva a cabo una guerra de exterminio contra los palestinos.
Los diversos grupos de criptodrinos se retroalimentan unos a otros con los argumentos mitológicos, vinieren de la izquierda «progresista», de la extrema derecha pronazi o del islamismo. Juntos han transformado al pueblo palestino en un moderno Jesús crucificado por los pérfidos judíos. El resultado es que contra un solo país del mundo se ha forjado una implícita alianza eliminadora que abarca a las Naciones Unidas y a los numerosos grupos que piden castigar a Israel por medio del BSD (boicot, desinversión y sanciones).
Teniendo en cuenta semejante popularidad, no ha de sorprender que los palestinos prefieran cosechar los frutos de haber elegido al enemigo perfecto, en vez de dedicarse a hacer la paz, un logro que los haría menos populares.
Hace unos días el Club Deportivo Palestino de Chile provocó protestas por la nueva camiseta de su equipo de balompié, que muestra que Israel ha sido borrado del mapa.
Si bien cierto que por primera vez en el fútbol de Hispanoamérica un club incita en su indumentaria a la destrucción de un país, dicha simbología genocida no trajo ninguna novedad.
Es la misma utilizada cotidianamente por la Autoridad Palestina, y la que se desprende palmariamente de los mensajes en los medios árabes de comunicación, y en los programas de educación escolar palestina, todo ello refrendado por las Naciones Unidas, que les han otorgado sin condiciones el estatus de Estado (ni siquiera se les impuso la condición de que fueran efectivamente un Estado).
La tesis ompedista fue demostrada una vez más por el embajador palestino en el Líbano, un alto funcionario cercano al presidente Mahmud Abbás. Las declaraciones de Abbás Zaki explican que toda negociación con Israel tiene como objetivo destruirlo por etapas: «Una vez que les quitemos Jerusalén habrán perdido sus sueños históricos y procederemos a la etapa final de la liquidación del Estado judío». Así se expresa uno de los palestinos moderados.
Con todo, durante esta semana se dio el ejemplo más atronador del ompedismo.
El Ministro de Exteriores israelí, Avigdor Liberman, sostuvo que de las negociaciones en marcha, debería resultar que parte de los territorios incluidos en el Estado de Israel desde 1948 deberían ser incorporados al Estado árabe palestino emergente. Son los territorios de Wadi Ara y el llamado «triángulo» de la Galilea, que están poblados por árabes que se consideran a sí mismos palestinos.
Me permito enfatizar para que no queden dudas: no se trata de mover a un solo ciudadano de su lugar de residencia, sino de la expedita cesión de territorios por parte de Israel, a fin de que se sumen a los del Estado de Palestina.
La respuesta de varios parlamentarios árabes israelíes, quienes en alguna medida representan a la población de los mentados territorios, no demoró. Y otra vez usó el trillado método de escarnecer en lugar de argumentar: que Avigdor Liberman es un «fascista, ladrón», etcétera, etcétera.
Los mencionados parlamentarios israelíes (Ahmed Tibi, Jamal Zahalka y otros) se plantaron en una manifestación callejera, en la que sostenían los consabidos «argumentos» contra la propuesta de Liberman. Y aquí viene la máxima hipocresía, la patética esquizofrenia, la insuperable paradoja: durante la manifestación… portaban las banderas palestinas.
Es decir: ellos son palestinos, pero rechazan residir en un Estado palestino. Quieren vivir en el Estado de Israel.
Notemos primeramente que la referida manifestación constituye un mentís fulminante a la acusación de que Israel es un Estado apartheid que oprime a sus ciudadanos árabes. Señores antisionistas: ¡ellos mismos exigen vivir en el monstruoso Estado sionista! Y cuando este Estado, opresor y expansionista e impío, les propone que pasen a ser ciudadanos palestinos sin moverse de sus casas,se niegan a los gritos. ¿Cómo se explica?
Se explica con una respuesta ompedista por excelencia: ellos quieren quedarse en Israel porque solo quedándose podrán contribuir a la destrucción de Israel. No quieren ser palestinos; quieren destruir.
Por ello tampoco aceptan reconocer la judeidad del Estado hebreo, ya que este reconocimiento les dificultaría seguir socavándolo en el futuro.
Por ello, también, exigen que millones de «refugiados» palestinos inmigren, pero no al Estado palestino en formación, sino al Estado hebreo. Para que desde adentro puedan combatirlo más competentemente. No procuran fortalecerse, sino destruir.
Hemos sostenido más de una vez que la cacareada «ocupación» no existe. El 98% de los palestinos no viven gobernados por Israel, sino «liberados» bajo Hamás o bajo la Autoridad Palestina (este dato no es una opinión extremista, sino la simple y dura realidad).
Cuando informamos al respecto, solemos recibir como respuesta que la ocupación que mantiene al vilo al mundo no es de una población determinada, sino de territorios.
Y bien, ahora que Israel pide desprenderse de territorios para que pasen a ser palestinos, los habitantes palestinos de esa zona se oponen airadamente (aclaremos de paso que, en rigor, no conocen otros modos de oponerse. Si procedieran a un abordaje racional del conflicto deberían asumir necesaria y lamentablemente la tesis ompedista).