Vladimir Putin se considera el amo del mundo
Ahora es oficial. Vladímir Putin ha confirmado personalmente que tiene el derecho a intervenir en los países vecinos. De momento en los vecinos.
Lo hará o no, según considere que se acomoda la política de estos países a sus propios deseos. Ayer quedó esto claro en la alocución televisada urbi et orbi del nuevo zar. Casi cuatro horas habló el presidente ruso en televisión de lo humano y cuasi divino, porque los rusos, dijo, son superiores en su espiritualidad, trascendentalidad y por ello también en su capacidad de entrega. Habló mucho para los rusos, a los que confortó sin descanso. Pero mucho también para los despreciados occidentales con sus dirigentes decadentes, malos, necios e insensatos. A estos les quiso exponer con claridad algunas de las nuevas reglas que quiere imponer en la geopolítica euroasiática. Mejor dicho, ya ha impuesto. El Kremlin, es decir él, será quién decida cuando resulta necesario que el ejército ruso crucé fronteras para corregir las políticas que no le parezcan satisfactorias. Así lo dijo, nadie le ha contradicho y todos parecen coincidir en que lo dice en serio. Mientras su ministro Serguei Lavrov negociaba en Ginebra con EE.UU. y la UE una hoja de ruta y el desarme de bandas armadas en Ucrania que tanto recuerdan ya a aquellas encerronas de Slobodan Milosevic a la comunidad internacional en las fases iniciales de la guerra de los Balcanes hace ahora veinte años. Cuando la amenaza unilateral de invasión se convierte en primer punto de una hoja de ruta, todos los demás puntos suelen resultar ociosos. A Putin le gusta que sus amenazas tengan nitidez. Probablemente por eso ha reconocido la presencia de agentes militares rusos desplegados en Crimea. Según dijo, eran necesarios para mantener el orden, proteger a la ciudadanía y organizar bien el referéndum. El hecho de que ahora confirme dicho despliegue en Crimea que en su día negó, no debiera ser óbice, se supone, para que ahora se le crea cuando asevera que esos mismos agentes no están desplegados en Ucrania oriental. A pesar de los numerosos testigos que los han visto.
Putin echó ayer toda la culpa a Occidente y a unos terribles nazis ucranianos, que serían los integrantes del Gobierno provisional, del hecho de que él se viera obligado a invadir Crimea con aquellos agentes y merendarse toda Crimea con anexión inmediata a Rusia. Escuchándolo solo se podía esperar que desplegara una inmensa factura como reclamación de gastos a Kiev, a Bruselas y a Washington. Por gasoil, raciones y horas extras de sus tropas invasoras y los muchos trastornos ocasionados. Nadie le preguntó a Putin si no pensaba que los ucranianos habían hecho el canelo al entregarle hace veinte años aquellas 1.800 cabezas nucleares, todas a cambio del reconocimiento de sus fronteras internacionales, las que ya no existen. Pero si tuvo preguntas idóneas para proferir sus amenazas y derramar la autosuficiencia al mercado interior. Porque sirve para el consuelo de las humillaciones pasadas de una URSS que se hundió en el fracaso. Y de las humillaciones presentes de un país en el que en veinte años ha caído en más de diez la esperanza de vida de los varones, hecho sin precedentes en la historia moderna en tiempos de paz. Pero las cuatro horas con Putin no habrían sido completas sin un elemento que destacara la ridícula debilidad occidental. Y ahí estaba Snowden para servir. Preguntó a Putin si también Rusia vigila obsesivamente a sus ciudadanos. Y Papá Putin le dijo a su criatura que jamás. Y es cierto. Rusia también es superior porque sus Snowden acaban todos convertidos en cadáver con olor a polonio.
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