lunes, 5 de mayo de 2014

Vida cotidiana en el horror


Gheto de Varsovia.  El horror era diarioGheto de Varsovia. El horror era diario
El edificio de la calle Prozna 7, en el centro de Varsovia sigue con sus ladrillos a la vista, las ventanas destrozadas y plantas salvajes que crecen entre las grietas. Si no fuera por las fotos de esos chicos, de esa gente –algunos de los que vivieron allí- que nos miran y que cuelgan en grandes cartelones color sepia y tapan buena parte de la mampostería que se cayó hace ya mucho tiempo, pasaría como una estructura arruinada y en espera de la demolición para construir allí un moderno edificio de oficinas que haga más rico al constructor. Lo salva su valor histórico. Es un edificio que contiene ética y moral. Es una de las pocas estructuras que quedan en pie de las que fueron testigos privilegiados y mudos de una de las peores atrocidades cometidas por el ser humano en nuestra Historia. Estaba ubicado en lo que fue el centro del gueto de Varsovia donde confinaron a medio millón de judíos hasta su exterminio en los campos de concentración de los alemanes nazis.
Allí enfrente, sobre lo que ahora es la plaza Grzybowski, está la imponente iglesia de Todos los Santos, con su monumento al papa Juan Pablo II, que en los 40 había quedado dentro del gueto y cuyo jardín era el único espacio verde con árboles que los judíos podían ver. El resto, había quedado sin parques ni plazas, ni patios arbolados. La gente hacía sopa hasta con los yuyos que crecían en los lugares más húmedos del fondo de las casas.
Esta zona de la antigua ciudad imperial, que ya había sido bombardeada con saña durante la invasión alemana de septiembre de 1939, era el barrio judío en el que vivían unas 350.000 personas. Y desde la invasión alemana los vecinos del lugar sobrevivían ya con enormes restricciones. Tenían prohibido trabajar en industrias del gobierno o instituciones oficiales, hornear pan (los nazis creían que los judíos eran demasiado sucios para esa tarea), ganar más que 500 zlotys al mes (que alcanzaba apenas para sobrevivir a una familia), poseer oro o joyas, o traspasar los límites de la ciudad. Por supuesto, todos debían estar identificados con un brazalete con la Estrella de David en blanco y azul. Los negocios también debían tener marcada esa insignia en las vidrieras y paredes.
Rosa Rotemberg nació en el gueto. Sus padres se casaron allí en forma clandestina. Rosa sobrevivió junto a su padre y vino a vivir a la Argentina. “Mi padre me contaba la desesperación que tenían cuando supieron que mi madre estaba embarazada. Había que tener en secreto todo, mi madre se tuvo que ocultar durante los nueve meses de la mirada de los vecinos. Siempre podía haber alguien que te denunciara. Y te fusilaban de inmediato”, me cuenta Rosa en su departamento porteño.
En octubre de 1940 los nazis decretaron la construcción de un muro alrededor del gueto. Sacaron de esa zona a unos 130.000 polacos arios, y trajeron judíos de otras ciudades y pueblos y, por sobre todo, campesinos que nunca antes habían vivido en una ciudad. Confinaron a más de medio millón de personas en un área de 403 hectáreas, lo que de acuerdo a cálculos oficiales hacía una densidad de población diez veces superior al resto de la ciudad. Allí se levantaban 27.000 departamentos y casas con un promedio de dos habitaciones y media. Los nazis decretaron que debían acomodarse siete personas por cuarto. Alrededor del área levantaron mediante el trabajo esclavo de miles unos muros de tres metros de altura, alambradas y barricadas. Trajeron a guardias ucranianos que patrullaban constantemente para que nadie se escape y que eran vigilados, a su vez, muy de cerca por soldados nazis.
Irene Dab tenía seis años en ese entonces. Su padre se resistió a usar el brazalete con la Estrella de David y fue llevado a una cárcel que había dentro del gueto. Logró sobrevivir porque dijo que era un especialista en desinfecciones y lo necesitaban los alemanes para hacer ese trabajo. Lo liberaron cuando ya comenzaban las deportaciones. “Se habían llevado a mi abuela y a mi tía. Mi madre había conseguido un trabajo en los depósitos de la Umschlagplatz, la estación desde donde se llevaban a la gente hacia Treblinka. Y mi padre trabajaba en una fábrica fuera del gueto. Los alemanes empezaron a pedir cuotas de niños para exterminar. Mi padre se enteró y me sacó del gueto en una bolsa de arpillera. Me entregó a una mujer aria y fue el comienzo de una muy larga historia que termina aquí”, cuenta Irene en este Buenos Aires que la acogió hace ya más de sesenta años.
Los tranvías y taxis dejaron de entrar al gueto. Cualquier tipo de vehículo fue expropiado y los pocos caballos que existían o fueron vendidos en el lado ario para obtener algo de dinero o, simplemente,fueron faenados por el hambre. La gente tenía que caminar a cualquier lugar. El trayecto más largo lo hacían los que tenían trabajos fuera del gueto y cada día debían caminar varios kilómetros a marcha forzada. En un momento, un grupo de muchachos armó un servicio de “rickshaws” con unos carros y bicicletas que arrastraban llevando a la gente que pudiera pagar.
Mucho de lo que sabemos acerca del gueto se lo debemos a Emanuel Ringelblum, un historiador polaco que fue reubicado allí junto a su familia y comenzó a llevar un archivo de lo que sucedía día a día. Organizó una serie de escritores, científicos y estudiantes en lo que llamó la operación Oyneg Shabbos y fue ocultando esa información entre los escombros de los edificios destruidos. Ringelblum fue detectado y huyó a la zona aria (fuera del gueto) pero lo atraparon y fusilaron el 7 de marzo de 1944. Con la liberación, en septiembre de 1946 se encontraron 10 cajas de metal con los escritos y dos años más tarde hallaron otras dos latas de leche repletas de materiales en un edificio derruido de la calle Nowolipki 68. Otros archivos que nunca fueron encontrados se sospecha que podrían estar enterrados debajo de lo que hoy es la embajada de China.
Por todo esto y el relato de los pocos sobrevivientes sabemos que la calle Gesia que cruzaba el gueto y terminaba en la avenida Okopowa, donde aún hoy permanece el cementerio judío, se había convertido en una larga feria donde se vendía y compraba de todo. Allí llegaban los productos que se contrabandeaban. El contrabando lo realizaban bandas muy bien organizadas que pagaban grandes sumas a los guardias ucranianos y judíos, así como los niños que lograban traspasar los muros por pequeños agujeros y mendigaban o robaban comida en la zona aria. Obviamente que si los atrapaban, eran sentenciados de inmediato a la muerte.
“El gueto es una pequeña muestra de lo que es la vida de los seres humanos en comunidad. Había de todo. Estaban los que arriesgaban sus vidas cada día para conseguir leche para los niños. Y había otros que especulaban o caminaban con sus pieles entre chicos famélicos. Apareció lo mejor y lo peor de los humanos. Lo cuenta muy bien Roman Polanski en el film “El Pianista”. Tocaba en restaurantes repletos de gente mientras en la calle pasaban muchos que se morían de hambre.”, comenta Marcia Ras, historiadora del Museo del Holocausto de Buenos Aires.
En la calle Grzybowska había otra feria pero ésta de materiales de construcción y muebles. Y en la calle Karmelicka había varios negocios que permanecían de la vieja época y seguían vendiendo dulces, tortas y comidas de calidad para las familias judías adineradas que habían sido sus clientes desde siempre. Todo esto se modificó drásticamente cuando comenzaron las deportaciones masivas y la gente no quería salir a la calle.
Para entonces ya arreciaban las enfermedades y las muertes por hambre. De acuerdo a documentos oficiales alemanes, en el gueto murieron 1.700 personas en los primeros 15 días de mayo de 1941. Las cifras reales eran mucho más altas. Los cuerpos quedaban tirados en las calles y todas las noches pasaban carretones que los cargaban y los depositaban en una fosa común del cementerio que hoy está marcada por un monumento. Nunca se pudo determinar la cantidad de cadáveres que fueron enterrados allí. El tifus y la tuberculosis se extendían y no había medios para tratar a los enfermos. Por las calles deambulaban miles de niños huérfanos que intentaban sobrevivir. Los hermanos un poco más grandes (de apenas 8 o 10 años) cuidaban de los más pequeños, a veces bebés.
“Había tanto hambre. Si usted hubiera visto a esos chicos en la calle, con los ojitos todos hinchados, la barriga inflamada de escorbuto, pidiendo algo de comer. Muchos andaban con fotos en la mano: esta era mi mamá, este fue mi papá, quedamos solos, no tenemos a nadie. Moría la gente como moscas. Y no tenían como enterrarlos así que los dejaban en la calle. Los tapaban con papeles de diarios y una piedra. A la noche venían a llevárselos con carros, y los levantaban como una bolsa de papas”, cuenta con su acento polaco Eugenia Unger, sobreviviente del gueto y de varios campos de concentración, que logró llegar a la Argentina en los años 50 después de una odisea por medio mundo.
Los nazis habían creado una autoridad que denominaban Judenrat y estaba integrada por 24 prominentes hombres de la comunidad y la dirigía Adam Czerniakow. No tenían, en realidad, mayor poder que el de organizar algunas actividades y recolectar pequeños impuestos para mantener ollas populares o guarderías para los huérfanos. Muchos guardias judíos cometieron todo tipo de atrocidades para sobrevivir. Algunos llegaron a mezclarse en restaurantes de lujo de la calle Leszno con agentes de la Gestapo. La gran mayoría mantuvo su dignidad y Czerniakow lo demostró al suicidarse cuando lo obligaron a entregar 6.000 judíos del gueto por día para ser trasladados al campo de exterminio de Treblinka.
También existía una red de pequeñas organizaciones clandestinas que editaban diarios, daban clases a los chicos que tenían prohibido recibir educación de ningún tipo o armaban ollas comunitarias que llegaron a entregar hasta 50.000 raciones por día. Llegó a haber 2.000 comités con unos 10.000 militantes. Y esta gente fue el germen de lo que terminó siendo la resistencia que protagonizó unos meses después el Levantamiento del Gueto.

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