Israel Winicki
“No te alegres por la muerte de la bestia. La perra que la engendró está en celo otra vez”
Bertolt Brecht
En 1945 terminó la peor hecatombe en la historia de la humanidad: la Segunda Guerra Mundial. Atrás quedaban 50 millones de muertos, una Europa arrasada, el horror de los campos de exterminio nazis, y, como remate, esa nueva locura pergeñada por la mente humana: la bomba atómica, de cuyo poder fueron testigos las ruinas de Hiroshima y Nagasaki. La humanidad había abierto las puertas del infierno durante 6 años, y ahora trataba de cerrarlas definitivamente.
Y surgieron las Naciones Unidas, continuadoras de la malhadada Liga de las Naciones, nacida tras la Primera Guerra Mundial, y que, a pesar de sus ampulosas declaraciones, no pudieron detener la masacre en Etiopia y en China, ni poner coto a las ambiciones de Hitler.
Pero ahora todo parecía que iba a ser diferente. El mundo estaba harto de horrores, el mundo temía al nuevo poder destructivo, el mundo esperaba que la Guerra Fría no se transformara en una nueva hecatombe. Declaración de los Derechos del Hombre, Declaración de los Derechos del Niño, Declaración de los Derechos de la Mujer. Declaraciones, declaraciones, declaraciones…
Y vino Corea, y vino Indochina, y vino Argelia, y vino Vietnam, y el Congo, y Biafra, y Bangladesh, y las Naciones Unidas continuaban declarando.
Llegó una nueva forma de horror, el terrorismo. Primero fueron grupos de izquierda, inspirados por la Revolución Cubana y por la imagen del Che. Toda una generación de jóvenes, guiados por un idealismo mal entendido, fue sacrificada, especialmente en Latinoamérica, en aras de un sueño revolucionario que nunca se concretaría. Y las Naciones Unidas continuaban declarando.
En 1978 surge un nuevo terrorismo. Ya no se trataba de una revolución, sino que, en nombre de un de los sentimientos más sublimes que puede tener un ser humano, la fe religiosa, se largaron a imponer su dogma a fuerza de atentados en los que morían cientos de hombres, mujeres y niños. Y llegaron los atentados suicidas: Embajada de Israel en Buenos Aires, AMIA, las Torres Gemelas, Atocha, Londres, Marruecos, Dehli, Mumbai, y un histérico presidente convencido de ser la encarnación del Profeta, vomitó y vomita su odio en cuanto foro internacional se presenta, prometiendo borrar del mapa a una nación, y para ello desarrolla armas nucleares. Y las Naciones Unidas continúan declarando.
Nuevamente el mundo se dirige hacia un abismo de horror y muerte. Son millones los muertos en Somalia, son millones los niños que mueren de hambre, millones y millones de seres sin esperanza en un mundo desquiciado en el que los poderosos son cada vez más poderosos, los fanáticos son cada vez más fanáticos y las declaraciones de las Naciones Unidas son cada vez más inútiles y sin sentido.
Fuente y autor: Israel Winicki
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