El Vaticano y el Holocausto desde 1945
Por Julián Schvindlerman
Guysen International News (Francia)
1 Febrero 2009
La decisión de Benedicto XVI de reincorporar a la Iglesia Católica a un obispo ultra-tradicionalista negador del Holocausto -decisión anunciada en vísperas de la conmemoración del Día Internacional del Holocausto- estaba destinada a crear controversia. Ella se enmarca en la agenda conservadora del actual Papa y si bien, en principio, es un asunto interno de la Iglesia, esta desafortunada decisión ha tenido impacto fuera de ella. Además de contradecir pasados documentos de la Santa Sede -como ser Noi Ricordiamo, el pronunciamiento de Roma sobre la Shoá publicado en 1998 en el que el Holocausto es descrito como “un enorme hecho factual de la historia de este siglo”- ha ofendido al pueblo judío y estropeado décadas de diálogo interreligioso.
No ha sido ésta, sin embargo, la primera o única instancia en la que acontecimientos vinculados a la Segunda Guerra Mundial han provocado roces en la relación entre la Iglesia Católica y los judíos. Los problemas comenzaron durante la guerra misma, con el tristemente célebre silencio de Pío XII, y continuaron en los años inmediatos de la posguerra con las rutas de fuga que armó el Vaticano para facilitar el escape de nazis prominentes a destinos seguros. Conocida como ratline, por este corredor vaticano se fugaron Adolf Eichmann, Josef Méngüele, Klaus Barbie, Erich Priebke, Walter Rauff, y Ante Pavelić entre otros varios criminales de guerra. A partir de 1945, las comunidades judías pretendieron recuperar a niños judíos que había sido dados en custodia a familias o instituciones católicas para su resguardo. Este era un tema de especial sensibilidad para un pueblo que acababa de perder a seis millones de los suyos, entre ellos a un millón y medio de niños. Pío XII prohibió que las criaturas judías bautizadas fuesen devueltas a sus legítimos padres o a organizaciones judías. Autorizó a devolver solamente niños judíos no bautizados y sólo a sus padres, los huérfanos judíos debían permanecer en manos de la Iglesia. La beatificación de Pío XII, deseada por Roma y rechazada por Jerusalem, persiste como un tema espinoso aún irresuelto.
El pontificado de Juan Pablo II no estuvo exento de complicaciones en esta área. En 1987, el sumo pontífice generó una gran conmoción al recibir al entonces presidente de Austria Kurt Waldheim, quién apenas dos meses antes había sido listado como persona non grata por el Departamento de Justicia de Estados Unidos a la luz de su pasado nazi. Indiferente a las críticas, Juan Pablo II fue adelante con la recepción. Al año siguiente, el Papa viajó a Viena, donde fue recibido por Waldheim. En 1994, para estupor de la comunidad judía, el Papa convirtió al ex-nazi en Caballero Papal al conferirle la Orden de Pío IX, una de cinco órdenes papales, otorgada a Waldheim por sus “esfuerzos por la paz”. En 1998, Juan Pablo II canonizó a Edith Stein, también conocida como Teresa Benedicta de la Cruz, cuya beatificación en 1987 ya había despertado indignación en el mundo judío. Nacida judía y conversa al catolicismo, Stein fue muerta por los nazis. Ello causó malestar por dos motivos. El primero fue que la elección de una apóstata judía como modelo para los católicos fue considerado religiosamente ofensivo. El segundo fue que al destacar de una manera tan extraordinaria a una víctima católica del Holocausto, el Vaticano parecía intentar “cristianizar” la Shoá. Este punto ya había quedado en evidencia con la controversia del Convento Carmelita de 1984. Establecido en las inmediaciones de Auschwitz con el objeto de rezar por “la conversión de hermanos perdidos” y de penar por las “afrentas hechas contra el Vicario de Cristo” (según explicó una agrupación católica que lo patrocinaba), éste rápidamente generó una polémica. Los judíos protestaron contra lo que lucía como un intento de “sumergir el genocidio nazi de los judíos en el imaginario del martirio cristiano” (como señaló el comentarista estadounidense León Wieseltier). Recién en 1993 instruyó el Vaticano a las monjas carmelitas a que abandonaran el convento. Una cruz de ocho metros de altura que había sido erigida, permaneció en su lugar.
Las desavenencias estuvieron presentes aún en circunstancias de otro modo positivas. Cuando Juan Pablo II visitó Auschwitz por primera vez como pontífice, en 1979, se refirió al campo de exterminio como “el Gólgota”, omitió la palabra “judío” y ofició una misa por todas las víctimas. Al comparar al campo de exterminio con la colina donde Jesús fue crucificado, el sumo pontífice presentó a las víctimas de la Shoá como corderos expiatorios de los pecados de la humanidad, algo que repitió durante una visita a Mauthaussen en 1988 al definirlas como un “regalo al mundo”. Por su parte, Ratzinger también fue a Auschwitz, en el 2006, pero evitó caracterizar a la Shoá explícitamente como un crimen del pueblo alemán contra los judíos, atribuyéndolo en su lugar “a un grupo de criminales que alcanzó el poder mediante falsas promesas”. Las protestas no tardaron en surgir.
Esta última decisión vaticana, entonces, se inscribe en un largo historial de malentendidos y provocaciones. Con la determinación lamentable de dar la bienvenida de vuelta a casa a un negador del Holocausto, el Vaticano no ha hecho más que inyectar mayor tensión a una agenda interreligiosa ya de por sí sobrecargada de temas delicados.
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