En la Argentina casi todos tenemos un amigo judío
Por: Marcelo A. Moreno
El ministro fue tajante. Y es el titular de un ministerio de relevancia: Justicia y Seguridad, nada menos. Después de que el presidente de la DAIA (Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas) denunciara una campaña antisemita, "la más grande registrada en el país desde el retorno a la democracia" a raíz de la brutal invasión israelí sobre Gaza, Aníbal Fernández le salió al cruce: "no existe un brote antisemita y Argentina no es un país antisemita". Claro y contundente.
Desde luego la Argentina no es Alemania ni Austria, naciones que durante el siglo pasado practicaron políticas de exterminio hacia los judíos. Tampoco es Rusia, ni Polonia, donde los pogroms conformaron rituales de periódico salvajismo durante centurias.
Pero la Argentina tuvo un gobierno filonazi, surgido del golpe de 1930, a cargo del general Uriburu, apadrinado filosóficamente por uno de nuestros mayores intelectuales, Leopoldo Lugones. Y en 1943 otro golpe de Estado de militares nacionalistas llevó al país a mantener una inaudita neutralidad en la Segunda Guerra Mundial, de gélida indiferencia ante los crímenes del nazismo.
En ese régimen de facto -cuyo último vicepresidente fue Juan Perón- se destacaron figuras descaradamente filonazis.
Terminada la contienda global, la Argentina fue refugio de algunos de los peores genocidas que fueron secuaces de Hitler.
Josef Menguele, el médico que hacía experimentos sin nombre ni medida en los campos de concentración, consiguió protección en el país. Y Klaus Barbie, conocido como "El carnicero de Lyon" por las monstruosidades que ejerció en esa ciudad francesa, también. Idéntica suerte corrió Ante Pavelic -ex dictador croata, despiadado peón de Hitler-, que gozó de una desembozada protección oficial.
Adolf Eichmann, el "administrador de los campos de exterminio nazis, vivió tranquilamente en San Fernando hasta que un comando israelí en 1960 -violando la soberanía argentina- lo secuestró, para trasladarlo, juzgarlo y ajusticiarlo en Jerusalén.
Y Eric Priebke -el oficial de las SS autor de la masacre de las Fosas Ardeatinas, la peor perpetrada en Roma durante la ocupación nazi, que dejó 335 muertos- fue durante 40 años un respetado vecino de San Carlos de Bariloche.
La lista no se agota en estos nombres y es posible imaginar que muchos responsables de horrores que la conciencia se resiste a concebir gozaron o gozan aún de una vejez serena y próspera en estas tierras.
Mucho más cerca en el tiempo, en los centros de tortura y desaparición de personas de la última dictadura militar, los prisioneros de origen judío sufrían -según numerosos testimonios- un trato muy especial: el peor.
Y en 1992 y 1994 los atentados terroristas mayores de la historia argentina hicieron blanco en dos instituciones judías: la Embajada de Israel -22 muertos- y la sede de la AMIA -85 muertos-. Ya no quedan detenidos por ninguna de las dos barbaries. Los que estaban involucrados fueron absueltos por increíbles vicios procesales. Y los funcionarios extranjeros sospechados de organizar la última masacre no se han presentado a declarar, como lo exige la Justicia argentina por decisión del gobierno de Irán, país con el que la Argentina, no obstante, mantiene relaciones diplomáticas.
El obispo lefebvrista Richard Williamson, que fue readmitido en la Iglesia por el actual Papa luego de haber sido excomulgado por Juan Pablo II, vive hace años en La Reja, provincia de Buenos Aires. Hace pocas semanas, declaró que no hubo cámaras de gas en la Alemania nazi y que los judíos exterminados no fueron 6 millones -como dicta la historia- sino unos 300 mil.
Por la reciente invasión israelí a Gaza hubo marchas decididamente antisemitas en la Capital Federal, que incluyeron pintadas con cruces svásticas y amenazas de nuevos atentados. La titular del Instituto Nacional contra la Xenofobia, la Discriminación y el Racismo dijo que ocurrieron porque "Israel violó las reglas del derecho internacional y se le vino el mundo en contra." Interesante explicación de María Luisa Lubertino, responsable de que esos actos no se produzcan o sean debidamente castigados.
Por todo esto tiene razón el ministro de Justicia y Seguridad en poner énfasis: como salta a la vista, la Argentina no es un país antisemita.
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