domingo, 6 de julio de 2014

La discreción del bien


Luciano Álvarez para El País, EspañaLuciano Álvarez para El País, España
El historiador británico Paul Johnson ha dedicado parte de su esfuerzo intelectual a cuestionar a quienes llama “Despiadados amantes de la humanidad”, exagerada tesis en la que no excluye a casi ninguno de los intelectuales del panteón progresista de los siglos XIX y XX. Mientras profetizan un mundo de justicia y bondad –sostiene-- suelen ser insensibles “frente a las necesidades y puntos de vista de los demás.” A ello contrapone: “No se olvide nunca de que las personas son más importantes que las ideas, y no al revés.” La historia que sigue pretende poner un ejemplo de esta última convicción.
En marzo de 1944 Alemania invadió Hungría y Adolf Eichmann, con doscientos de sus hombres, se trasladó a Budapest para supervisar los planes de exterminio de la comunidad judía. Hasta la detención temporal de las deportaciones en el verano, 434.351 judíos fueron enviados a los campos de la muerte; a mediados de junio cuatro trenes partían diariamente hacia los campos de exterminio. En julio entre 150.000 y 160.000 judíos seguían con vida en Budapest y otros tantos se encontraban sirviendo en los batallones de trabajo.
Un grupo de diplomáticos extranjeros, coordinados por el nuncio papal Angelo Rotta, trazaron un plan de salvación y miles de judíos se amontonarían –no hay otra palabra más precisa-- en las legaciones sueca, suiza, vaticana y española. El sueco Raoul Wallenberg ha sido la figura emblemática de aquella heroica carrera contra el tiempo.
La embajada española, dirigida desde 1938 por Miguel Ángel de Muguiro (1880-1954) también tuvo un temprano y destacado papel. En enero de 1938, los servicios secretos franquistas denunciaban a Elisabeth Tourné, una judía francesa, empleada de la embajada desde 1917, como la responsable de otorgar visados a judíos húngaros y de otras nacionalidades para viajar a España o a Lisboa, aunque, se sabe, detrás de ella estaba Muguiro, quien junto a otros diplomáticos españoles habían rescatado un viejo decreto promulgado por el dictador Primo de Rivera en 1924, en virtud del cual todos los judíos sefarditas tenían derecho a la nacionalidad española.
Ocultaban que el decreto había expirado en 1931 y esperaban que los nazis, no lo supieran.
Las actuaciones de Muguiro molestaron tanto al gobierno húngaro como a los nazis, de modo que presentaron una queja y Madrid lo retiró en junio de 1944. La embajada quedó a cargo de Ángel Sanz Briz, un joven secretario de treinta y dos años. Había iniciado su carrera diplomática en Madrid, en el Ministerio de Asuntos Exteriores y allí lo encontró el comienzo de la guerra civil. Afiliado secretamente al bando franquista trabajó como quintacolumnista, salvando a presos y perseguidos políticos.
Sanz Briz continuó el trabajo de su predecesor, apoyado por un heterogéneo batallón encabezado por Elisabeth Tourné y Zoltán Farkas, también judío, abogado honorario de la Legación. Luego se sumarían el hijo de Tourné, dos desertores españoles de la división azul –cuyos nombres se han perdido-- y un italiano: Giorgio Perlasca.
Perlasca, de la misma edad que Sanz Briz, había abrazado el fascismo desde la adolescencia. Peleó como voluntario en Abisinia y luego se unió a las tropas italianas enviadas a luchar junto a Franco en la Guerra Civil Española. Durante la Segunda Guerra fue encargado por el gobierno italiano, con status diplomático, de comprar carne para el ejército italiano. Estaba en Budapest cuando la rendición de Italia, el 8 de septiembre de 1943; el gobierno húngaro lo confinó. Entonces se comunica con Sanz Briz y logra convencerlo de que le otorgue un pasaporte español. Se convierte en Jorge Perlasca, andaluz.
Para entonces, la legación española apenas había encontrado unas setenta familias sefardíes, pero Saez Briz multiplicó los panes y los peces.
En una de las pocas entrevistas que concedió a lo largo de su vida, le contó al periodista Federico Ysart, en 1973: “Conseguí que el Gobierno húngaro autorizase la protección por parte de España de 200 judíos sefardíes [...] Después la labor fue relativamente fácil, las 200 unidades que me habían sido concedidas las convertí en 200 familias; y las 200 familias se multiplicaron indefinidamente, con el simple procedimiento de no expedir salvoconducto o pasaporte alguno a favor de los judíos que llevase un número superior al 200.” Su nieta, Sol Andrada, agrega: “Luego, como iban por número, les añadió letras y así multiplicó los documentos hasta los 5.200 que salvó, pero como no podía sacarlos de Budapest porque España no los acogía, alquiló veinte viviendas junto a la embajada. Puso la bandera de España en la puerta y le dio un carácter oficial. En el mantenimiento de estos pisos y en la comida para esta gente gastó parte de su patrimonio personal y, aún así, los judíos vivían allí hacinados sin apenas medios. Por ejemplo uno de los supervivientes con los que hablé me contó que en un baño vivían los seis miembros de una familia. No podían salir a la calle porque los alemanes los hubieran cogido de inmediato. Eran unas condiciones horribles, pero los mantuvo vivos hasta el final de la guerra.”
Sanz Briz, como Wallenberg, movió influencias, contactos y no omitió los necesarios sobornos. “Incluso llegaba a subirse a un tren de deportados y gritaba: ‘El que me diga una palabra en español se viene conmigo’ para tener una mínima excusa frente a los nazis, y se los llevaba bajo sus narices.”
El 30 de noviembre de 1944, en medio del sitio de Budapest por las tropas soviéticas, Sanz Briz recibe la orden de cerrar la embajada y trasladarse a Suiza. Se va el 7 de diciembre. Entonces comienzan los cuarenta y cinco días de Jorge Perlasca. El italiano falsifica un documento por el cual se atribuye la sucesión de Sanz Briz: continuó dando cobertura y alimento a miles de judíos en Budapest y expidiendo salvoconductos hasta febrero de 1945, cuando entraron las tropas soviéticas. Ahora quien corría riesgos era Perlasca. Se las arregló para volver a Italia, luego de un arriesgado periplo por los Balcanes y Turquía.

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