De sobrevivientes y fiscales
Que todo está ligado con todo, a esta altura de los tiempos, es una verdad de la que resulta difícil escaparse. Aun cuando este postulado abreve en lo místico pero a su vez no esté despojado de lo que afirma la física, hay veces en que los caprichos de la historia se ocupan de unir intempestivamente aquello que en un primer vistazo se presentaba como bastante desconectado.
Edgar Wilfeuer –un cordobés por adopción, de 90 años– está hoy mismo caminando por Auschwitz, el campo de concentración nazi que a sus casi 20 lo recibiera con la única intención de utilizarlo como mano de obra esclava antes de eliminarlo en las cámaras de gas.
Su destino fue diferente al de la mayoría de sus compañeros que poblaron de cenizas los oscuros cielos europeos de la década de 1940. Edgar sobrevivió y, después de varias peripecias relatadas en sus libros autobiográficos, se radicó junto a Sonia, el amor de su vida, en los suelos de la Docta.
Un día como el de hoy –27 de enero– pero de 1945, el Ejército Rojo liberaba este engendro de la sistematización del asesinato en masa y unos 4.500 sobrevivientes podían empezar muy de a poco a contar sus historias, como lo está haciendo hoy Edgar en el acto de recordación sobre tierras polacas.
Mientras tanto, a 70 años de aquel hecho y a miles de kilómetros de distancia, la familia de un fiscal argentino que investigaba el mayor atentado terrorista de nuestro país todavía ni siquiera puede poner una flor o una piedra en su tumba, porque el cuerpo permanece en la morgue judicial para que se siga analizando cómo fue muerto el día anterior a presentar en el Congreso una ampliación de su conmocionante denuncia.
La impunidad del atentado a la Amia, así como la impunidad del atentado a la Embajada y de tantos otros crímenes que nos han sacudido como nación, fue la macabra invitación a sumar el nombre de Alberto Nisman (de bendita memoria) a la nefasta lista de muertes violentas que nos hacen retroceder en humanidad.
Lejos y cerca a la vez, hay algo no tan misterioso que enlaza a Edgar y a Alberto. Es algo del orden de lo opuesto a lo divino que, cuando es bien comprendido, siempre está atado a la vida y a lo vital, y por ende se halla a años luz de lo siniestro.
Es algo que se presenta cuando los estados asesinan como la Alemania nazi, o exportan terrorismo como Irán. Es algo que aparece cuando los estados desprotegen a sus ciudadanos, y entonces la muerte acecha bajo distintos formatos, pero todos letales.
Es algo marcado por una línea idéntica que atraviesa territorios y centurias y se mete “de prepo” entre aquellos que no toleran palabras y valores como la democracia, el pluralismo o la diversidad.
Es algo que se alimenta de corrupción, de fanatismos de cualquier orden y color, de poderes absolutos y del desprecio por la disidencia y los disidentes.
En un antiquísimo texto del Talmud, que es un compendio ancestral de sabiduría rabínica, se enseña que el mundo se sostiene por tres cosas: por la verdad, por la justicia y por la paz. El orden del postulado no es aleatorio, ya que una pacificación que no esté sustentada sobre bases justas indudablemente no prosperará. A su vez, de modo alguno se podrá acceder a la justicia si se parte de falsedades y ocultamientos...
Edgar lo sabe. El fiscal Nisman lo supo.
Nosotros, todos sobrevivientes y fiscales, ¿lo sabremos?
Que todo está ligado con todo, a esta altura de los tiempos, es una verdad de la que resulta difícil escaparse. Aun cuando este postulado abreve en lo místico pero a su vez no esté despojado de lo que afirma la física, hay veces en que los caprichos de la historia se ocupan de unir intempestivamente aquello que en un primer vistazo se presentaba como bastante desconectado.
Edgar Wilfeuer –un cordobés por adopción, de 90 años– está hoy mismo caminando por Auschwitz, el campo de concentración nazi que a sus casi 20 lo recibiera con la única intención de utilizarlo como mano de obra esclava antes de eliminarlo en las cámaras de gas.
Su destino fue diferente al de la mayoría de sus compañeros que poblaron de cenizas los oscuros cielos europeos de la década de 1940. Edgar sobrevivió y, después de varias peripecias relatadas en sus libros autobiográficos, se radicó junto a Sonia, el amor de su vida, en los suelos de la Docta.
Un día como el de hoy –27 de enero– pero de 1945, el Ejército Rojo liberaba este engendro de la sistematización del asesinato en masa y unos 4.500 sobrevivientes podían empezar muy de a poco a contar sus historias, como lo está haciendo hoy Edgar en el acto de recordación sobre tierras polacas.
Mientras tanto, a 70 años de aquel hecho y a miles de kilómetros de distancia, la familia de un fiscal argentino que investigaba el mayor atentado terrorista de nuestro país todavía ni siquiera puede poner una flor o una piedra en su tumba, porque el cuerpo permanece en la morgue judicial para que se siga analizando cómo fue muerto el día anterior a presentar en el Congreso una ampliación de su conmocionante denuncia.
La impunidad del atentado a la Amia, así como la impunidad del atentado a la Embajada y de tantos otros crímenes que nos han sacudido como nación, fue la macabra invitación a sumar el nombre de Alberto Nisman (de bendita memoria) a la nefasta lista de muertes violentas que nos hacen retroceder en humanidad.
Lejos y cerca a la vez, hay algo no tan misterioso que enlaza a Edgar y a Alberto. Es algo del orden de lo opuesto a lo divino que, cuando es bien comprendido, siempre está atado a la vida y a lo vital, y por ende se halla a años luz de lo siniestro.
Es algo que se presenta cuando los estados asesinan como la Alemania nazi, o exportan terrorismo como Irán. Es algo que aparece cuando los estados desprotegen a sus ciudadanos, y entonces la muerte acecha bajo distintos formatos, pero todos letales.
Es algo marcado por una línea idéntica que atraviesa territorios y centurias y se mete “de prepo” entre aquellos que no toleran palabras y valores como la democracia, el pluralismo o la diversidad.
Es algo que se alimenta de corrupción, de fanatismos de cualquier orden y color, de poderes absolutos y del desprecio por la disidencia y los disidentes.
En un antiquísimo texto del Talmud, que es un compendio ancestral de sabiduría rabínica, se enseña que el mundo se sostiene por tres cosas: por la verdad, por la justicia y por la paz. El orden del postulado no es aleatorio, ya que una pacificación que no esté sustentada sobre bases justas indudablemente no prosperará. A su vez, de modo alguno se podrá acceder a la justicia si se parte de falsedades y ocultamientos...
Edgar lo sabe. El fiscal Nisman lo supo.
Nosotros, todos sobrevivientes y fiscales, ¿lo sabremos?
Rabino Marcelo Polakoff
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