Doce rostros. Doce nombres, algunos de los cuales pronunciaron para identificarles específicamente antes de ejecutarles. Doce símbolos, llorados en todo el mundo, de la libertad de reír y de pensar, ahora asesinada. Por esos 12, a Charb, Cabu, Wolinski, Tignousa, a Bernard Maris, por esos mártires del humor que tantas veces nos hicieron morir de risa y que por ella han muerto, por ellos tenemos la obligación, como mínimo y sin la más mínima duda, de estar a la altura de su compromiso, su valor y, hoy, su legado.
Las autoridades de la nación tienen ahora el deber de sopesar un conflicto que no deseaban pero que los periodistas de Charlie —esos cronistas y caricaturistas que eran, ahora lo sabemos, corresponsales de guerra— estaban librando desde hacía muchos años, y en primera línea. Estamos ante el instante churchilliano de la V República. Es el momento de cumplir con el deber de atenernos a una verdad implacable ante una prueba que se anuncia larga y terrible. Es el momento de que rompamos con los discursos apaciguadores que nos sirven desde hace tanto tiempo los tontos útiles de un islamismo soluble en la sociología de la miseria. Y es el momento, ahora o nunca, de hacer gala de una sangre fría republicana que hará que no nos abandonemos a las funestas facilidades del Estado de excepción.
Un antiterrorismo sin poderes especiales. Francia puede —y debe— levantar unos diques que no sean los muros de una fortaleza asediada. Francia debe —y puede— poner en práctica un antiterrorismo sin poderes especiales, un patriotismo sin Patriot Act, una forma de gobernar que no caiga en ninguna de las trampas en las que estuvo a punto de perderse Estados Unidos después del 11 de septiembre de 2001. ¿No nos invitan de manera implícita a ello las palabras de John Kerry, hace 10 años adversario desafortunado pero honorable del mediocre apóstol del antiterrorismo que fue George W. Bush? ¿Acaso no tuvo el homenaje que rindió en francés a las 12 víctimas, su Je suis Charlie recuperado en el mismo francés que el conmovedor discurso pronunciado por el presidente Roosevelt en las ondas de Radio Londres el 8 de noviembre de 1942, la doble virtud de subrayar la dimensión histórica del suceso y al mismo tiempo dirigir a la nación hermana una discreta advertencia contra la tentación, siempre posible, de la biopolítica liberticida?
Nosotros, los ciudadanos, tenemos el deber de vencer el miedo, de no responder al terror con el espanto y de armarnos contra esa obsesión con el otro y esa ley de la sospecha generalizada que acaban siendo, siempre o casi siempre, la consecuencia de sacudidas como esta. En el instante de escribir estas líneas, la prudencia republicana parece haber predominado. El Je suis Charlie inventado de forma simultánea y como con una sola voz en las grandes ciudades de Francia marca el nacimiento de un espíritu de resistencia a la altura de lo mejor de la historia. Y los incendiarios de almas que predican sin descanso la división entre los franceses de origen y los que los son porque lo dicen sus papeles, los provocadores de disturbios que, en el Frente Nacional, veían estas 12 ejecuciones como una nueva sorpresa divina que demuestra el avance inexorable del “gran reemplazo” y nuestro cobarde sometimiento a los profetas de la “Sumisión”, se han quedado con dos palmos de narices.
La unidad nacional es lo contrario de “Francia para los franceses”. No obstante, hay que preguntarse: ¿hasta cuándo? Y es fundamental que, cuando pase el tiempo de las emociones, sigamos respondiendo al lema de “Francia para los franceses” de la señora Le Pen con la unidad nacional de los republicanos de todas las tendencias políticas y todas las procedencias que, en las horas siguientes a la matanza, salieron con valentía a la calle. Porque la unidad nacional es lo contrario de Francia para los franceses. La unidad nacional es, desde Catón el Viejo hasta los teóricos del contrato social moderno, un bello concepto que, emparentado como está con el arte de la guerra justa, no se equivoca jamás de enemigo. La unidad nacional es la idea que hace que los franceses hayan comprendido que los asesinos de Charlie no son los musulmanes, sino una ínfima fracción de los musulmanes, compuesta por quienes confunden el Corán con un manual de torturas. Y es obligatorio que esa idea sobreviva a este increíble sobresalto ciudadano.
Aquellos que tienen por religión el islam tienen el deber de proclamar en voz muy alta, y de forma muy multitudinaria, su rechazo a esta forma pervertida de la pasión teológico-política. No es cierto, como se dice demasiado a menudo, que a los musulmanes de Francia se les conmine a justificarse; más bien —y es exactamente lo contrario— se les convoca a manifestar que se sienten hermanos de sus conciudadanos asesinados y, de esa manera, a erradicar de una vez por todas la mentira de que existe una comunidad de espíritu entre su fe y la de los autores de la matanza.
No en nuestro nombre. Ellos tienen la importante responsabilidad, ante la Historia y ante sí mismos, de gritar el Not in our name de los musulmanes británicos, que quisieron así refutar toda posibilidad de asociación con quienes habían decapitado a James Foley; pero tienen también la responsabilidad, aún más imperiosa, de declinar su nombre, su verdadero nombre, como hijos de un islam de tolerancia, paz y bondad. Hay que liberar al islam del islamismo. Es necesario repetir que asesinar en nombre de Dios es convertir a Dios en un asesino por poderes. Esperamos, no solo de los expertos en religión como el imán de Drancy Chalghoumi, sino también de la inmensa muchedumbre que constituyen sus fieles, la valiente modernización que permita enunciar, por fin, que el culto a lo sagrado es, en democracia, un atentado contra la libertad de pensamiento; que las religiones, a ojos de la ley, son unos regímenes de creencias ni más ni menos respetables que las ideologías profanas; y que el derecho a reírse de ellas o a discutirlas es un derecho de todas las personas.
Este es el camino difícil, pero tan liberador, que seguían algunas conciencias del Islam que tuve el honor de conocer en Bangladesh, Bosnia, Afganistán y los países de la Primavera Árabe y cuyos nombres quiero repetir aquí: Mujibur Rahman, Izetbegovic, Massud, los héroes y heroínas caídos en Bengasi, como Salwa Bugaighis, bajo el fuego o los cuchillos de los hermanos de barbarie de quienes han asesinado a Charb, Cabu, Tignous y Wolinski. Es su mensaje el que debemos escuchar. Es su testamento traicionado el que debemos hacer nuestro sin más tardar.
Ellos son, incluso después de muertos, la prueba de que el islam no está condenado a sufrir esta enfermedad diagnosticada por Abdelwahab Meddeb, el que más cruelmente vamos a echar de menos, de todos nuestros poetas y filósofos, en los tiempos sombríos que se avecinan. Islam contra Islam. Luces contra yihad. La civilización plural de Ibn Arabi y Rumi contra los nihilistas del Estado Islámico y sus emisarios franceses. Ese es el combate que nos aguarda y que, todos juntos, vamos a tener que librar.
Bernard-Henri Lévy es escritor y filósofo.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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