miércoles, 12 de octubre de 2011

El Vaticano e Israel: del rechazo al reconocimiento

El Vaticano e Israel: del rechazo al reconocimiento



Por Julián Schvindlerman

Autor de “Roma y Jerusalem: la política vaticana hacia el estado judío” (Random House Mondadori/Debate)



Revista Amijai – septiembre 2011



Durante sus primeros años de existencia, las prioridades nacionales de Israel se centraron en asegurar su supervivencia, con lo cuál la seguridad fue un asunto prioritario, y en garantizar viabilidad y autosuficiencia, con lo cuál la economía fue una cuestión focal. Luego se encontraba el importante tema de la inmigración, la que dotaría de vitalidad a todo el emprendimiento nacional y afianzaría la presencia física del estado, especialmente a la luz de la asimetría poblacional vis-à-vis el mundo árabe circundante. Asociada a todas ellas estaba la cuestión del reconocimiento externo de la nación incipiente. Tal como ha explicado el autor Uri Bialer, sostener la defensa de la patria, absorber inmigrantes, forjar una economía pujante; todo ello requería de fondos, armas, personas, materias primas, y apoyo internacional. Las naciones del mundo podían asistir u obstruir el esfuerzo israelí política, económica y demográficamente. Como las fronteras del país al finalizar la guerra de 1948 eran más amplias que las estipuladas por el Plan de Partición de 1947, la obtención de legitimidad para esa nueva realidad por parte del estado judío era una necesidad crucial de su política exterior.



Muchas naciones cuyo apoyo precisaba en este sentido Israel eran cristianas, varias de ellas católicas, y en consecuencia pasibles de influencia vaticana. Quiere decir que la Santa Sede tenía un poder político sobre el Estado de Israel que excedía ampliamente el propio de toda relación bilateral. Al negarle el reconocimiento diplomático, al oponerse a su ingreso como miembro de las Naciones Unidas, al socavar su soberanía sobre la ciudad que designó como su capital, al reclamar el retorno de los refugiados palestinos, y al incitar al mundo católico a presionar a sus propios gobernantes en todos los países posibles de modo desfavorable a los intereses del estado judío, el Vaticano no contribuyó a alivianar la ya de por sí dura realidad de los israelíes. En particular, la renuencia vaticana a reconocer formalmente a la nueva nación se prolongaría por décadas.



Contactos existían, pero no tenían como objeto negociar el entablado de relaciones diplomáticas. Más bien, variaban desde lo protocolar (como fue la audiencia privada que Pío XII concedió al ministro de relaciones exteriores Moshe Sharret, en mayo de 1952) a lo ceremonial (como fue el concierto dado por la Orquesta Filarmónica de Israel al Papa, en mayo de 1955, en Roma) o a lo pragmático (como fue la entrega de un cheque por parte del gobierno israelí al Patriarca Latino monseñor Antonio Vergani, en noviembre de 1955, en compensación por daños a las propiedades de la Iglesia Católica durante la guerra de 1948/49). La Santa Sede se apoyaba en la existencia de tales contactos para justificar que no había de parte suya una oposición de facto al estado judío. En mayo de 1948, por caso, L´Osservatore Romano publicó un artículo titulado “Riconoscimento de jure e riconoscimento de facto” en el cual elaboraba a propósito de esta diferencia teórica. Reconocimiento de jure, explicaba el órgano vaticano, es la manifestación de la voluntad de un estado a establecer relaciones diplomáticas con una entidad soberana, mientras que el reconocimiento de facto supone una aceptación tácita de otro estado, acotada temporalmente y supeditada a desarrollos futuros. De aquí se deducía que la Santa Sede reconocía la existencia de Israel aún cuando no hubiere publicado ninguna declaración solemne al respecto. Israel sencillamente no figuraba mencionado en los documentos y pronunciamientos del Vaticano. Cuando debía comentar sobre la situación en la zona, simplemente empleaba los términos “Palestina” o “Tierra Santa”. Esta práctica estaba tan asentada que cuando dos oficiales israelíes fueron recibidos en el Vaticano, en diciembre de 1948, su anfitrión les dijo: “Caballeros, he oído que han venido de Palestina hace tres días”, a lo que uno de ellos respondió: “hemos venido de Israel hace tres días”.



A pesar de este silencio, debe destacarse que la Santa Sede nunca cuestionó oficialmente la existencia del Estado de Israel. El no-reconocimiento ciertamente no reflejaba una actitud positiva hacia el estado judío, pero tampoco había el Vaticano repudiado oficialmente su existencia. Aunque, a juzgar por la siguiente declaración del máximo responsable de la política exterior vaticana, podemos concluir que no fue por falta de sentimiento. En 1957, dijo Domenico Tardini, Prosecretario para Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios de la Secretaría de Estado, al embajador francés ante la Santa Sede, Roland de Margerie, durante una conversación sobre Israel:



“Siempre he estado convencido de que no había necesidad real de establecer aquél estado…que su creación fue un error grave por parte de los estados occidentales y que su existencia es una fuente constante de peligro de guerra en el Medio Oriente. Ahora que Israel existe, no hay por supuesto posibilidad de destruirlo, pero cada día pagamos el precio de este error”.



Diversos factores fluctuaban en la actitud vaticana hacia el nuevo estado, algunos de ellos descansaban sobre sentimientos hostiles presentes en el catolicismo de la época. El día que Israel proclamó su independencia, L´Osservatore Romano afirmó que “la Tierra Santa y sus sitios sagrados pertenecen al cristianismo, el Verdadero Israel”. Al año siguiente, dos días antes de que Israel fuera admitido formalmente en las Naciones Unidas, el boletín de la Congregación para la Propaganda Fide de la Santa Sede caracterizó al sionismo como un movimiento “espiritualmente inspirado por una venganza de 2000 años de antigüedad contra el cristianismo”. Otro factor yacía en el clásico temor al comunismo y la asociación automática que hacía la Iglesia Católica de éste con los judíos. En 1948, en ruta hacia Israel para asumir su puesto como embajador, James McDonald efectuó una parada en Roma para dialogar con el Papa sobre las relaciones con Israel. Pío XII hizo saber su malestar por el reconocimiento dado por Washington a Israel y dejó saber al diplomático estadounidense que Roma temía que el estado judío “se hará comunista”. Las aprehensiones por la penetración comunista del Medio Oriente eran reforzadas por la sospecha de que los sionistas eran izquierdistas y la impresión de que el apoyo occidental a Israel empujaría a las naciones árabes hacia la órbita soviética, conforme ha observado la investigadora Esther Feldblum. Con la Guerra Fría asomando y regimenes comunistas emergiendo en el lejano oriente y Europa, con naciones católicas tales como Hungría, Rumania, Checoslovaquia, Polonia, y los países bálticos ingresando al campo soviético, y con fuerte presencia comunista en las puertas del propio Vaticano (el partido comunista italiano pasó a ser en determinado momento el más grande partido comunista de Occidente), el Papado se sentía amenazado. El panorama era especialmente aterrador para un pontífice alérgico al comunismo. Estos temores resultaron ser infundados. Israel fue un aliado de los Estados Unidos; los países árabes, de la Unión Soviética.



La Santa Sede alegaba otros varios motivos para no dar el reconocimiento formal al estado judío: la ocupación israelí de territorios reclamados por los palestinos, la anexión de Jerusalem, el status de la Iglesia Católica en Israel, la ausencia de fronteras internacionalmente reconocidas, etc. Pero las excusas no resistían demasiado análisis. En cuanto a la situación de los palestinos, bajo esa misma vara la Santa Sede debió haber privado de vínculo diplomático a Egipto (con quién estableció lazos en 1947) por haber gobernado Gaza entre 1949 y 1967 sin dar lugar a la independencia palestina. Si la ausencia de fronteras internacionalmente reconocidas fuese un criterio válido, entonces la Santa Sede debía explicar cómo sostenía relaciones diplomáticas con Irak (1966), y Kuwait (1968), por no citar al propio Líbano (1947), todas naciones con disputas fronterizas (con Irán y Kuwait, con Irak, y con Israel y Siria respectivamente). Si el status de la Iglesia era un problema en el estado judío -la única democracia de la región- ciertamente no menos lo era en las naciones totalitarias, teocráticas, o monárquicas con las que Israel compartía vecindario y en las que el Vaticano tenía presencia. El único tema objetivamente defendible, desde una óptica vaticana, era el de Jerusalem. En esto era coherente pues tampoco había entablado lazos diplomáticos con Jordania. Y aún así, el alegato no resultaba creíble. Muchos otros países tampoco reconocían como válida la anexión israelí de Jerusalem y sin embargo tenían relaciones diplomáticas con ella. Si la inexistencia de diferencias políticas entre las naciones fuese el parámetro guía, entonces la Santa Sede debió haberse abstenido de reconocer diplomáticamente a países como Uganda, Sudán, o Ruanda, en los cuáles hubo represiones y genocidios que Roma seguramente no aprobaría. Y ni que hablar de la Alemania Nazi, nación con la que el Vaticano no cortó lazos aún ante los gravísimos crímenes cometidos, la persecución contra la Iglesia, y las fluctuaciones territoriales de aquél país durante la guerra que jamás contaron con reconocimiento internacional. Resultaba cada vez más claro que Roma veía con apatía, sino con desprecio, a Jerusalem. Su renuencia a reconocer a Israel la ubicaba junto a los estados más intransigentes. En el contexto político de los años noventa, eso lucía como un anacronismo.



Esto cambió para comienzos de 1992 con los primeros contactos discretos, y para fines de 1993 el Acuerdo Fundamental entre las partes estaba sellado. Al año siguiente, Roma y Jerusalem intercambiaron embajadores. Desde entonces, dos pontífices visitaron el país y rezaron ante el Muro de los Lamentos. El largo camino que separa al rechazo del reconocimiento había sido, finalmente, transitado.

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