jueves, 15 de enero de 2015

Once: el aleph del dolor. Por Marcelo Birmajer


Tres de las peores tragedias argentinas, desde la recuperación democrática hasta hoy, ocurrieron en el barrio de Once: el atentado contra la AMIA, en 1994; el incendio de la discoteca Cromañón, en 2004, y el choque del tren de TBA en la estación de Once, en 2012. Ochenta y cinco muertos fue el saldo del atentado contra la AMIA, 194 personas murieron en el incendio de Cromañón y 52 murieron en la tragedia ferroviaria. El impacto de cada uno de estos sucesos en la sociedad, la cantidad de muertos y su cercanía en el tiempo pueden tentarnos a considerar que hay alguna relación directa y equidistante entre estos tres eventos luctuosos y el barrio de Once. Dos peligros simétricos enfrenta quien pretende analizar la historia humana: pasar por alto vectores poco perceptibles que asocian fehacientemente los hechos e inventar vectores cuando no los hay.



Por distintos motivos, en ciertas ocasiones los ensayistas prefieren anular las asociaciones lógicas. Por ejemplo, muchos ensayistas peronistas consideran a López Rega y su Triple A como una excrecencia sin ninguna relación con Perón. Esos mismos ensayistas que consideran a Perón un líder excepcionalmente lúcido, maestro manipulador del poder y al tanto de las consecuencias del más mínimo de sus movimientos, no obstante sostienen que fue totalmente ignorante de lo que hacía López Rega tras bambalinas. Aquí hay una secuencia lógica desoída, puesto que aceptarla fatalmente derivaría en una crítica al líder infalible. Por el contrario, dentro de este mismo grupo de ensayistas existen quienes consideran que López Rega era un hombre de la CIA. No existen pruebas ni pistas al respecto, pero resulta una versión salvavidas para su credo. En un caso, se elimina la interpretación lógica. En el otro, se la fuerza sin pruebas.
En el caso de Once y las tragedias ocurridas dentro de sus límites en un corto espacio de tiempo, la tendencia natural del ensayista sería a asociarlas; porque las asociaciones resultan, en el terreno de las ciencias sociales y de la epistemología, mucho más atractivas que el mero azar. De hecho, incluso en las así llamadas ciencias ocultas, las causalidades sirven para considerar éxitos interpretativos, mientras que las casualidades no pagan. El astrólogo se jacta de encontrar en las estrellas los motivos ocultos por los cuales perdimos una fortuna o ganamos una competencia. Aceptar el mero azar no reditúa.


Algo desigual. La relación entre el Once y estas tres tragedias es desigual. La masacre de la AMIA es ontológicamente distinta de las tragedias de Cromañón y del tren de TBA. En AMIA existió una voluntad criminal maligna de eliminar la mayor cantidad de vidas posible, con el fin ulterior de conseguir, en el largo plazo, el exterminio del pueblo judío. Es un plan atávico, de siglos de duración, cuya sola enunciación lo vuelve inverosímil, pero es tan cierto como el exterminio de seis millones de judíos a manos de los nazis durante la Shoá; y el peor atentado antisemita posterior a la Segunda Guerra, este que reseñamos, cometido, según la Justicia argentina, por las más altas autoridades de la República Islámica de Irán, cuyo credo antijudío fue enunciado elocuentemente por el primer líder de la teocracia fundamentalista, el ayatolá Ruhollah Khomeini.


En los casos de Cromañón y de la estación de tren de Once, podemos hablar de ineficiencia criminal, pero no de voluntad maligna exterminadora. La corrupción, en primer y distintivo lugar, y la impericia y el descuido son acciones de sujetos responsables y, en los casos probados, criminales; pero no son equivalentes al asesinato masivo planificado. La geografía, en este caso, es aleatoria y no asocia los tres eventos en un sentido de secuencia ni de cualquier otra lógica. Cabe una distinción aún más fina entre Cromañón y el siniestrado tren de TBA; mientras que en Cromañón la tragedia se precipitó por los funcionarios que incumplieron las reglas de control, los privados que no controlaron ni respetaron las reglas básicas de seguridad y los clientes que dispararon bengalas, la tragedia del tren de TBA fue casi exclusivamente responsabilidad del Estado nacional que, en una extendida red de corrupción, desatendió por completo la seguridad en el transporte ferroviario.

Por supuesto, hay una asociación lógica en el hecho de que el peor atentado antisemita posterior a la Segunda Guerra Mundial haya ocurrido en el barrio de Once. El Once es el barrio judío más importante de Latinoamérica. La comunidad judía argentina es la más numerosa del mundo de habla hispana. Si querían dar un golpe en un sitio con una seguridad nacional frágil y una población judía numérica y simbólicamente importante, Argentina era un blanco atendible; y el Once, su lugar más elocuente. En este caso sí hay un reguero sangriento que viaja desde la Semana Trágica de 1919 hasta AMIA, en el mismo barrio. Tan intenso que incluso la lógica se tuerce hacia lo icónico: si bien el drama de la Semana Trágica comenzó en San Cristóbal, en la huelga de los talleres Vasena, uno tiende a asociarlo con el Once, donde sucedieron los pogroms contra los recientes inmigrantes judíos como consecuencia de ese conflicto inicialmente gremial. De hecho, el Once como barrio no existe, es una convención, una referencia coloquial, no cartográfica. No aparece en los mapas ni en las guías catastrales oficiales. Pero uno no puede dejar de pensar en ese barrio cuando se menciona la Semana Trágica; la vinculación lógica o histórica desafía la realidad y la precisión geográfica.

La esencia del barrio. Cromañón y la tragedia ferroviaria de TBA sí están asociadas a Once por su condición de barrio de clase media, en ascenso y descenso. Pasan por Once quienes ascienden en la escala social, hacia barrios más adinerados; y pasan por Once quienes deshacen el camino, rumbo a la precariedad económica. La estación es el paso obligado de los proletarios que van y vienen del Gran Buenos Aires. También de las salidas de ocio de los habitantes humildes del Conurbano. La población de Cromañón era casi excluyentemente de clase media, con leves oscilaciones hacia clase media baja o clase media alta. Es una muy precisa definición de la esencia del barrio. Desde que lo
conozco, el Once no sufrió mutaciones importantes en cuanto a su condición de barrio de clase media. He visto convertirse a Palermo Viejo en un Soho extraterritorial; a Villa Crespo aspirar a algo similar y a Almagro levantar vuelo, pero el Once se ha quedado donde estaba. Las víctimas que murieron en esas dos tragedias, Cromañón y la de la estación de Once, y los asesinados en la AMIA pertenecían mayoritariamente a un sector social que se ubica entre los humildes no pauperizados y la clase media oscilante, y que probablemente, esto es una suposición, como el propio barrio, asumían no conflictivamente su condición.

En el terreno del dolor, no hay fronteras ni disquisiciones. Para cada uno de los que perdió a sus parientes, su padecimiento y su espanto son únicos e incomparables. Todos ellos necesitan del mismo modo explicaciones, verdad y justicia. Para cada uno de los heridos sobrevivientes, sus pérdidas y traumas son excepcionales; no hay consuelo ni olvido. En un sentido místico, este barrio sin pretensiones, sin siquiera nominaciones formales, ha recibido en su seno a sus iguales, sus seres queridos, los muertos injustificables y el llanto de sus deudos.

Fuente: Perfil.com - Edición impresa

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