miércoles, 8 de octubre de 2014

Los antepasados del ISIS

En los años recientes se ha producido el espectacular surgimiento de una clase de institución política aparentemente nueva: el estado islámico rebelde. Boko Haram en Africa Occidental, Al-Shabab en Africa Oriental, el Emirato Islámico del Cáucaso y, desde luego, el Estado Islámico en Oriente Medio, conocido como ISIS, o ISIL: estos movimientos no sólo llaman a la guerra santa contra Occidente sino que también utilizan sus recursos para crear teocracias.
Aunque carentes de precedentes en algunos aspectos, estos grupos también tienen mucho en común con los movimientos de renacimiento religioso del siglo XVIII, tales como el wahhabismo en la península arábiga y los grandes estados yihadistas del siglo XIX, que llevaban adelante la yihad contra las potencias no musulmanas y al mismo tiempo procuraban transformar radicalmente sus propias sociedades.
Uno de los primeros grupos en lanzarse a la yihad anticolonial y a la creación de un estado fueron los combatientes liderados por Abdel Kader, que enfrentaron la invasión imperial francesa en las décadas de 1830 y de 1840. Kader se declaró “comandante de los devotos” –el título de un califa– y fundó un estado islámico en Argelia occidental, con capital en Mascara, ejército regular y una administración que aplicaba la ley musulmana y proveía algunos servicios públicos. El estado nunca fue estable ni ocupó tampoco un territorio definido claramente; con el tiempo fue destruido por los franceses.
Igualmente breve fue el estado Mah-dista de Sudán, que se extendió desde principios de la década de 1880 hasta finales de la de 1890. Liderado por el auto proclamado Mahdi (salvador) Mohammed Ahmad, el movimiento convocaba a la yihad contra los gobernantes egipcio-otomanos y sus jefes supremos británicos y estableció estructuras estatales que incluyeron una red telegráfica, fábricas de armas y un aparato de propaganda. Los rebeldes condenaban el cigarrillo, el alcohol, el baile y perseguían a las minorías religiosas.
Pero no fueron capaces de mantener en el estado instituciones estables y la economía se derrumbó; la mitad de la población murió de hambre, enfermedades y violencia antes de que el ejército británico, apoyado por los egipcios, aplastara el régimen en una sangrienta campaña.
El estado rebelde islámico más altamente desarrollado del siglo XIX fue el Imanato del Cáucaso. Sus imanes concentraron a los musulmanes de Chechenia y Daguestán en una guerra santa de 30 años contra el imperio ruso, que pretendía someter la región. Durante la lucha, los rebeldes impusieron un imanato militante a las comunidades de las montañas, ejecutaban a los opositores internos e implantaron la ley sharia, la segregación de los sexos, la prohibición del alcohol y el tabaco, restricciones a la música y aplicación de códigos estrictos para la vestimenta, todas medidas enormemente impopulares. Las fuerzas zaristas enfrentaron al imanato con extrema brutalidad, destrozándolo al cabo de un tiempo.
En todos estos casos hubo dos conflictos distintos, si bien entrelazados: uno contra imperios no europeos y otro contra enemigos internos, y ambas contiendas estuvieron combinadas con la construcción de un estado. Al mismo tiempo, en el centro de estos movimientos estaba el islam. Sus líderes eran autoridades religiosas, la mayoría de las cuales adoptaron el título de “comandantes de los devotos”; sus estados estaban organizados teológicamente. El islamismo ayudaba a unir sociedades tribales entre sí y servía de fuente de autoridad divina absoluta para aumentar la disciplina social y el orden político, y para legitimar la guerra. Todos ellos predicaban el resurgimiento islámico militante, convocando a la purificación de su fe.
Los estados yihadistas de hoy comparten muchos de estos rasgos. Surgieron en una época de crisis y confrontan despiadadamente con enemigos internos y externos. Reprimen a las mujeres. Pese a su ferocidad, todos los grupos han tenido éxito con la utilización del islamismo para armar amplias coaliciones con las tribus y las comunidades locales. Proveen servicios sociales y poseen estrictos tribunales sharios; utilizan métodos de propaganda avanzados.
En todo caso, difieren de los estados del siglo XIX en que son más extremistas y evolucionados. El Estado Islámico probablemente sea la institución política yihadista más desarrollada y militante de la historia moderna. Utiliza estructuras de estado modernas que incluyen una burocracia organizada jerárquicamente, un sistema judicial, madrazas, un vasto aparato de propaganda y una red financiera que le permite vender petróleo en el mercado negro. Utiliza la violencia –ejecuciones en masa, secuestros y saqueos, de acuerdo con fundamentos de represión y acumulación de riqueza– hasta extremos desconocidos en organizaciones islámicas anteriores. Y a diferencia de los antecesores, sus líderes tienen aspiraciones globales, con fantasías de invadir San Pedro, en Roma.
Sin embargo esas diferencias son una cuestión de grado, más que de tipo. Los estados islámicos rebeldes son por sobre todo sorprendentemente similares. Deben verse como un fenómeno; y este fenómeno tiene una historia.
Creados en situaciones de guerra, operando en una atmósfera constante de presión interna y externa, estos estados han sido inestables y nunca plenamente funcionales. Constituir un estado hace vulnerables a los islamitas: mientras que las redes yihadistas o los grupos guerrilleros son difíciles de combatir, un estado, que puede ser invadido, es por lejos más fácil de enfrentar. Y una vez que existe el estado teocrático, con frecuencia queda claro que sus gobernantes no son capaces de proporcionar soluciones políticas y sociales en medida suficiente, y alejan gradualmente a sus súbditos.
A la luz de esto, la comunidad internacional debería seguir vigilando la expansión de grupos como el Estado Islámico e intervenir para evitar la proliferación de abusos contra los derechos humanos. Pero dada la escasa probabilidad de que Estados Unidos y sus aliados dediquen los enormes recursos militares necesarios para derrotar al Estado Islámico –para no mencionar otros estados yihadistas– la mejor opción puede ser una política de contención, apoyo a los opositores locales y luego manejo del posible derrumbe de los grupos.
Es necesario saber realmente qué son estos grupos. Referirse a ellos como un “cáncer”, como lo ha hecho el presidente Obama, es comprensible desde un punto de vista emocional, pero simplifica y oscurece el fenómeno. Los estados yihadistas son instituciones políticas complejas y deben entenderse dentro del contexto de la historia islámica.
© The New York Times 
Traducción de Román García Azcárate

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