Gustavo D. Perednik
De El Catoblepas y el rol de los intelectuales
Durante la jornada de celebración por los primeros cien números de El Catoblepas (Madrid, 3 de junio de 2010), Gustavo Bueno Sánchez nos ilustró a los presentes sobre los orígenes de la publicación, y reveló la génesis del grupo de colaboradores de la revista, entre quienes tengo el placer de encontrarme.
Es que hoy en día resulta arduo hallar intelectuales dispuestos a la audacia de debatir racionalmente con las posturas de sus contradictores. En cuanto al temario específico de mi columna, el maniqueísmo es proverbial. Por ello, se me hace que El Catoblepas proporciona un canal de aire puro en la acechante polución intelectual.
Cien números de El Catoblepas y, mientras escribo estas líneas, me llega el primer número de la hermosa revista De Compostela a Ierushalaim, que con encomiables esfuerzos ha sido publicado por la Asociación Gallega de Amistad con Israel. Quizás el aire puro empiece a llegar de muchos vértices de España.
Después de todo, se trata simplemente de reivindicar la racionalidad frente al paradigma del intelectual a quien en ciertos tópicos se le oscurece la visión. Como Jean-Paul Sartre y su enamoramiento del estalinismo; como Roland Barthes y su apología de Mao después de visitar los campos chinos de trabajo forzado; como Noam Chomsky y su defensa de Pol Pot y de los negacionistas; como Foucault y su identificación con Jomeini, como Slavoj Žižek, y su definición de que el terrorismo «caracteriza las posiciones morales».
Para analizar esta patología poco explorada, durante la primera semana de mayo se llevó a cabo un sugestivo congreso en la Universidad Ariel de Israel (la misma institución que hace menos de un año fuera boicoteada por el Ministerio español de Construcción y Vivienda).
El original tema del cónclave fue «Los intelectuales y el terrorismo», y se abocó a indagar durante tres días las misteriosas motivaciones que llevan a tanta gente inteligente a alinearse con los peores regímenes y sistemas, con lo más violento y retrógrado de la sociedad humana.
Se esgrimieron varias hipótesis. Entre otras: que a muchos intelectuales, inmersos en ideas y textos, les cuesta ver el cuadro general de la realidad inmediata; que a partir del siglo XVIII hay una corriente en las sociedades abiertas que comenzó como autocrítica y terminó como suicida; que a muchos intelectuales su ánimo relativizador les impide ver la índole del mal.
El seminario estuvo dirigido por la Helena Rimón, quien logró abandonar la ex Unión Soviética dos años antes de que ésta se desmoronara, y señaló el amargo sino de muchos intelectuales, quienes en su desarraigo cultural terminaron perdiendo todo sentido de la proporción y llegaron a identificarse con la banda Baader-Meinhof alemana, justificar el 11-S, banalizar el Holocausto, o exhortar al genocidio. Según la disertación de Yoel Fischman en el coloquio, muchos de esos intelectuales padecen de una carencia de imaginación que les impide entender la índole del terrorismo.
En El Catoblepas encontré a una intelectualidad no dogmática, nunca tentada a la identificación enfermiza con lo peor, que caracteriza a la decadente «progresía» que aún predomina en los medios europeos, y que no se detiene ni siquiera ante el uso de niños como combustible por parte de los terroristas del Hamás, en un remedo del más abyecto canibalismo. Que este síndrome haya sido certificado por intelectuales es uno de los aspectos más tenebrosos de nuestra época.
Al respecto, acaba de publicarse en Israel un libro de Anat Barco titulado Mujer bomba («Ishah Ptzatzá»), que lleva por subtítulo Terroristas suicidas: mujeres y niños al servicio del terror. Barco analiza las motivaciones específicas que llevan a mujeres a autoinmolarse para matar, mostrando que difieren notablemente de las pautas que empujan a los varones al asesinato por odio. En la mujer, se trata frecuentemente de escapar del ostracismo social, purgar «el crimen» de haber sido violadas, o evitar el matrimonio impuesto.
Con este método ampliamente condonado, el islamismo atacó a la única democracia del Oriente Medio, a la sociedad de la máxima tecnología y educación. Y agreguemos, para dar cuenta de la rampante ceguera aludida, que es también la sociedad que este año cumple un siglo del kibutz, desde aquel 29 de octubre de 1910 en que se fundara Degania donde se unen el Mar de Galilea con el río Jordán. Doce jóvenes crearon allí una vida comunal basada en el trabajo en la naturaleza, enfrentando solos al calor agobiante, la falta de agua, las plagas, la aridez, y la brutalidad de sus vecinos.
El ataque al lenguaje
La lucha contra la racionalidad comienza por cambios semánticos aparentemente anodinos, como llamar a Mahmud Abbás «Primer Ministro de Palestina» (insinuando que alguna vez hubo un país independiente así llamado); «ciclo de violencia» a todo evento binario de agresión anti-israelí y autodefensa judía; «refugiados» a todos los descendientes de personas desplazadas; territorios «ocupados» a los que estén en disputa si Israel es parte de ella; y «campo de la paz» a quienes apoyan al terrorismo de Hamás (cuyo líder «espiritual» sería el jeque Ahmed Yasín).
El paso siguiente del embate lingüístico consiste en denominar, por ejemplo, «muro de la vergüenza» a la alambrada antiterrorista, y concluir dando el nombre de «causa palestina» a todo intento por destruir Israel.
En estos días, el léxico corrupto se amplió a la voz «flotilla de la libertad» para denominar a cargamentos de armas que procuran introducirse por la fuerza a una zona en conflicto, capitaneados por «pacifistas» que arrojan por la borda a soldados israelíes y los atacan con palos de metal.
Se reitera así la validez del lúcido párrafo de George Orwell, tomado de su artículo de 1942 referido a la izquierda fascista: «El pacifista que obstaculiza el esfuerzo bélico de sólo una de las partes, automáticamente se alinea con la otra».
El vocabulario fue vaciado para ponerse al servicio de una orgía semántica que legitima la violencia. Durante una visita a Londres del viceministro de Exteriores de Israel, Danny Ayalón (8-2-10), el estudiante Noor Rashid gritaba «asesinen a los judíos».
No fue multado ni reprimido, y el órgano de los estudiantes de la Universidad de Oxford le permitió aclarar que él se había limitado a usar un canto tradicional árabe del siglo VII que sólo reza «Jaybar ya’Yahúd» y por lo tanto no había nada ofensivo en sus palabras (la expresión árabe significa «asesinen al judío»).
Otro buen ejemplo de la aquiescencia intelectual para con estos abusos se produjo hace unos meses en el programa radial de la BBC de Londres dedicado a condenar en los términos más inequívocos la muerte en Dubai del comandante militar de Hamás (20-1-10). Durante el programa, el «experto» Eddie Mair declaró a mansalva que «los judíos ayudan al Mossad. Se estima que medio millón, y algunos dicen hasta un millón de judíos, son agentes del Mossad». No fue cuestionado, ni hubo pedidos de disculpas.
Impotentes ante la flagrante hostilidad, algunos organismos echan mano al recurso de apaciguar a los judeófobos más elegantes por medio de invitarlos a Israel. Así fueron hace poco los casos de Miguel Ángel Bastenier y de Mario Vargas Llosa.
Lejos de avenirse a mirar a la realidad en todos sus aspectos, los ilustres huéspedes optaron por exacerbar más aún su línea maniquea que ve en Israel la causa del mal, y que no reconoce al país judío el derecho a defenderse de ninguna agresión.
Para ellos, hay bloqueo contra Gaza pero no hay ni nunca hubo morteros desde Gaza contra la población civil israelí, ni un israelí secuestrado en la franja. Hay trabas para el movimiento de los palestinos, pero no terroristas suicidas.
Nada podrá cambiar a esta gente: Bastenier seguirá difamándonos y Chávez seguirá maldiciéndonos a los gritos, porque no odian lo que hace Israel, sino lo que es.
Como lo expresara Theodor Lessing en un elocuente comentario de Europa y Asia (1945), que puede perfectamente aplicarse a la relación de Europa para con el Israel de hoy: «Cuando no tenemos ‘la conciencia tranquila’ con respecto a determinado grupo de personas, nuestro orgullo personal nos impele a resaltar todo lo que haya de malo o indigno en él, para que nuestra hostilidad aparezca justificada ante nuestro fuero interno. No lo odiamos porque sea malo, sino que, porque lo odiamos, lo tildamos de malo».
Qué dicha es reconocer en El Catoblepas un grupo de gente que, en vez de tildarnos de malos, prefiere juzgar a Israel con criterios racionales. En los días que corren, es una reivindicación de la racionalidad que merece en efecto celebrarse.
El Catoblepas informa del animal legendario que le da su nombre, que «su cabeza mira siempre hacia abajo», pero omite cuidadosamente que «su mirada podía convertir a la gente en piedra o matarlas».
Estáis muy lejos de generar pétreas indiferencias, pero podrías caer en la segunda virtud de vuestro tocayo y, en vuestros próximos cien números, disminuir el número de los irracionales que se alinean con lo infame.
Fuente: http://www.nodulo.org/ec/2010/n100p05.htm
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