Y ya son cuatro los tiranos depuestos por la Primavera Árabe en menos de un año. Con la firma de su dimisión en Riad, el yemení Saleh se sumó el miércoles a una lista que ya incluía al tunecino Ben Alí, el egipcio Mubarak y el libio Gadafi. Qué formidable balance para unos pueblos a los que cierta mirada, compartida por sus regímenes despóticos y las democracias occidentales, contemplaba como incapaces de alzarse por las libertades y los derechos humanos. Y qué nuevo disgusto para aquellos que casi desde el primer día quisieron dar por finiquitado lo que es una auténtica revolución, el acontecimiento de mayor calado geopolítico desde la caída del Muro de Berlín.
De la universalidad de la Primavera Árabe da cuenta el que haya alcanzado, aunque de forma distinta, a países situados en los extremos del mundo árabe: Marruecos, en el Magreb, y Siria y Yemen, en el Machrek. De su aliento el que, tras el verano, haya seguido aportando novedades espectaculares como la muerte de Gadafi, las primeras elecciones democráticas tunecinas, los primeros choques militares en Siria, la decisión de la Liga Árabe de sancionar a este último país, las nuevas jornadas de lucha y sangre en la cairota plaza de Tahrir y, el miércoles, la firma por Saleh de su retirada del poder.
Yemen se convierte así en el primer país de la península arábiga en el que las protestas populares logran derrocar al déspota. El aciago clan sirio de los Asad sigue acumulando papeletas para el repóker de ases.
Las protestas democráticas comenzaron en Yemen el 27 de enero, al calor, como en otros lugares, de la revolución del jazmín tunecina. Tras sufrir un atentado, Saleh se refugió en junio en Riad, la capital de la reacción árabe, para volver a su país en septiembre. Su regreso solo consiguió redoblar los combates de los yemeníes. El 11 de octubre, Amnistía Internacional informó de que decenas de mujeres habían sido heridas en Taiz, la segunda ciudad del país, al ser agredidas por los matones de Saleh. Festejaban pacíficamente la concesión del Premio Nobel de la Paz a su compatriota la periodista y activista por los derechos humanos Tawakkol Karman. Pero ni las pedradas ni los disparos lograron arredrar a los yemeníes. El miércoles, las agencias de noticias informaban de que decenas de miles de opositores salieron a las calles de Sana y Taiz para exigir que Saleh sea juzgado por sus delitos.
Nada está escrito. Ni en las estrellas ni en ningún libro sagrado. No lo estaba que los árabes estuvieran condenados a escoger entre la autocracia y la teocracia. No lo está que sus revoluciones vayan a fracasar o a triunfar. El que estos combates culminen con democracias razonables también depende la actitud de los demócratas del resto del planeta. Más que regocijarnos con sus dificultades, lo suyo sería que nos preguntáramos cómo podemos ayudar. El desdén y el escepticismo no son hoy sino la continuidad de la visión eurocéntrica.
EL PAIS
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