La unidad de España y la polémica expulsión de los hebreos
El día 31 de marzo de 1492 los Reyes Católicos firmaban en Granada el edicto de expulsión de los judíos de la Corona de Castilla. Hoy se trata de enmendar su error.
La comunidad judía sefardita está siguiendo con verdadero interés la posibilidad que les ofrece el Gobierno de adquirir la nacionalidad española. 522 años después de su expulsión, los descendientes de aquellos hebreos que tuvieron que dejar tierras españolas por imperativo de los Reyes Católicos – salvo que abjurasen de su fe y abrazasen el catolicismo – recuperarán la nacionalidad de sus ancestros si así lo desean y son capaces de acreditar su ascendencia.
Los Reyes católicos expulsaron a los judíos en 1492, justo después de la conquista Granada, persiguiendo la unidad religiosa tras haber obtenido la unidad territorial. Como consecuencia de aquello, Castilla perdió la oportunidad de haber vivido en sus entrañas el impulso de un incipiente capitalismo similar al que vivieron algunas ciudades italianas de la mano de una casta comerciante y otra de banqueros. Precisamente España tuvo que sustituir a los hebreos por contables alemanes o italianos, lo que supuso un coste añadido para las arcas públicas y la administración perdió a algunos de sus mejores funcionarios.
No es fácil para la mentalidad actual justificar una expulsión por motivos religiosos salvo que entendamos, como escribe el medievalista y experto en la época de los Reyes Católicos, Luis Suárez Fernández, que el principio hoy por todos aceptado ‘un hombre un voto’, bien podría equipararse en el siglo XV con el de ‘un hombre una fe’.
Al llegar los Reyes Católicos al trono de Castilla y Aragón podían convivir en España entre 70.000 y 100.000 hebreos, repartidos entre las aljamas – juderías o barrios judíos – de más de 200 pueblos y ciudades. Su preparación intelectual, su solidaridad dentro de la comunidad judía e incluso su higiene personal estaban muy por encima de los cristianos en aquella época.
Su situación jurídica era un tanto particular pero absolutamente legítima puesto que aunque no contaban políticamente como parte del reino – para esto era necesario estar bautizado –su asentamiento estaba consentido y regulado por dos antiguas leyes, una de ellas la Constitutio pro iudaeis, promulgada en 1199 por el Papa Inocencio III. En arreglo a estas antiguas leyes, los judíos tenían algo así como un rudimentario permiso de residencia que les permitía entre otras cosas comerciar y poseer bienes, aunque no podían ser propietarios de tierras, ni usar armas, ni entrar en corporaciones de oficios.
Muchos de ellos se dedicaban a los negocios financieros, de ahí que pronto fuesen tachados de usureros, aunque en realidad toda precaución era poca dado el alto índice de morosidad y las dificultades que tenían para probar la deuda. Si intervenía algún tribunal eclesiástico, el judío tenía que presentar al menos dos testigos cristianos, mientras que al cristiano le bastaba con su propia palabra. El antisemitismo era algo habitual en aquella época y en España, aunque entraría con cierto retraso, no fue una excepción. Las agresiones, aunque esporádicas, estaban presentes y como les pasó a los primeros cristianos, a menudo eran acusados sin pruebas y culpados de cualquier fechoría, como envenenar el agua o realizar asesinatos rituales de niños, como el famoso caso del Santo Niño de La Guardia.
España no fue la primera nación europea que expulsó a los judíos. El monarca inglés Eduardo I lo hizo en 1289 y el francés Felipe IV decretó la expulsión en 1306. Ambos movimientos fueron generando un desplazamiento de comunidades judías hacia Europa del Este, aunque una parte de aquel éxodo se dirigió a la península Ibérica. Una de las causas de estas expulsiones fue la controversia que hubo en el siglo XIII en torno al Talmud, al encontrar en él el dominico Nicolás Donin hasta 35 posiciones blasfemas y de ataque al cristianismo.
España no fue para los judíos un remanso de paz hasta el decreto de 1492, pero tampoco fue peor que la mayoría de las naciones europeas. Un grupo reducido de judíos trabajaba al servicio personal de Isabel y Fernando y muchos banqueros y diplomáticos judíos habían contribuido positivamente a la expansión del reino. Fueron muchos de ellos los que se acogieron a la conversión, una vez proclamado el Edicto de Granada. En cualquier caso, los Reyes Católicos eran conscientes de los perjuicios económicos que la medida les iba a acarrear pero los daban por positivos en aras de lograr un bien mayor, que era la unidad de la fe.
Por supuesto también influyeron los deseos de Roma y de la Santa Inquisición, que por entonces perseguía con dureza a los falsos conversos. El Edicto de Granada, redactado por el dominico Tomás de Torquemada, establecía la expulsión de los judíos, a quienes se acusaba de cometer graves delitos sociales y se otorgaba un plazo de cuatro meses para hacerla efectiva. Durante este plazo, los judíos podían detener la expulsión aceptando el bautismo. Al contrario de lo que sucedió en otros países, los judíos tuvieron plena disponibilidad de todos sus bienes, si bien de acuerdo con otras leyes que prohibían, por ejemplo, sacar oro y plata de España.
El problema a la hora de la conversión es que los dudosos ya habían dejado España durante las persecuciones de 1391y 1465, de modo que los que quedaban eran puros y firmes en su fe y no estaban dispuestos a renunciar a ella por una eventualidad política. El edicto y todas las disposiciones posteriores señalaban con claridad las ventajas de la conversión, con lo que queda patente que la expulsión pretendía erradicar el judaísmo, pero no a los judíos.
Durante los cuatro meses de plazo se intensificó el proselitismo aunque no se sabe con certeza el número de conversiones que hubo. Tampoco sabemos cuántos se marcharon. Algunos autores, que sitúan la cifra de hebreos en 200.000, hablan de 150.000 expulsiones y 50.000 conversiones. Aún rebajando la cifra a la mitad podemos tomar como referencia la proporción de uno a cuatro pues lo que sí parece claro es que la mayoría prefirió optar por el exilio.
En cuanto a la dirección que tomaron los expulsados, puede decirse que se expandieron por los cuatro puntos cardinales. Unos embarcaron al Este, hacia Italia, de donde nunca serían expulsados, otros optaron por el Sur, hacia Marruecos, donde no terminarían de asentarse salvo pequeñas colonias, otros tomaron el camino del Norte, con una primera parada en Navarra, que no fue anexionada por los Reyes Católicos hasta 1512 y otros muchos tomaron el camino del Oeste y se marcharon hacia Portugal. A medio plazo, las colonias más prósperas fueron aquellas que llegaron a Turquía y las que se quedaron en los Estados Pontificios.