domingo, 19 de octubre de 2014

Argentinos en Israel: vivir bajo fuego

TIEMPOS DE GUERRA
Un médico, un militar y un trabajador de un kibutz cuenta cómo son sus días en una región en parmanente estado de conflicto. 

"Ya ni espero la paz, ahora a lo único a que aspiro es que no haya más guerra." A poco más de un kilómetro de la Franja de Gaza, en el kibutz Ein Hashlosha, Danny Cohen, argentino, 46 años, 4 hijos, fanático de River, los ojos vidriosos, la mirada lejana, intenta un gesto de esperanza. Pero le cuesta: de las 300 personas que compartían sueños y futuros con él y su familia sólo quedan 60. El resto se fue. Simplemente hicieron las valijas, tomaron sus cosas y se subieron a un auto. "Cuando están lejos ven dónde pueden dormir", cuenta mirando hacia abajo.
Como Danny, como los que se van y como los que se quedan, como los que se aferran a algo o bajan los brazos, como los que cada día pueden un poquito menos pero siguen, alrededor de 80.000 argentinos o descendientes de argentinos llevan años bajo fuego en Israel, sufriendo los espantos de una guerra donde todos son víctimas, se les vean las heridas o no. "¿Querés saber qué es la guerra? La guerra es que mis hijos, que tienen entre 14 y 5 años, cuando llegan a un lugar, un hotel o una casa familiar en Buenos Aires, lo primero que preguntan es dónde está el refugio. Eso es la guerra, eso es lo que nos hace la guerra."
Y cuando Danny habla de refugio, la palabra no refiere sólo a esa construcción que hoy ya es parte de la geografía urbana. Hay refugios en las paradas de colectivos, en las universidades, en las casas y en los bares. Hay refugios cada 100 metros, cada 300 o cada 50, depende de cuán lejos o cerca se está de las zonas más conflictivas. Pero para él, como para tantos otros, la palabra refugio implica mucho más: es, de alguna manera, la raíz última para no irse, para no hacer las valijas y volverse a Buenos Aires o a otro lugar donde la vida valga un poco más.
 
60 Personas. Son las que siguen viviendo en el kibutz Ein Hashlosha, a poco más de un kilómetro de la Franja de Gaza. Antes 300.
"¿Irme? ¿A dónde? Firmame que hay paz en otra parte y yo me muevo. Pero ésta es mi casa, acá crecieron mis hijos, ¿por qué me voy a tener que ir? Yo comprendo que sea difícil de entender, pero esto es igual en todas partes. A mi hermano, que se quedó en Buenos Aires, también le digo que se vaya de un país al que se ve cada vez peor y donde te matan por nada."
 
 
"Claro que a veces pienso en moverme, mis hijos no saben lo que es vivir en un lugar en paz, pero no es fácil. Esto no es sólo nuestro hogar, es nuestra forma de vida", dice mientras señala el kibutz, fundado en 1949 por jóvenes latinoamericanos que jamás imaginaron que la ubicación que eligieron iba a transformar con los años su pequeño paraíso en un infierno cotidiano: ubicado al lado de la Franja de Gaza, es una de las localidades más castigadas por esta guerra interminable. "Más de la mitad de las casas recibieron proyectiles. Nadie zafó, todos de una manera u otra quedamos lastimados", dice Danny.
Segundos. Tres segundos alcanzan para apagar una vida, como la del chiquito Daniel Tregerman, aquel con la camiseta de Messi, nieto de argentinos asesinado a metros de aquí por un misil lanzado por Hamas contra el kibutz donde vivía con su familia. Suenan las sirenas, uno, sus padres corren, dos, buscan a sus hijos y sacan a la nena, tres, Daniel no llega a cubrirse. Cuatro. Las esquirlas lo hieren de muerte. Así, exactamente así de rápido.
En el otro lado del país, bien al norte, cerca de la frontera con Siria, otro argentino vive el conflicto a su manera. Pero él mira todo desde una perspectiva distinta: cómo salvar vidas. Médico, Oscar Embón llegó a Israel en el '73, con 25 años. Se casó, tuvo tres hijos, nietos, toda una vida. Pero no perdió el acento porteño ni las ganas de saber qué pasa en el país. Director del Ziv Medical Center, en Zefat, está a escasos kilómetros de la guerra entre el gobierno sirio y el Ejército Islámico, el que intenta a base de sangre, fuego y decapitaciones de occidentales instalar un califato en la región. Y él tampoco se rinde. "Nuestra obligación moral es atender a cualquier herido, y eso hacemos: no preguntamos, actuamos. No sé de dónde es, qué uniforme viste o qué quiere, pero cualquier herido sabe que acá vamos a poner todo para ayudarlo."
Firme pero de maneras pausadas, recorre los pasillos del hospital mientras mira los heridos y dice en voz baja: "Los seres humanos pueden ser muy crueles". Y no lo dice en cualquier parte, sino frente a una sala donde un chiquito de apenas 12 años, sirio, intenta recuperarse las fracturas expuestas con las que llegó después de una larga jornada desde la frontera. Su hermano, que lo llevó como pudo, se tuvo que quedar del otro lado de la guerra, al pie de los Altos del Golán, desde donde se pueden escuchar los estruendos de las bombas que unos lanzan contra las posiciones de los otros. Y donde los civiles son presas fáciles para dos ejércitos que se manejan sin leyes. Pero Embón rescata la solidaridad. "Este chico, por ejemplo, está solo, sin familia, parientes, nada, y no habla, obvio, una palabra de hebreo. Pero siempre hay alguien que se acerca, le habla y lo acompaña. Este es un hospital multiétnico, hay judíos, musulmanes, cristianos, drusos. Siempre alguien está listo para dar una mano."
Para entender más, o menos en realidad, lo absurdo de todo esto basta con caminar tres pasos. Al lado del nene sirio se recupera un soldado israelí, víctima de la bala que disparó un francotirador en el Golán. "Acá es así, y por eso no podemos dejar de estar alertas un solo día. ¿Cómo es atender acá? Complicado por momentos, entre otras cosas porque les damos medicina del primer mundo, los curamos, se pasan meses en recuperación en muchos casos, ponemos lo último de lo último. Pero después vuelven a una realidad distinta, a la nada, donde tenés que replantearte todo el tiempo cómo hacer mejor las cosas. Es un abismo para entender cómo cambian las condiciones para ellos cuando vuelven a su país. Y todos vuelven, aunque evitan decir que se trataron acá, para no tener represalias."
 
"Nuestra obligación es atender a cualquier herido. No preguntamos de dónde es". Oscar Embón llegó a Israel en 1973, cuando tenía 25 años. Nunca perdió el acento porteño.
"Acá todos llegan sí o sí con tres traumas: la guerra que viven, las heridas en sí y encima venir a curarse a un país enemigo, al que le han dicho toda la vida que es el responsable de buena parte de sus desgracias. Y sobre esos tres traumas trabajamos." Sólo mueve la mirada para un costado cuando habla de lo que más le duele. "Los chicos. Los chicos me siguen sensibilizando todo el tiempo. Un chico herido te sacude el alma, es imposible abstraerte", dice mientras repite: "Los seres humanos pueden ser muy crueles".
Otra vez en el sur, mientras los perfiles de los edificios de la Franja de Gaza se recortan contra un cielo completamente azul, David Ram, nacido en Once, hincha de Boca, teniente coronel del ejército israelí, pone otra mirada de un argentino bajo fuego. "Esto es trágico, pero es una guerra, y la tenemos que ganar. Y la vamos a ganar porque estamos determinados a hacerlo, porque es justo y porque el futuro de este país depende de eso", dice con la mirada dura y atenta. Se entiende: a escasos metros de donde estamos descubrieron un túnel construido por Hamas por donde un grupo de yihadistas pretendía infiltrarse para atacar un kibutz de la zona. "Nosotros no hacemos la guerra porque sí, o sin medir las consecuencias ni qué pasa con los civiles. Si no me importaran los civiles en 24 horas tendría a mis tropas bañándose en el mar frente a Gaza. ¿Pero sabés qué pasa? Que estamos hartos de que una y otra vez nos acusen de no respetar a los civiles, de no medir consecuencias. Por favor... Somos el único ejército en el mundo que avisa antes de atacar, que manda desde mensajes de texto hasta volantes diciendo exactamente en qué lugar vamos a bombardear, qué vamos a hacer y a qué hora. Pero igual nos hacen quedar como los malos de la película."
Lejos de la mirada más contemplativa de tantos otros, Ram es militar, y como tal habla. Lleva 22 años en el Ejército, es teniente coronel y aunque hay muchas cosas que no puede contar, sí revela que fue uno de los que condujeron a las tropas israelíes en la última incursión en Gaza, una trágica secuencia que se inició con el asesinato de tres jóvenes israelíes en Cisjordania. "Yo estuve ahí, a mí nadie me puede contar una cosa distinta. Tuve bajas entre mi gente, claro. Y las lamento como nadie. Pero, de nuevo, esto es una guerra." Admite, eso sí, lo que él llama errores, como el misil que cayó en una playa matando a tres chicos palestinos que vendían café, o el que cayó sobre una escuela de la ONU. Pero les pone varios "peros". "Los errores son lamentables, pero nosotros investigamos y castigamos si cae una bomba sobre una escuela. Pero para el tipo de Hamas que tira una bomba sobre una escuela judía no hay castigo sino una medalla y lo convierten en héroe. Ellos aman la muerte, contra gente así peleamos."
"Lo mejor que tenemos son nuestros chicos. Cuando entré al Ejército era distinto. Hoy esta generación tiene todo, es cómoda, podrían no hacer nada pero son lo mejor que tenemos. Ellos dan la vida por Israel, son excepcionales", remata. Uno de esos chicos podría ser León, León Roslevky, 21 años, de La Paternal, fanático de Boca. En pleno servicio militar –acá lo hacen todos, dos años las mujeres, tres años los varones– no puede contar mucho porque está custodiando la frontera en los Altos del Golán.
Pero no necesita palabras para mostrar su argentinidad, le basta un pequeño gesto: una banderita de Argentina, chiquita pero reluciente, que lleva orgulloso pegado en su fusil.

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