domingo, 9 de noviembre de 2014

El dilema irresuelto de los árabes

No siempre y todo será petróleoNo siempre y todo será petróleo
La fuerte caída del precio del crudo en un contexto de sobreabundancia de desafíos geopolíticos en el  Oriente Medio  trajo a mi mente una frase famosa de un jeque de Dubái: "Mi abuelo andaba en camello, mi padre andaba en camello, yo manejo un Mercedes, mi hijo maneja un Land Rover, su hijo manejará un Land Rover, pero su hijo andará en camello”.
Nadie puede anticipar qué impacto tendrá este agudo descenso en los precios del petróleo en la región, especialmente cuando la propia OPEP -con Arabia Saudita a la cabeza- no está mostrando interés en bajar la producción. Pero ello expone la mella perniciosa que tipifica la relación árabe-musulmana con este hidrocarburo.

Las naciones árabes reúnen alrededor de 250 millones de almas y sus economías dan forma a un PBI fenomenal, dado que producen un tercio del petróleo mundial y un 15%  de su gas. No obstante, si uno remueve al petróleo de escena, el desempeño económico y social de los árabes se ve paupérrimo.
El total de las exportaciones del mundo árabe no vinculado al petróleo es menor que el de Finlandia, que tiene una población de apenas cinco millones. Una década atrás, un reporte de las Naciones Unidas redactado por académicos árabes causó sensación global cuando reveló el estado social e intelectual calamitoso de las naciones árabes.
El Arab Human Development Report informó que la cantidad de libros traducidos anualmente al árabe en todos los países árabes combinados equivalía a la quinta parte de los que eran traducidos al griego en Grecia. El número de patentes registradas entre 1980 y 2000 de Egipto, Jordania, Siria, Kuwait, Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos no llegaba a cuatrocientos, comparado con las más de 7.500 patentes al año de Israel.
La tasa de analfabetismo árabe es la más alta del planeta y sus científicos están entre los menos citados en estudios académicos internacionales. Sus más de doscientas universidades no figuran en los rankings de las mejores casas de estudio del mundo.
Las mujeres son marginadas, las minorías religiosas no son integradas, los colectivos minoritarios sexuales son despreciados o perseguidos y el sistema democrático y republicano brilla por su ausencia. Para peor, el 70% de la población es menor de 25 años de edad y darles empleo requerirá, según estimaciones de  2009, la creación de 80 millones de nuevos puestos de trabajo para   2020.
Algunas naciones árabes han tenido mejor performance que otras. Dubái se ha transformado en un centro de vanguardia inmobiliaria excepcional. Qatar ha fundado uno de los canales televisivos más influyentes, Al-Jazzeera, y, dada su riqueza y mínima población, alcanzó un PBI per cápita de  73.000 dólares.
Emirates Airlaines es una multinacional exitosa de los EAU y sucursales de prestigiosas universidades norteamericanas han abierto programas de estudios asociados en varios países del Golfo Pérsico. Pero más allá de la singularidad de cada caso, a nivel general el mundo árabe está estancado.
Fue precisamente contra este statu quo ingrato que hordas de jóvenes se rebelaron más de tres años atrás, dando inicio a la llamada primavera árabe que causó un efecto dominó notable y transformó políticamente a la zona de manera apreciable.
Túnez se balancea por su equilibrio, Yemen la está peleando, Libia está consumida en luchas tribales, Egipto se enroscó sobre sí misma y Siria se desangra en una guerra civil atroz. Poco queda de los demócratas iniciales; en la actualidad son los fundamentalistas los que cargan la antorcha de la sublevación.
Su impronta es diferente: ISIS, Al-Qaeda, el frente Al-Nusra y toda la impronunciable sopa de letras islamista que contamina la región persigue objetivos diferentes. Mejorar la calidad de vida de los árabes no es uno de ellos.
Los líderes árabes son los principales responsables de este desenlace. Por décadas reprimieron las libertades políticas y asfixiaron el progreso económico; mientras sus poblaciones se multiplicaban y el resto del mundo cambiaba.
Los pocos monarcas que sí modernizaron sus economías trabaron el desarrollo democrático. Samuel Huntington llamó a esta situación "el dilema del rey”: dado que la liberación política desafía la autoridad del monarca, su forzada apertura a la modernización económica necesariamente se detiene a las puertas de las libertades cívicas.
Los líderes árabes no supieron resolver este dilema. Ahora los jihadistas procuran erradicarlo con violencia. 
Julián Schvindlerman es analista internacional.

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