La Cruzada palestina.
El Partido Socialista Obrero Español (PSOE), siguiendo el ejemplo de Suecia, Francia, Irlanda y Gran Bretaña, ha presentado también, para su tramitación en el Congreso de los Diputados, una Proposición No de Ley en la que insta al gobierno de la nación a reconocer al Estado Palestino y contribuir así, en aplicación de los Acuerdos de Oslo, a una paz justa, duradera y global en la región. Los socialistas españoles, en consonancia con sus colegas europeos, creen que, si fuerzan a las partes para que inicien un diálogo fructífero, se resolverá de una vez para siempre la violencia en Oriente Medio. Los Grupos parlamentarios que han apoyado la moción socialista – toda la oposición y también el Grupo Popular, el Partido del Gobierno - están convencidos de que el Proceso de Paz iniciado en Madrid en octubre de 1991 está agotado, y culpan al Estado de Israel de generar un sentimiento de frustración que el desastre humanitario, de una magnitud sin precedentes, provocado por la ofensiva militar israelí contra la población de Gaza, el pasado verano, fue la gota que colmó la paciencia de una Comunidad Internacional indignada ante las continuas violaciones del Derecho Internacional por parte de Israel. A España, que ya ha dado pasos significativos en ese sentido desde 2011, como promotor e impulsor de la aceptación de Palestina como Estado miembro de la UNESCO y de la concesión del estatuto de Estado Observador en Naciones Unidas, se le pide que, aprovechando su condición de miembro no permanente del Consejo de Seguridad, se ponga a la cabeza de una locomotora que ya ha partido de la estación a ritmo moderado pero constante, y que avanza imparable y a velocidad frenética hacia la última estación, sin paradas intermedias.
La Unión Europea es consciente de que cada vez tiene menos peso político en la esfera internacional y que su papel se relega a la de simple donante de ayudas económicas astronómicas para causas casi siempre perdidas. Y una de esas causas perdidas es la palestina. El propio Tribunal de Cuentas, en su Informe de diciembre de 2013, señalaba graves deficiencias en la gestión de los fondos conferidos por la UE a través del Programa PEGASE – creado en 2008 para ayudar a consolidar las Instituciones palestinas de cara a constituirse en un Estado independiente -, y cómo la desproporcionada ayuda enviada por Europa a la Autoridad Palestina – 500 millones de euros anuales - servía, en realidad, para financiar el terrorismo y otras actividades delictivas, lo que en opinión del Tribunal, no contribuye en absoluto a consolidar la paz. Los gobiernos de la UE ya lo saben, aunque en el último Consejo de Agricultura del mes de junio, los ministros no vieran evidencias de corrupción, mala gestión o desvío de fondos y aprobaran una ayuda adicional de otros 200 millones de euros, que con toda probabilidad, le han venido fenomenal al gobierno de Hamas para pagar los misiles que le ha comprado a Irán y que ha lanzado este verano contra las poblaciones del centro, el sur y el norte de Israel. Misiles que se dispararon desde hospitales, escuelas, hogares, parques, mercados y otros centros densamente poblados por civiles, sobre todo niños, y cuya respuesta por parte de Israel, en legítima defensa, ha provocado esa ola de indignación en una Comunidad Internacional a la que no se le mueve un pelo ante las atrocidades que se vienen cometiendo en Siria desde hace tres años, o en Irak, o en Sudán, en Angola o Nigeria, o la limpieza étnica practicada contra los cristianos y otras minorías religiosas en Oriente Medio. La conculcación de los derechos humanos más básicos en Oriente Medio, desde Egipto a Afganistán, pasando por los Países del Golfo, Irán o Pakistán, y la falta de libertad de sus ciudadanos, no parece ser un asunto prioritario para los líderes de una Europa que, además de peso político, ha dejado de ser un referente moral. Porque resulta evidente que la Unión Europea ejercita una política de doble rasero, exigiendo una moralidad y unos estándares de comportamiento al Estado de Israel que no se permite demandar a ningún otro Estado ni Organización en el mundo. Y además, la Autoridad Palestina es la única Institución a la que la Unión Europea no condiciona su ayuda a la gestión eficaz, a la inversión en desarrollo, al cumplimiento de unos parámetros de gobernabilidad y al respeto a los derechos humanos.
Pero más allá de la crisis económica que vive nuestro Continente, y que hace inviable seguir manteniendo el sistema de solidaridad europea a la causa palestina, - de ahí en parte la prisa por reconocer unilateralmente y de forma unánime al Estado palestino – lo que debe hacernos reflexionar como Estado y como sociedad es la razón intelectual que apoya esa decisión, y la conveniencia de hacerlo.
En la mentalidad europea en su conjunto, y no sólo en la izquierda, ha cuajado la idea, por diversas razones, de que el Estado de Israel, aunque se le tenga por un Estado democrático, plural, un marco de convivencia para las diferentes religiones y etnias que lo componen, y un potente impulsor de la ciencia y la tecnología más avanzada… no deja de ser un ente artificial trasplantado a un territorio donde antes había una comunidad autóctona milenaria, próspera, con identidad propia, a la que el movimiento sionista expulsa de forma inmisericorde, practicando previamente una limpieza étnica y llevando a cabo una política de hechos consumados mediante la colonización de sus tierras, a las que ahora, de repente, consideran suyas. La resistencia a esa situación, que es diversa, popular y pacífica, no sólo es legítima, sino que es justa y necesaria: para restituir sus derechos históricos, para recuperar y reunificar su tierra, para acabar con el régimen de apartheid y para que la región en su conjunto, finalmente, pueda gozar de la estabilidad necesaria para desarrollarse como sociedad democrática y libre.
En el viejo debate sobre la existencia del Estado de Israel subyace, en el fondo, el fracaso de la idea de libertad, que es parte sustancial de la identidad europea, y el profundo prejuicio antijudío, que todavía pervive, revestido hoy en la forma de antisionismo. A Europa le duele – a algunos Estados más que a otros - que el Estado de Israel exhiba en el escenario internacional su identidad judía, que el hebreo sea la lengua oficial y el judaísmo la religión practicada por la mayoría de sus ciudadanos, aunque una minoría de ellos – 2.000.000 de los poco más de 8.000.000 que tiene el país – sean árabes, cristianos y musulmanes. A Europa, en el fondo, como al resto del mundo árabe-musulmán, le duele que los judíos no sigan siendo una minoría nacional en lugar de un Estado nacional. Porque, al vincular el conflicto palestino-israelí a toda la violencia que vive Oriente Medio, a todos los conflictos en los que Israel no se ha visto involucrado, a la autocracia de sus líderes e Instituciones, a la ausencia de desarrollo en la región, a la corrupción, al enconamiento de las relaciones entre Europa y los países árabe-musulmanes, o a la radicalización y falta de integración de las comunidades musulmanas en Europa.., y al apoyar la creación de un Estado Palestino, que en la actualidad no representa ninguna viabilidad de futuro, de forma unilateral, lo que hace, en realidad, es mandar el mensaje claro y nítido de que la utilización del terrorismo, la fuerza y la extorsión es el método más rápido y eficaz de conseguir un fin político. Y eso, en una Europa con nacionalismos emergentes, y con posibilidades altas de fragmentación de algunos Estados es, especialmente para España, muy peligroso. Porque cualquiera, con la misma legitimidad que hoy nosotros nos arrogamos para sustraer a Israel su derecho a establecer su propia Agenda de Seguridad Nacional, puede venir a reconocer, ipso facto, al Estado de Cataluña, o al Estado independiente del País Vasco, al Estado de Gibraltar o apoyar la reivindicación y el derecho de Marruecos sobre las Canarias o Ceuta y Melilla. ¿Por qué no?, para eso están el Comité de Verificación de Naciones Unidas, el Comité de Derechos Humanos o las Comisiones Internacionales, tan imparciales ellas. ¿Acataría España una Resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que declarase que Cataluña, Gibraltar, Ceuta, Melilla y País Vasco son Territorios Ocupados; que los ciudadanos españoles que viven en esos territorios son colonos; que mejorar su trazado e infraestructuras obedece a una política deliberada de ocupación, de redibujamiento de fronteras y de hechos consumados?; ¿cómo respondería España si sus ciudadanos, a diario viviéramos acostumbrados a la lluvia permanente de misiles, ataques terroristas, secuestros, atropellos o infiltraciones en nuestras propias casas? ¿Qué haría el gobierno de cualquier Estado europeo si estuviera en la piel de un israelí?; ¿qué haría España si prosperara una moción en Naciones Unidas exigiendo la devolución a Marruecos de Ceuta y Melilla? Porque sería legal, dado que vendría avalada por el máximo gobierno de las naciones, ¿o no?
El conflicto palestino-israelí no es un conflicto territorial, aunque Europa quiera verlo de este modo. Si lo fuera, el Proceso abierto en Oslo en 1993, pese a las dificultades, el dolor de afrontar nuevas concesiones y la presión de los tiempos, habría alumbrado hace ya mucho tiempo ese Estado palestino viable, con fronteras definidas y reconocidas, que conviviría en paz y seguridad con sus vecinos y estaría gozando del desarrollo económico que todo pueblo merece. El liderazgo palestino, personificado en una momia curtida en la disciplina del kalashnikov, nunca estuvo a la altura de los grandes hombres que han liderado el Estado de Israel. Y perdió su oportunidad y cercenó muchas vidas.
Pero el conflicto territorial es sólo una parte de ese conflicto de identidad que no termina de resolverse, y en el que el factor religioso juega un papel esencial. El nacionalismo palestino, surgido al calor del desprecio de sus hermanos árabes, cae en la cuenta de que los israelíes, los judíos, han llegado a la región para quedarse. Como dueños de su propio destino y con Jerusalén como Capital y Centro Espiritual. Sin Jerusalén, sería un Estado más, un Estado secular con el que, si no queda más remedio, se podría incluso llegar a una solución negociada. Pero en la teología islámica, el Estado de Israel es una intrusión de dar el-Harb – la Casa de la Guerra – en el territorio que pertenece a dar al-Islam – la tierra del Islam -, y Jerusalén la espina en este conflicto porque rompe con el mito que deslegitima el origen milenario de la presencia judía en la región. La Explanada de las Mezquitas, independientemente de que se modifique o no su status, tiene un valor simbólico profundo, porque es, en realidad, el Monte Moriah, el lugar más sagrado para el judaísmo, foco de nostalgia, aspiraciones y plegarias del pueblo judío desde la destrucción de Jerusalén por los romanos. Es el lugar donde se encuentra la piedra sobre la que se creó el mundo, está la Presencia Divina – Shejiná -, Abraham casi sacrifica a Isaac, sobre la que se depositaron las Tablas de la Ley y el Arca de la Alianza, y sobre la que se construyó el Templo. El Muro de las Lamentaciones, el resto de un muro de contención próximo a la zona más sagrada del Templo construido por Herodes, es el lugar desde el que se elevan hoy las plegarias de este pueblo milenario que sólo quiere vivir en Paz. El Islam, que cree que el mundo fue creado musulmán, y que Mahoma es el último profeta que recibió la revelación divina y la transcribió literalmente en el Corán, no puede admitir la legitimidad de una presencia que contradice su teología y le subordina al pueblo que odia. Por eso, al liderazgo palestino, bicéfalo, enfrentado en facciones y dobles lealtades, y enquistado por la corrupción, el radicalismo, el terrorismo, la inacción, el autoritarismo, el desprecio a la libertad, la falta de voluntad y de sentido de Estado, e incapaz de cohesionar socialmente a sus nuevas generaciones en torno a un proyecto de cultura positiva, vital y de respeto por la diferencia y la convivencia, como no puede reconocer la legitimidad de Israel, lanza su último órdago con la esperanza de que suene la flauta, a sabiendas de que sólo la cuestión de Jerusalén puede aglutinar una identidad nacional inexistente.. Tal y como está el patio, con el Estado Islámico a las puertas de Israel y apuntando a la inclusión de Palestina en la esfera de influencia de la Gran Siria, los palestinos, si no los salva Israel, volverían a difuminarse entre los árabes de la región. Por eso, el presidente Mahmoud Abbas, el eterno segundón de Arafat, ha emprendido una cruzada con una postura agresiva y una huida hacia adelante cuyas consecuencias, a medio y largo plazo, pueden desencadenar una mayor ola de violencia, la reestructuración de los equilibrios y las alianzas regionales y una mayor catástrofe humanitaria. Y para ello, no ha dudado en incendiar Jerusalén.
La incitación a la violencia es un elemento recurrente de chantaje en el mundo palestino para conseguir réditos políticos. Y en el contexto de una ola de violencia desatada contra la población judía de Jerusalén, fríamente orquestada desde las filas de la ANP y Hamas para forzar de manera unilateral la muerte jurídica de Israel en las Instituciones Internacionales, la Unión Europea le hace el trabajo sucio a la heredera de una Organización – OLP/ANP -, que, como el antijudaísmo, se cambió de ropa para aparentar, sin ducharse. El mismo Arafat, a quien el Proceso abierto en Oslo le venía grande, tenía muy claro que la autonomía palestina era sólo un paso para la recuperación de toda la Palestina del Mandato, es decir, las fronteras de 1947. Principios y objetivos que siguen vigentes en las Cartas fundacionales de la OLP y del Movimiento de Resistencia Hamas, aunque la Comunidad Internacional hable de las de 1967.
Resulta doloroso ver cómo la Unión Europea se mete, ella solita, en un grave atolladero, producto del relativismo moral que la consume y que es mucho más dañino que la propia crisis económica que padece el Continente. Apadrinar un proyecto político inexistente, fundamentado en la violencia y en la cultura del odio, es, sin duda alguna, un suicidio para la propia concepción de libertad de Europa, y un desatino inexplicable que se aparta de los principios que fundamentan las relaciones con las democracias y los Estados de Derecho.
Desde luego, es deseable que la Política Exterior de los veintiocho esté consensuada, porque, en un mundo cada vez más globalizado, ir con una sola voz, incrementa el peso político. Pero ir todos a una, como Fuenteovejuna, al matadero, no sólo es un error estratégico que abrirá una fuerte brecha en las relaciones con el Estado de Israel, la única democracia de Oriente Medio y su único socio leal, aunque Mogherini no se haya enterado todavía, sino que es de una absoluta irresponsabilidad, que traerá consecuencias para la propia estabilidad de Occidente. La nueva jefa de la diplomacia europea, si espera reconocimiento y respeto por parte de los actores palestinos, y reciprocidad por parte del Islam, ya puede esperar sentada. Lo que acaba de hacer es abrirle la puerta a Hamas a Europa y darle legitimidad internacional.
Europa, y España por ser la instigadora en las Instituciones Internacionales de esta idea machacona de reconocer un Estado palestino sin exigirle a su vez un compromiso firme de reciprocidad y reconocimiento de la condición judía del Estado de Israel, se han cargado toda posibilidad de que este virtual Estado Palestino, en un futuro cercano, surja como un Estado libre, democrático y conviviendo en paz junto a sus vecinos. Porque ni sabe lo que es la libertad, ni la democracia, ni la justicia. Y si sus vecinos son los países árabes, y el objetivo final y maniqueo es aislar de la esfera internacional al Estado de Israel apostando, a la larga, por un Estado binacional en el que la identidad judía se diluya en un Estado Palestino de mayoría musulmana, lo lleva claro. Si algo ha quedado impregnado en la memoria colectiva es que la Historia no volverá a registrar un genocidio contra el pueblo judío. El engendro que acaban de incubar corre tanto peligro como la Libertad que acaban de sentenciar. El ISI no respeta identidades falsas. Europa se ha equivocado de adversario, y se ha rendido al canto de sirena. Esperemos que la cordura se imponga y que España, aprovechando su puesto no permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, guíe la locomotora sin descarrilarla.
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