martes, 15 de marzo de 2011

La educación no es sólo un derecho básico, es también un producto que se compra y se vende; aquí y en la LSE

Ramon Aymerich



Hace unos meses, una economista con plaza en la London School of Economics (LSE) se lamentaba de no haber podido conseguir que su compañero, un neozelandés tan o mejor economista que ella, impartiera clases en la mencionada institución. La culpa la tenían las estrictas normas que regulan la LSE, que prohíbe que en la escuela trabajen miembros de una misma familia. La colega estaba hundida, porque aquello le podía hacer variar los planes sobre su estancia en Londres. En voz baja, sin embargo, admitía que así son las cosas en las instituciones de excelencia.

Curiosamente, en Barcelona la experiencia había sido muy diferente. En Barcelona, decía, se habían desvivido para encontrarle una plaza al colega en la misma universidad en la que trabajaba. Todo con tal de que ella no se fuera. Cuando al responsable del centro barcelonés le pregunté por la diferencia en el trato, este respondió: “Barcelona juega en una división diferente a la de la London School of Economics. No tiene más remedio que aceptar estas cosas para captar y retener el talento”.

La virtud no siempre está vinculada al mérito. Lo está también al dinero. En la Ivy League, el pelotón de cabeza de las universidades privadas estadounidenses, el número de estudiantes con algún grado de parentesco con las familias que las financian es tan elevado que sorprende al visitante.

¿No era esta la tierra de la meritocracia? No tanto como a usted le parecía. Al menos, a la vista de lo airoso que salió George W. Bush de su paso por la Universidad de Yale, donde su padre había dejado un recuerdo más académico. La pasada semana dimitía el director de la LSE, Howard Davies. Lo hacía después de que trascendiera que la London School había recibido una considerable ayuda financiera de la fundación que preside Saif el Islam, el menos calavera de los hijos del coronel Gadafi. La institución había abierto una investigación para saber si tras los títulos obtenidos por Saif se escondía alguna irregularidad. Pero aquí está el detalle: Davies no dimitió por razones morales, sino para salvaguardar la reputación de la LSE. Para dejarlo más claro: Davies se fue porque le habían pillado, no porque hubiera aceptado dinero de los Gadafi.

Lo ocurrido con Davies y la London School tiene su qué visto desde Barcelona. La ciudad cuenta con escuelas de negocios con prestigio y un sistema universitario que se han convertido en uno de sus mejores reclamos en el exterior. Es un entorno en el que ya hace tiempo que la educación no es vista sólo como un derecho básico –a la manera de como nos enseñaron–, sino también una commodity, un producto que se compra y se vende. En los próximos años, la crisis del sector público acentuará ese perfil, y los gestores se verán obligados a buscar fondos allí donde estén. Y deberán ir con tiento: el mundo está lleno de Gadafis.
Fuente: La Vanguardia- España

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