El éxodo judío de tierras árabes
Por Julián Schvindlerman
"En lugar de confinar a estos refugiados en campamentos paupérrimos, en lugar de convertir a muchos de ellos en terroristas y en lugar de explotarlos políticamente, el liderazgo israelí los transformó en miembros productivos de la sociedad. Por eso hoy el mundo no oye hablar de refugiados judíos, ni debe lidiar con un problema así"
El trágico destino de los refugiados palestinos por la guerra árabe-israelí de 1948 ha recibido considerable atención internacional, pero es dable recordar que esa misma guerra precipitó otro éxodo en la región: el de casi un millón de judíos residentes en tierras árabes. Junto con los casi600.000 árabes que abandonaron Palestina durante la guerra por la independencia de Israel, más de 850.000 judíos fueron forzados a emigrar de Argelia, el Líbano, Egipto, Irak, Libia, Marruecos, Siria, Túnez y Yemen. Comunidades enteras que precedían el advenimiento del islam en más de mil años y que no representaban amenaza alguna al poder político debieron abandonar sus países nativos, dejando tras de sí una rica historia y prácticamente todas sus propiedades.
Al partir, estos desdichados judíos miraron hacia atrás para ver cómo sus hogares eran saqueados, sus cuentas bancarias congeladas y sus invaluables tesoros culturales expropiados por regímenes árabes, que de un solo golpe pusieron abruptamente término a tres mil años de vida comunal judía en el Medio Oriente y el norte de África.
Una vez que el Estado judío fue establecido, en mayo de 1948, la situación de los judíos que habían permanecido en países árabes deterioró de manera dramática. En Bagdad, por ejemplo, la Policía irrumpía en hogares judíos a cualquier hora del día o de la noche, y si los dueños no se apresuraban a abrir, echaban abajo las puertas. Una vez arrestados, solamente con dinero podían recuperar la libertad. Muchos árabes aprovecharon la oportunidad que les brindaba el nuevo panorama y optaron por no pagar deudas a los judíos o los chantajearon. La situación no mejoró en ninguno de los países árabes durante la siguiente década. Cuando estalló la Guerra del Sinaí, en 1956, Egipto expropió todas las propiedades británicas, francesas y judías. Unas quinientas empresas propiedad de judíos se perdieron, y los activos de otras ochocientas fueron congelados. Durante ese período, profesionales judíos fueron excluidos de sus gremios y consecuentemente inhabilitados para trabajar, en tanto que negocios judíos fueron boicoteados. En Siria, las autoridades prohibieron a los judíos trabajar sus propias tierras en la localidad norteña Kamishili, privándolos de su única fuente de ingresos. Si un judío lograba escapar al Líbano, su familia, incluso sus vecinos, pagaba por eso.
Diez años más tarde aconteció la Guerra de los Seis Días. Luego de la victoria relámpago israelí, el régimen sirio instituyó un bloqueo en el servicio telefónico a los judíos y una política de no renovación de sus licencias de conducción. En cuanto a los judíos de Bagdad, para entonces casi todos se habían convertido en mendigos. Aquel que excepcionalmente hubiera logrado mantener un estándar de vida decente y osaba ir bien vestido en público corría el riesgo de ser arrestado con cargos de espionaje prooccidental.
Estos acosos y persecuciones motivaron a muchos más judíos a dejar tierras árabes en los años sucesivos. Tal como notaron Malka Hillel Shulevitz y Raphael Israeli en The Forgotten Millions, a diferencia de los palestinos, que habían sido desplazados del área de la contienda, estos judíos fueron echados de zonas alejadas del campo de batalla y “de la manera más fea posible”, en palabras de Sabri Jiryis, director del Instituto de Estudios Palestinos (1975). De estos emigrantes, alrededor de 600.000 encontraron refugio en Israel, mientras que los 250.000 restantes se dirigieron a Europa y el continente americano. En ambos casos pudieron integrarse en las sociedades de acogida.
Para el Estado israelí, recién salido de una guerra que se cobró el 1% de la población judía en Palestina, esta inmigración masiva, numéricamente equivalente a la población local hebrea, representó un desafío enorme. El Gobierno ubicó a los nuevos y pobres inmigrantes en rudimentarios campamentos transitorios, y se requirió de mucho esfuerzo y paciencia, así como de asistencia económica de la diáspora judía, para que los inmigrantes pudieran gradualmente dejar esos campamentos e instalarse en las ciudades. La Organización de las Naciones Unidas no creó ninguna agencia especial para atender las necesidades de estos refugiados de manera exclusiva, como sí hizo con los refugiados palestinos. Los activos materiales que las comunidades judías debieron abandonar o fueron confiscados -valuados a inicios de este milenio en 30.000 millones de dólarews- hubieran aliviado el impacto socioeconómico de semejante inmigración a una nación en guerra y bajo un bloqueo económico regional. Tal como explicó Itamar Levin en un reporte del Congreso Judío Mundial: “Cada libra egipcia, dinar iraquí o lira siria hubiera hecho una diferencia significativa”.
En lugar de confinar a estos refugiados en campamentos paupérrimos, en lugar de convertir a muchos de ellos en terroristas y en lugar de explotarlos políticamente, el liderazgo israelí los transformó en miembros productivos de la sociedad. Por eso hoy el mundo no oye hablar de refugiados judíos, ni debe lidiar con un problema así.
A este panorama se sumaron una serie de operaciones legendarias para rescatar a otras comunidades judías: la Alfombra Mágica llevó a Israel a 43.000 yemenitas en 1948-49, y la Ezra y Nejemia a 123.500 iraquíes en 1951. Con las operaciones Moisés y Salomón, en 1984 y 1991 respectivamente, decenas de aviones israelíes llevaron al país a 14.000 judíos de Etiopía. Tal como fue señalado oportunamente, estos episodios marcaron la primera vez en la historia moderna en que una nación occidental sacó a gente de color de África no en barcos sino en jumbos, y no para someterlos a la esclavitud sino para llevarlos a la libertad.
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