domingo, 5 de septiembre de 2010

El costo de ser judío


Parece un chiste viejo sobre abogados judíos, pero para los líderes de esa comunidad el asunto es serio: ¿por qué cuesta tanto ser judío? En una época en la que muchas familias tienen que reducir sus presupuestos, ¿tiene sentido seguir desembolsando miles de dólares para participar en la vida semita? “La simple supervivencia se convirtió en la principal inquietud de los dirigentes de instituciones hebreas”, escribió Jack Wertheimer en marzo pasado. Por supuesto, los judíos estadounidenses siempre se preocupan por el destino de su religión en ese país. La tasa de matrimonios interreligiosos, que oscila alrededor de un 50 por ciento, es invariablemente citada como la razón primordial de la inevitable extinción de los judíos; y en la “Crítica de libros” de The New Yorker el reportero Peter Beinart argumentó que a menos que “el establishment judío” dé cabida a la disidencia con respecto de Israel, un día los judíos despertarán para descubrir a “una masa de hebreos seculares que se debaten entre los extremos de la apatía y la consternación”. Pero en el día a día, el elevado costo adquiere visos perturbadores debido a que un anticuado modelo empresarial y la onerosa carga para las familias obligan a elegir entre una escuela hebrea y las clases particulares de matemáticas. Un estudio de 2005 señaló que el costo promedio de la membresía en una sinagoga en EE. UU. es de US$ 1.100 anuales, aunque la cifra en las grandes ciudades puede multiplicarse por dos o tres (y, al menos anecdóticamente, es muy superior al de las iglesias, que a menudo dependen de donaciones voluntarias más que de cuotas). En la Sinagoga Gratuita de Stephen Wise (las letras cursivas son mías) del Upper West Side de Manhattan, el rabino Ammiel Hirsh comenta que las cuotas son “consistentes con las de los demás” —alrededor de US$ 3.100 anuales (ese rabino, como casi todos los de su estirpe, jura que jamás rechaza a un feligrés por su incapacidad para pagar).

La declaración de Beinart causó revuelo en la blogósfera, pero Wertheimer hizo estremecer a los judíos confesionales de todo el mundo, pues su comentario estuvo dirigido a la precaria situación de los ortodoxos, generalmente más pobres que los judíos conservadores o reformados y quienes, debido a su férreo compromiso religioso, suelen pagar más. Según los cálculos del autor, una familia judía ortodoxa con tres hijos tiene que pagar entre US$ 50.000 y 100.000 anuales en colegiaturas, cuotas de sinagoga, campamentos y comida kosher. Argumenta también que el destino del judaísmo estadounidense depende mucho del apoyo creciente y entusiasta de activistas que contribuyen a que esas familias subsistan “judaicamente” (en sus propias palabras).

Para mí es lo contrario. En 2008, 2,7 millones de estadounidenses se consideraban judíos practicantes, contra 3,1 millones en 1990. ¿Acaso el reto mayor para el judaísmo estadounidense no estriba en fomentar que una mayor proporción poblacional (incluidos los miembros de matrimonios interreligiosos, como yo) se identifiquen con la fe judía y eduquen en ella a sus hijos? Es necesario eliminar las barreras al ingreso; o, por lo menos, redefinirlas. “Adoptamos la extraña filosofía de ‘pagar para ser’”, apunta Jay Sanderson, presidente de la Federación Judía del Área Metropolitana de Los Ángeles, quien agrega que la Iglesias Católica primero hace una invitación a la oración y recién después pide dinero. “En cambio, el primer instinto de la comunidad judía es ‘Danos dinero’ y sólo después ‘Vení con nosotros’”. Sanderson señala que el tremendo éxito del movimiento Chabad Lubavitch, los proselitistas vestidos de negro que se puede ver en las esquinas de todo el mundo, es hacer una invitación a los judíos que encuentran en su camino. “Venga a orar con nosotros”, dicen; “Venga a comer con nosotros”. “Chabad —prosigue Sanderson— está siguiendo el modelo cristiano”.

Sería erróneo asumir que el éxito hebreo depende de esa imitación. A lo largo del siglo XX, a medida que se volvían más prósperos, los judíos edificaron enormes sinagogas y centros comunitarios. Muchos de esos templos parecían iglesias, con sus vidrios de colores y órganos, y sus bancos estaban repletos de judíos que, literalmente, no tenían otro sitio a donde ir. Eran rechazados por los clubes campestres, de modo que sus vidas comunitaria, religiosa y social giraban en torno de la sinagoga. Hoy, los judíos estadounidenses tienen infinidad de opciones para pasar su tiempo y gastar dinero, de modo que esos edificios se convirtieron en una pesada carga. “Sus cuentas son descomunales”, informa Arnold Eisen, canciller del Seminario Teológico Judío de Nueva York, quien, este año, desembolsó US$ 4.000 en cuotas para el templo. “Todos necesitamos lugares sagrados, pero si revisamos sus presupuestos, encontramos que los principales gastos son en calefacción”.

Eisen considera que el asunto de los recursos precipitará una dolorosa transición del judaísmo estadounidense. Reconoce que el “grupo intermedio está en juego” y, por ello, trata de reducir los costos para las familias con una estrategia parecida a la de los recortes corporativos: formar alianzas entre distintas denominaciones, compartir espacios, rabinos y personal. “Los judíos tenemos una historia muy larga —dice—, terminaremos por adaptarnos”.

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