Jueves, 04 de marzo de 2010
El sentido del humor es, casi siempre, la conciencia de una derrota. Creemos que lo que nos hace reír es aquello que comprendemos: Tal es la vanidad del animal humano. Por el contrario, lo que suele provocar en nosotros la sonrisa o la carcajada es el no haber entendido nada. ¿Conocen a alguien que se parta de la risa cuando se enfrenta a la afirmación de que el agua es inodora, incolora e insípida? ¿O a otro que estalle en carcajadas mientras trata de aceptar que un limón es amarillo? Lo más seguro es que, si esa persona está en sus cabales, no lo haga. Los fenómenos mencionados pertenecen al terreno de la ciencia: Son verificables, demostrables, falsables y todos los ables que pueda ofrecer tan magna disciplina del conocimiento.
En cambio, el humorismo es configurado por todas aquellas incógnitas que provocan el sentimiento de derrota metafísica: la Muerte, Dios, la fragilidad de la existencia, la pérdida de sentido o su ausencia absoluta, etc. Es una derrota porque, como alguien dijo una vez, todas estas dudas tienen una fácil resolución: la Muerte. El hecho de vivir niega la respuesta lapidaria a todas ellas.
Otra concepción del humor es aquélla que lo identifica como una reacción ante el sentimiento de derrota del ser social. Podríamos decir que crecer de verdad es, entre otras cosas, el verse obligado a asumir que en el mundo coexisten alegría, amargura, incomunicación, pérdida, brutalidad, sadismo y un largo etcétera. Cuando Sartre dijo aquello tan citado de “El infierno son los Otros” se refería sin duda a esta panoplia de actos, sentimientos y emociones que conforman la vida en común de los seres humanos. Al fin y al cabo, la rendición del intelecto ante este enmarañado tejido forma parte también de la claudicación ante los eternos interrogantes de lo metafísico: si uno no sabe muy bien qué hace aquí, ni cuál es su finalidad, es difícil que comprenda que tiene que convivir con otros que están igual que él.
Lo paradójico del humor es que, pese a constituir un producto de la derrota del intelecto ante los diversos fenómenos de lo humano, es a su vez la suprema expresión de la inteligencia. El Humor (así, con mayúscula) está más allá de la inteligencia: es una expresión de la sabiduría. De hecho, las palabras inglesas Wisdom (Sabiduría) y Wit (Humor) derivan de la misma raíz.
El ser humano tiene dos opciones ante sus derrotas ya mencionadas: suicidarse o reír. La segunda es mucho más saludable; es otro modo de llorar que hace que la existencia sea mucho más llevadera y, sobre todo, nos hace mucho más soportables ante los demás. No hay nada más pesado que un llorón, sobre todo a ojos de aquel que está curtido en el ejercicio del humor.
El pueblo judío sabe mucho de convivencia diaria en el infierno. Es más que probable que Sartre robara su famosa frase de algún pasaje de la Torá o bien de algún texto talmúdico (Por favor, Doctores: revisen sus ejemplares de inmediato y si descubren algún plagio no duden en avisar a la SGAE o a quien se ocupe de ello). La terrible Universidad de la Historia preparó a los judíos a conciencia, con bachilleratos y licenciaturas, posgrados y másteres varios, hasta que llegó el siglo XX con su Gran Doctorado. Esta amplia experiencia académica contribuyó a fraguar una respuesta a lo largo de los siglos que terminaría por convertirse en un sentido del humor desgarrado, cruel, inmisericorde y brutal. A menudo, este humor lo han aplicado los judíos contra sí mismos: sus costumbres, sus visiones del mundo, sus creencias, sus miedos y sus complejos han sido diseccionados por el afilado estilete de su ingenio. El arte de reírse de uno mismo adquiere en el humor judío un carácter hiperbólico, en el que el mayor enemigo es el propio Yo; por otra parte, la dinamitación de tabúes se convierte en norma.
En su formidable ensayo Psicoanálisis del humor judío, Theodor Reik –discípulo y amigo personal de Freud- compara los chistes judíos con el antiguo arte del lenguaje de los abanicos. Al igual que estos -asegura- las historias cómicas cumplen la función de (…) “brindar un fugaz consuelo a sus redactores y escuchas, tratan de revelar ciertos pensamientos y emociones y de disimular otros; también ellos aspiran a atraer y a mantener alejada a la gente. Quizá ocultan ciertos detalles a los mismos judíos”. En su ensayo, el psicólogo se sirvió de elementos de la cultura popular como son los chistes para mostrar la forma en que un pueblo castigado expresaba sus miedos, anhelos, odios y aversiones. Por supuesto, Reik no sostiene que los judíos sean el único pueblo cuyo humor tiene un sustrato serio; lo que sostiene es que, a diferencia del de otros pueblos, el humor judío deja ver tras la fachada cómica “el horror desnudo”.
¿Se puede hacer humor con la Shoah? Sí, se puede. Se puede hacer humor con la mayor tragedia del pueblo judío y una de las mayores vergüenzas de la Historia de la Humanidad. No lo han hecho neonazis ni afectos a cualquier régimen islamista; Lo han hecho dos judíos geniales llamados Larry David y Jerry Seinfeld. El primero como guionista y el segundo como actor fueron los artífices de uno de los mejores momentos de la comedia del siglo XX, en la sitcom norteamericana Seinfeld. En un capítulo, los padres de Jerry (humorista de profesión) le recomiendan encarecidamente (podría decirse que le obligan) que vaya al cine a ver La Lista de Schindler. Jerry les promete ir a verla y cumple su promesa. Bueno, solo una parte: la de ir al cine. Durante la película, la larga duración hace que se distraiga y se dedique a besarse con su eventual ligue; al final se queda dormido. Cuando vuelve a ver a sus padres estos le acosan con preguntas sobre la película y él escamotea las respuestas como puede hasta que no le queda más remedio que confesar que se ha quedado dormido viendo la película. La reacción de los padres bascula entre la indignación y el desmayo. ¿Cómo puede su hijo haberse dormido con una de las películas más importantes para su pueblo?
En Borat, Sacha Baron Cohen –cómico británico y judío observante- interpreta a un periodista kazajo que decide ir a visitar Estados Unidos. Al principio de la película -rodada como un falso documental-, Cohen nos presenta su país y sus costumbres. Entre ellas, está la del encierro del judío, una especie de siniestro San Fermín en el que un cabezudo disfrazado como una caricatura de Romeu cumple la función de toro hasta que es pateado por el resto de lugareños, entre ellos algunos niños. Borat presenta la tradición como algo normal, y realmente provoca la carcajada. Lo sublime es saber transformar en humor salvaje, sano y sobre todo gracioso la horrible realidad de un antisemitismo que, en algunas partes del mundo llega a ser una macabra superstición.
Larry David, Seinfeld y Sacha Baron Cohen son algunos de los nombres que formarán parte de la sección de humor judío que comienza su andadura en Tarbut Sefarad. Habra más: Woody Allen, Mel Brooks, Los Hermanos Marx, Ben Stiller, Dorothy Parker, Sarah Silverman, Adam Sandler, Lenny Bruce, Andy Kaufman, Ernest Lubitsch, Billy Wilder y un largo etcétera. Aparecerán nombres de series y programas de televisión como el ya mítico Saturday Night Live, todavía en antena. También desfilarán por ella los nombres de escritores como Philip Roth, Saul Bellow, James Thurber o Ring Lardner. En definitiva, aparecerán todos aquellos y aquellas que han creído en la risa como otra forma de expresar el llanto eterno, mucho más terapéutica y, por supuesto, inteligente.
El fin último de la sección es el de celebrar el humorismo de un pueblo cuya psicología parece estar configurada por el pesimismo y el vitalismo. Fusionados. Sin polaridades. Quizá bajo todo esto late la sospecha de que quizá nada tenga demasiado sentido y de que, precisamente, ese sea el único sentido. Lo que sí se puede afirmar con absoluta certeza es que este conjunto de humoristas son los que ayudan a brindar con una copa invisible frente a todas las miserias del mundo y gritar mentalmente: ¡l’ Jaim! , o lo que es lo mismo: ¡A la vida!
Víctor Boglar
Director sección Humor Judío
veismir dixit
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