A casi un año de la caída de Mubarak, la lucha continua
La celebración de la primera fase de las elecciones legislativas egipcias ha deparado no pocas sorpresas. Aunque se daba por descontado el triunfo del islamista Partido Libertad y Justicia, la irrupción del salafista Al Nur ha generado inquietud no solo entre los sectores liberales y la minoría copta, sino también entre los propios Hermanos Musulmanes que hasta ahora venían detentado en solitario el monopolio del islam político.
Pese a haber mantenido una actitud ambigua en las movilizaciones que propiciaron la caída de Mubarak, las formaciones islamistas han sido las principales beneficiarias como demuestra el hecho de que hayan obtenido dos de cada tres de los votos depositados en las urnas.
Aunque algunos exégetas sigan empeñados en presentar una foto fija del movimiento de los Hermanos Musulmanes a partir de sus textos fundacionales, para conocer sus actuales planteamientos parece más oportuno acudir al programa de su plataforma electoral: el Partido Libertad y Justicia. En él se reivindica la Revolución del 25 de Enero que habría permitido al pueblo egipcio "salir del túnel de la pobreza, la ignorancia y la enfermedad y abrazar la libertad, la democracia, la justicia social y los derechos humanos tras poner fin al autoritarismo político, la opresión social, el saqueo económico, el atraso científico y educativo y la manipulación informativa". El programa defiende el equilibrio de poderes, las libertades públicas, la alternancia en el Gobierno y la sociedad civil. Como no podía ser de otra manera también reafirma sus posicionamientos tradicionales en torno a la necesidad de que los valores del islam guíen la vida individual y pública y que los principios de la sharía sean la principal fuente de jurisdicción (como, de hecho, ya recoge la actual Constitución).
No obstante, los dirigentes islamistas son plenamente conscientes de que no es posible una vuelta atrás y que la calle egipcia no permitirá que un autoritarismo sea reemplazado por otro. Las líneas rojas establecidas por la revolución de Tahrir son claras: plena libertad de expresión, de reunión y de organización y establecimiento de una democracia multipartidista.
Pese a que todo parece indicar que será la mayor fuerza parlamentaria, el Partido Libertad y Justicia se verá obligado a legislar para todo el pueblo egipcio y no solo para sus votantes, lo que implica que deberá establecer alianzas con los sectores liberales y con los partidos laicos (tal y como ha hecho Ennahda en Túnez). En pocas palabras: deberán realizar un ejercicio de pragmatismo y evitar el frentismo para impedir que la brecha entre religiosos y laicos se amplíe.De ahí las declaraciones de su líder Mohamed Morsi: "No buscamos el monopolio del poder ni tampoco deseamos controlar el Parlamento. Esto no sería del interés de Egipto. Queremos un Parlamento equilibrado que no sea dominado por ningún partido".
Al inclinarse por esta fórmula pretendería lanzar un mensaje de moderación en la línea de lo que la comunidad internacional espera oír, pero también blindarse ante un periodo extremadamente complejo en el que hará falta mucho diálogo y consenso para afianzar la transición y reducir, de manera progresiva, el peso de los militares. Una alianza con los partidos liberales les otorgaría, además, un certificado de buena conducta ante los países occidentales que, alarmados por el ascenso de los salafistas, no tienen otra opción que reconocer como interlocutor al Partido Libertad y Justicia, aunque sea como un mal menor.
Si la victoria de los islamistas moderados era del todo previsible, la gran sorpresa de la primera ronda electoral la ha deparado la inesperada irrupción del partido Al Nur, que ha alcanzado casi el 25% de los votos. La sorpresa es doble puesto que los salafistas siempre han sido reacios a participar en el juego político. Hasta hace poco, los clérigos salafistas tachaban a la democracia como una forma de apostasía y, en consecuencia, rehusaban concurrir a las elecciones.
Este movimiento, de carácter puritano y rigorista, pretende erigir una sociedad a imagen y semejanza de la umma establecida 14 siglos atrás por Mahoma. Además, promueve una lectura literal de los textos sagrados, la plena instauración de la sharía, el restablecimiento del califato y la estricta separación de sexos. En los últimos años, los salafistas han creado una extensa red de asociaciones caritativas y de beneficencia que prestan ayuda a los sectores más desfavorecidos de la empobrecida población. No debe olvidarse que, según el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, dos de cuatro egipcios viven bajo el umbral de la pobreza.
Esta tarea ha contado con la inestimable ayuda de las petromonarquías del golfo Pérsico (y, en particular, de Arabia Saudí), que han engrasado la maquinaria salafista y financiado la construcción de numerosas medersas desde donde se ha propagado su ideario radical.
Por todos es sabido que la monarquía saudí está extraordinariamente preocupada por el avance de la primavera árabe. Su objetivo es establecer un cortafuegos para evitar la consolidación de la democracia en el Egipto pos-Mubarak y en el resto del mundo árabe, hecho que tendría funestas consecuencias para el propio reino.
Los petrodólares también financian una docena de canales por satélite desde los cuales los telepredicadores ultraconservadores pontifican sobre lo divino y lo humano y propagan una visión extremadamente reaccionaria de la religión musulmana. Uno de los máximos referentes de los salafistas es el teólogo medieval IbnTaymiya, al que se atribuye la máxima "60 años de un gobernante injusto son mejores que una sola noche sin Gobierno". Se entiende así que el depuesto Mubarak favoreciera la implantación de los salafistas con el objetivo de mantener a los egipcios alejados de la política, pero también de crear un contrapeso a los Hermanos Musulmanes.
Como ha señalado el escritor Alaa al Aswany, los telepredicadores "jamás hablan de libertad, justicia e igualdad, que son los valores humanos para cuya realización el islam fue originalmente revelado". De hecho, cuando estalló la Revolución del 25 de Enero, el influyente clérigo salafistaMahmudAmer criticó la movilización ciudadana y recordó que, según los textos sagrados, estaba estrictamente prohibido alzarse contra los gobernantes.
Aunque los islamistas moderados del Partido Libertad y Justicia hayan aceptado formalmente las reglas del juego político, en el futuro tendrán que esforzarse por disipar las sospechas en torno a la posible existencia de una agenda oculta y demostrar que son capaces de conciliar islam y democracia. También deberán convivir con una Junta Militar escasamente proclive a ceder el poder a un Gobierno civil y, mucho menos, a uno controlado por los islamistas. Previsiblemente el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, dirigido por el mariscal Tantawi, tratará de evitar que el poder islamista se extienda más allá del Parlamento, para lo que empleará todas las prerrogativas constitucionales que todavía conservan.
Todo parece indicar, pues, que el pulso entre los islamistas y los militares no ha hecho más que empezar y continuará, al menos, hasta que la celebración de las elecciones presidenciales y la redacción de la nueva Constitución despejen algunas de las incógnitas que ahora se ciernen sobre Egipto.
En los próximos seis meses, salafistas y liberales deberán elegir cuál de los dos partidos tomar si no quieren quedar relegados a un segundo plano en la edificación del Egipto pos-Mubarak.
Ignacio Álvarez-Ossorio es profesor de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad de Alicante.EL PAIS
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