Por Horacio Vázquez-Rial
La mayor parte del universo biempensante empezó a rasgarse las vestiduras después de Auschwitz. Para ser exactos: después de la liberación de los campos nazis de concentración y exterminio por los Aliados y la inevitable documentación de los hechos y el debido registro de los testimonios.
Antes de eso, y a pesar de casi veinte años de persecución abierta de los judíos (1920-1939) en Alemania y Austria, nadie se preocupó realmente por la cuestión. Más aún: el pensamiento eugenista, la idea de una humanidad sin taras por selección sistemática, que sirvió de justificación a los nazis, predominaba en Occidente desde el siglo XIX, al que pertenecieron Cesare Lombroso y el ilustre Oliver Wendell Holmes, hasta la primera mitad del siglo XX. Eugenistas eran desde el judío Albert Einstein hasta nuestro doctor Gregorio Marañón, desde el socialista Salvador Allende hasta el nunca bien ponderado Franklin D. Roosevelt, que sostuvo hasta el final los cupos migratorios selectivos hacia los Estados Unidos decretados en la década de 1920, cosa en la que se origina la tragedia de la que hoy me ocupo. La abuela de mi amiga Betty Stein, judía de New York, que había emigrado de Rusia con sus padres huyendo de la revolución de 1917, solía decir en los años treinta: "¡Este jodido paralítico no nos quiere, le ensuciamos la alfombra!".
Después vino Auschwitz y casi todos se arrepintieron, pero ya era tarde.
La cuestión es que en 1939 sólo habían salido de Alemania 80.000 judíos, el 20% de la comunidad. En parte, porque no todos los judíos acababan de creerse lo que veían. En parte, porque, por un lado, los nazis decían que los judíos debían marcharse y, por otro, les ponían todos los impedimentos posibles. Había entonces en Alemania un amplio mercado negro de pasaportes extranjeros y de visas que no siempre eran auténticos ni válidos y que hicieron la fortuna de no pocos cónsules –otros, en cambio, los extendían por generosidad y conciencia, y hoy son recordados como Justos en Yad Vashem.
Pero no todos los países estaban dispuestos a acoger a los judíos que conseguían salir. Goebbels, que era un cabronazo muy inteligente, conociendo muy bien ese aspecto de la realidad, preparó a conciencia la operación Saint Louis, para demostrar al mundo que Alemania estaba dispuesta a "permitir el libre movimiento de los judíos que lo deseasen y, al mismo tiempo, poner en evidencia la negativa de los países democráticos a recibirlos", como escribe Margalit Bejarano, profesora de la Universidad Hebrea de Jerusalem en su libro La historia del buque St. Louis: La perspectiva cubana. De más está decirlo, Goebbels consiguió sus objetivos, debido a lo cual la peripecia del St. Louis pasó a ser un episodio vergonzoso en la historia de Occidente, que no se menciona en los manuales oficiales.
En Saint Louis zarpó de Hamburgo con destino La Habana en mayo de 1939, con más de 943 pasajeros a bordo, de los cuales 936 eran judíos en busca de asilo. Pero en La Habana no fueron recibidos. No se trataba de una política general: como bien recuerda la profesora Bejarano, entraron en Cuba 11.000 judíos, la mitad antes de mayo de 1939 y la otra mitad entre 1940 y 1942.
Para explicar este fenómeno hay que acudir a las memorias del embajador Spruille Braden (Diplomats and Demagogues, Arlington Press, New York, 1971), quien representó a los Estados Unidos en la isla precisamente en el segundo período y siguió con gran interés, primero en Colombia y luego en Cuba, el desarrollo de la propaganda antisemita propiciada por los nazis, con materiales impresos en las imprentas que tenían los comunistas en ambos países, en tiempos de vigencia del pacto Molotov-Von Ribbentrop, el largo idilio entre Hitler y Stalin, vigente entre 1939 y 1941, cuando la Operación Barbarroja, es decir, la invasión de la URSS por Alemania.
Los nazis contaron también con el apoyo de Pepín Rivero, español, director del Diario de la Marina, el más importante de Cuba, y una de las cabezas visibles de Falange Extranjera, la organización franquista dedicada al apoyo al fascismo en el exterior. Rivero asumió la propaganda antisemita como cosa propia y fue intermediario en los pagos, muy generosos, hechos a Juan Prohías, fundador del Partido Nazi Cubano y gran agitador.
Con todos estos elementos a la vista, el presidente Laredo Bru, progresista, nacionalista e intervencionista, ordenó que no se permitiera atracar al St. Louis, con la excusa de que había que investigar antes el negocio de los pasaportes y visados falsos. Laredo Bru terminó su mandato en 1940, dejando lugar a Carlos Saladrigas, títere de Batista, que gobernó hasta 1942, con ministros comunistas en su gabinete, y durante cuya presidencia, como constató el embajador Braden con asombro, se celebraba en el Palacio Presidencial el aniversario de la revolución soviética. (Como nota al margen: los comunistas rondaron el poder en Cuba durante décadas, antes de Castro). Esto está ligado parcialmente a las fechas expuestas por la profesora Bejarano, que coinciden con las de la representación Braden, que era tan furiosamente antinazi como anticomunista, nada favorable a Roosevelt, y que presionó adecuadamente a Batista.
Finalmente, el Saint Louis entró a puerto. Sólo fueron aceptados 22 refugiados, una vez asentado que sus visas eran legales. Otro más forzó su entrada en Cuba, aunque ése no fuera su propósito: se llamaba Max Lowe, se cortó las venas y se echó al agua, con lo que fue inevitable rescatarlo y mandarlo a un hospital. Su propósito no era otro que el de suicidarse, pero las cosas fueron así.
El American Jewish Joint Distribution Committee, institución judía dedicada por entonces a la ayuda a los refugiados, hizo todo lo que estuvo en sus manos para que el Saint Louis no regresara a Hamburgo. Y consiguió, informa la profesora Bejarano, que Francia aceptara a 224 de sus pasajeros, mientras Bélgica hizo lo propio con 214, Holanda con 181 y Gran Bretaña con 287, lo que da un total, si mi calculadora funciona, de 906.
Habían salido 936 y 23 habían conseguido quedarse en La Habana. Me faltan seis personas, si es que en Cuba sólo habían quedado refugiados y los siete no judíos no se contaban entre los 23 que habían quedado atrás.
Junto al Saint Louis habían zarpado otros dos buques con refugiados: el Flandre, francés, que retornó a Francia con sus 104 pasajeros, y elOrduña, inglés, que logró que sus 154 judíos se quedaran en la zona del Canal de Panamá. Me devora la curiosidad, imposible de satisfacer, respecto del destino de toda esa gente. Algunos, muchos, de los que regresaron a Europa terminarían en los lager. ¿Y adónde se va desde Panamá?
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