Abogado
En el 2005, la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) aprobó una resolución no vinculante titulada “La lucha contra la difamación de las religiones” , que a partir de entonces ha sido revalidada anualmente. En la votación más reciente, de diciembre del 2008, Costa Rica –que había apoyado la iniciativa en años anteriores– se abstuvo, en parte quizás a causa de la oposición encabezada por Gobiernos como los de Francia y Estados Unidos.
Aunque está disfrazada en el lenguaje de los derechos humanos y de la lucha contra la discriminación, la resolución hace algo curioso: extiende la protección de ese ordenamiento ya no a las personas (que –como debería ser obvio– somos los únicos y auténticos destinatarios del sistema internacional de tutela de los derechos humanos ), sino a las ideas y opiniones religiosas, escudándolas de expresiones que puedan ser consideradas “ofensivas”.
El documento contiene cosas inauditas. Por ejemplo, su punto quinto “ [expresa la] profunda preocupación [de la ONU] por el hecho de que, con frecuencia y sin razón, se asocie al Islam con violaciones de los derechos humanos y el terrorismo” . En el punto 8, la ONU “deplora el uso de la prensa y los medios de comunicación audiovisuales y electrónicos, incluida Internet, así como de cualquier otro medio para incitar a [la] intolerancia y discriminación contra el Islam o cualquier otra religión…” .
Es decir, cuando un medio de prensa informa, por ejemplo, que en aplicación de la ley musulmana de la Sharia , una mujer siria de 75 años ha sido condenada a recibir 40 azotes, cuatro meses de prisión y a ser deportada de Arabia Saudita, tan solo por confraternizar con unos amigos varones ( CNN , 9/3/09), ese medio se expone a ser acusado de estar ofendiendo al islam y de incitar a la intolerancia en su contra, al asociar “sin razón” a esa religión con violaciones a los derechos humanos.
El punto 10 establece que el ejercicio de la libertad de expresión “lleva consigo deberes y responsabilidades especiales y puede verse por tanto sujeto a las limitaciones que contempla la ley y que son necesarias para (…) el respeto de las religiones y las convicciones” . En Costa Rica –como dispone el artículo 28 de la Constitución Política– el ejercicio de un derecho fundamental puede verse legalmente restringido en atención a la necesidad de proteger el orden público, la moral y los derechos de terceros. Pero, conforme al llamado de la ONU, esos derechos –y, en especial, la libertad de expresión– deben ser limitados además en pro del “respeto de las religiones y las convicciones” y para fomentar “la comprensión de sus sistemas de valores” (punto 11).
No se podría opinar, entonces, que la idea de que un hombre que se llena de explosivos y se detona dentro de un autobús lleno de personas inocentes se convierte en un mártir, al que 72 vírgenes aguardan en el Paraíso para satisfacer todos sus deseos, es no solo una locura sino también un concepto profundamente degradante. No, eso sería considerado ofensivo y, por ende, susceptible de censura, si nuestras leyes fuesen reformadas del modo a que nos insta la ONU.
Lo que digo no solo vale para el islam. Aunque el Vaticano llamó a votar en contra del acuerdo de la Asamblea General, aduciendo que podría ser utilizado en algunos países contra las “minorías religiosas” (léase: los católicos que viven en países musulmanes), el texto aprobado serviría para acusarme de intolerante si sostengo que la actitud de la Iglesia Católica hacia la planificación familiar, la anticoncepción o los homosexuales me parece absolutamente irracional. O que la afirmación de Benedicto XVI en Brasil, en cuanto que no cabe sostener que los indígenas americanos fueron forzosamente convertidos durante la colonia, ya que estos “anhelaban secretamente en su corazón” conocer a Cristo ( 20 Minutos , 14/5/07), fue –por ponerlo amablemente– desafortunada.
La ONU, pues, parece haber olvidado que los derechos los tenemos las personas, no las ideas o las creencias. En palabras de una vocera del Ministerio de Asuntos Exteriores canadiense, “el enfoque no debería ser el de proteger las religiones, sino los derechos de sus adherentes, incluyendo los de las personas que pertenecen a minorías religiosas, o quienes elijan cambiar de religión o no practicar una religión del todo”. ( Canada.com , 24/11/08). O, mejor aún, como lo advirtieron conjuntamente, aunque sin éxito, los Relatores Especiales para la Libertad de Expresión de la propia ONU y de la OEA apenas unos días antes de la votación:
“El concepto de ‘difamación de religiones’ es incompatible con los estándares internacionales relativos a la difamación, los cuales se refieren a la protección de la reputación de las personas individuales y no de las religiones que, como cualquier otra creencia, no tienen un derecho a la reputación.
Las restricciones de la libertad de expresión deben limitarse a la protección de intereses sociales y derechos individuales imperativos, y no deben usarse nunca para proteger instituciones particulares ni nociones, conceptos o creencias abstractas, incluidas las de índole religiosa.
Las restricciones de la libertad de expresión para prevenir la intolerancia deben limitarse a la apología del odio nacional, racial o religioso que constituya incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia.
Las organizaciones internacionales, incluyendo la Asamblea General de la ONU y el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, deberían desistir de la adopción de pronunciamientos adicionales que apoyen la noción de ‘difamación de religiones’”.
El hecho de que las personas que profesan una determinada religión merezcan no ser discriminadas en razón de sus creencias –y a que esa conducta sea sancionada, como sucede en nuestro país según el artículo 373 del Código Penal–, no implica que no haya derecho a criticar esas creencias, especialmente cuando estas puedan tener efectos perniciosos sobre el resto de nosotros, como en el citado caso de las políticas de natalidad.
Textos como el que aquí se critica pueden ser (y han sido) empleados para acallar tanto a gente que solo quiere expresar sus dudas personales sobre el credo en que fueron criadas, como a académicos y periodistas que cumplen con su función de crítica y denuncia.
Porque las malas ideas son malas ideas, por religiosas que sean. Y exponer y criticar las malas ideas es, precisamente, para lo que existe la libertad de expresión.Christian Hess Araya | LA NACION.COM
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