lunes, 7 de febrero de 2011

Hacia un «aterrizaje suave» en Egipto



Por Charles Krauthammer

¿A quién no le gusta una buena revolución democrática? ¿Quién no se siente conmovido por la renuncia al miedo y la aspiración a recuperar la dignidad en las calles de El Cairo y Alejandría?

La euforia mundial que ha recibido al levantamiento egipcio es comprensible. Todas las revoluciones son extasiantes los primeros días. El idilio se podría perdonar si esto fuera el París de 1789. Pero no lo es. En los 222 años transcurridos en el intervalo, hemos aprendido cómo pueden acabar estas cosas.

El despertar egipcio conlleva promesa y esperanza y por supuesto merece nuestro apoyo. Pero sólo un ingenuo puede creer que es inevitable un resultado democrático. Y sólo un optimista a ultranza puede creer que todavía es el resultado más probable.

Sí, la revolución egipcia disfruta de amplio apoyo entre la ciudadanía. Pero también fue el caso de las revoluciones francesa y rusa y de la iraní. Realmente en Irán, la revolución solo triunfó -- el shah tenía en contra a los mulás desde hacía tiempo -- cuando los comerciantes, las amas de casa, los estudiantes y los seculares se unieron para deponerlo.

¿Y quién acabó llevando las riendas? El elemento más disciplinado, despiadado e ideológicamente comprometido -- los radicales islamistas.

Es el motivo de que nuestro interés moral y estratégico primordial en Egipto sea la democracia real en la que el poder no se delega en aquellos creyentes en los comicios democráticos representativos con independencia del resultado. Ese será el destino de Egipto en caso de que impere la Hermandad Musulmana. Ese fue el destino de Gaza, bajo el brutal yugo de Hamás hoy, la rama palestina de la Hermandad Musulmana (véase el artículo 2 de los estatutos de Hamás).

Nos cuentan los sagaces analistas occidentales que no hay que preocuparse por la Hermandad porque probablemente sólo representa al 30% de los votos. ¿Esto es motivo de tranquilidad? En un país en el que la oposición democrática secular es débil y está dividida tras décadas de persecución, cualquier partido islamista que representa la tercera parte del voto va a gobernar el país.

Elecciones habrá. El principal objetivo estadounidense es orientar un periodo de transición que dé a los demócratas seculares una oportunidad.

La dinastía Mubarak es historia. Tiene 82 años de edad, es denigrado de forma generalizada y no se presenta a la reelección. La única cuestión es quién va a llenar el vacío. Existen dos posibilidades principales: un gobierno provisional formado por fuerzas de la oposición, encabezado probablemente por Mohamed ElBaradei, o un gobierno interino dirigido por militares.

ElBaradei sería un desastre. Como director de la Agencia Internacional de la Energía Atómica, hizo más que nadie por hacer posible una bomba nuclear iraní, encubriendo durante años a los mulás. (Tan pronto como abandonó el cargo, la IAEA difundía un informe notablemente duro y sin medias tintas acerca del programa).

Peor aún, ElBaradei se ha aliado con la Hermandad Musulmana. Una alianza de esta naturaleza es grotescamente desigual. La Hermandad tiene la organización, la disciplina y el apoyo amplio. En 2005, obtuvo aproximadamente el 20% de los escaños parlamentarios. ElBaradei no tiene electorado propio, no tiene apoyos políticos, y no tiene experiencia política en absoluto dentro de Egipto.

Lleva décadas viviendo en el extranjero. Tiene aún menos arraigo de residente en Egipto que Rahm Emanuel en Chicago. Un caballero sin electorado aliado de un partido político muy organizado y poderoso no es sino un hombre de paja y un portavoz de fachada, un tonto útil del que la Hermandad prescindirá en cuanto deje de tener necesidad de una cara cosmopolita.

El ejército egipcio, por contra, es la institución más estable e importante en el seno del país. Es de corte occidental y desconfía con razón de la Hermandad. Y es ampliamente respetado, llevando el prestigio del "Movimiento de Oficiales Libres" de 1952 que derrocó a la monarquía y de la Guerra de Octubre de 1973 que restauró el orgullo de Egipto junto con el Sinaí.

El ejército es el mejor vehículo para guiar al país hasta unos comicios electorales libres los próximos meses. Si lo hace con Mubarak en la cúpula o con el Vicepresidente Omar Suleimán, o tal vez con algún tecnócrata que no despierte las iras de los manifestantes, no es asunto nuestro. Si el ejército calcula que sacrificar a Mubarak (a través del exilio) satisfará a la oposición y pondrá fin a la agitación, que así sea.

El objetivo preferente es abrir un periodo de estabilidad durante el cual los seculares y el resto de elementos democráticos de la sociedad civil se puedan organizar de cara a las próximas elecciones y prevalecer. ElBaradei es una amenaza. Mubarak se marchará de una forma u otra. La clave es el ejército. Estados Unidos debería decir muy poco en público y hacer todo lo posible a través de los canales no habituales para ayudar en el parto militar de -- y después proteger -- lo que todavía es una posibilidad remota: la democracia egipcia.

© 2011, The Washington Post Writers Group

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