domingo, 3 de agosto de 2014

Exterminar cristianos

Exterminar cristianos

Los judíos no son las únicas victimasLos judíos no son las únicas victimas
Es público y notorio que no soy cristiano. Tecnicismos ajenos a cualquier afecto –y, más aún, a pasión alguna– me hicieron apreciar incompatible la apuesta de racionalidad estricta a la cual llamo filosofía con la apuesta de salvación y esperanza en la cual cifran los creyentes –no sólo los cristianos– el sentido de sus vidas. En nada creo.
Es público y notorio que soy cristiano. Veo el mundo en los cánones de belleza que Renacimiento y Barroco modelaron. Me conmueven las Vespri della Beata Vergine de Monteverdi, a pesar de mi ruda ausencia de formación musical. Me asombra la prodigiosa ficción matemática que un fraile, Andrea Pozzo, elaborara para la iglesia de San Ignacio en Roma. La lectura de San Agustín o San Anselmo forma tan parte de mi estructura mental como la de Platón o Marx. Un amigo me preguntaba, no hace mucho, por qué mi último libro –que está dedicado a Blaise Pascal– se llama La máquina de buscar a Dios. No creo en dioses; pero parte de mi oficio de filósofo está en historiar cómo construyen a sus dioses lo humanos. Y he dedicado igual tiempo a descifrar los enigmas de la escritura de Pascal que a comentar línea por línea y casi palabra por palabra la Ética de Spinoza. Al final, lo cristiano y lo griego están en mí en partes iguales: son mi horizonte. Y no creo en nada. Porque es mi oficio. Y, porque es mi oficio, sé que no todos los dioses son iguales.
Como griego y como cristiano –esto es, como ateo– voy siguiendo el genocidio de los cristianos en África. Más aún con asombro que con horror. Que el islam proceda a exterminar a quienes creen en dioses de otro nombre, es trivial. Puede producir horror. Asombro, ninguno. El asombro no está siquiera en África. El asombro está en la cristiana Europa, que asiste a esa matanza de cientos de miles de devotos de Cristo en África con la más pulcra indiferencia. Algo hay de profundo odio a sí mismo en esta complacencia del europeo con la aniquilación de los pocos africanos en los cuales pudiera reconocer algo suyo.
Por los mismos días en los que media Europa exhibía, quejumbrosa, su disgusto ante el mal trato que da Israel a la banda de asesinos que gobierna Gaza, Hamás, el califato de Irak dictaba en Mosul sus primeras leyes. La más crucial de las cuales data del 17 de julio. Establecía que, para el 19 de ese mes, los cristianos quedaban proscritos en el territorio del EIIL. Se procedió a marcar con la N de nazara, “cristiano”, las puertas de los hogares caldeos y a confiscarlos. Sus habitantes quedaban atrapados en una seca alternativa: conversión al islam o inmediato destierro. No cumplir el mandato, es hacerse reo de pena de muerte; en una zona en la cual las ejecuciones masivas son parte de la rutina yihadista del nuevo Estado puesto en pie por el terrorista Abú Bakr al-Bagdadí, bajo su recién estrenada advocación teológica de “califa Ibrahim”.
Es difícil establecer cifras seguras. Los cristianos llevan años ya huyendo de la zona. Pero no es aventurado calcular en más de medio millón el número de personas –sin distinción de sexo ni edad– amenazadas de muerte por la resolución del “califa”. Y hay algo que hiela la sangre: todas esas buenas almas europeas (cristianas en su mayoría) que exhiben su escándalo porque una guerra en Gaza produzca cientos de muertos; y que ni siquiera alcanzan a preguntarse qué es eso que, sin guerra alguna, mueve a un gobierno coránico a exterminar a cientos de miles de gentes que practican religiones no del perfecto gusto del dios propio.

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