jueves, 7 de enero de 2010

En la Tierra de Fidel


Por Julián Schvindlerman
Comunidades - 9/12/09
Mi viaje a Cuba comienza una semana antes de mi partida. Aterrizaré previamente en Guadalajara y Guatemala para dictar conferencias, y continuaré posteriormente hacia Caracas, Lima y Curaçao con el mismo fin. Pero es La Habana la ciudad que mas demanda mi atención. Adentrarse en territorio comunista exige tomar una serie de decisiones desde Buenos Aires: necesito llevar mi laptop, ¿pero qué si me la retienen en la aduana? Quisiera obsequiar un ejemplar de mi libro “Tierras por Paz, Tierras por Guerra” a la comunidad judía, ¿pero no será considerado material político por las autoridades? Debo llevar tarjetas personales, ¿pero acaso no figura mi sitio oficial allí? Abandono aquello que pueda meterme en líos. Dejo mi laptop y mi libro en la Argentina, subo a mi cuenta de email online todo el material que puedo y que deberé dejar atrás antes de ingresar a Cuba, y me embarco hacia Centroamérica.
En el avión que me lleva desde México hacia la isla advierto, con preocupación, que llevo conmigo artículos de la prensa norteamericana que he ido tomando durante mi gira. Me deshago del material “político”. Aún restan dos notas que me hacen dudar. Una, del Wall Street Journal, relata que el compositor ruso Rimsky-Korsakov estimuló a sus alumnos judíos a escribir música que reflejara su propia identidad. La otra, de Commentary, aborda la relación de Louis Armstrong con los judíos; su primera corneta la compró con dinero prestado de una familia judía que lo empleaba. ¿Habrá algo contrarevolucionario aquí? Quizás exageradamente, las abandono en la escala en Cancún. Estoy leyendo una nota de tapa de la revista Newsweek en la cual un periodista estadounidense-iraní narra su ordalía en la temida prisión de Evin. Cuenta como su interrogador le apretaba una oreja como si exprimiese un limón y daba consejos de supervivencia en las cárceles de Irán. ¿Por qué leo esto en ruta a una dictadura? La revista quedará en el asiento para un futuro pasajero.
Arribo a Cuba antes de la medianoche. Indico al oficial de inmigración que mi visa ya ha sido tramitada; minutos más tarde me trae el papel que autoriza mi ingreso al país. No me hacen una sola pregunta: ni motivo del viaje, ni días planeados de la estadía, ni de donde provengo, etc. Veo el sello de ingreso en mi pasaporte y me adentro hacia la sala de retiro de equipajes. Cruzo un control de seguridad, y me dirijo hacia una fila para la revisión de las valijas. Una joven oficial me hace una seña, quedo apartado del resto. “Bienvenido a Cuba” me dice mientras me hace un gesto de que puedo pasar sin revisión alguna. Todo duró unos cuantos minutos. Me consideré afortunado; colegas me habían contado de los largos interrogatorios a los que habían sido sometidos. Solamente días después, una vez que haya partido de Cuba, entenderé que mi visita a la isla estaba oficialmente pre-autorizada.
Llego al hotel y hago el check-in. Es tarde ya pero necesito un poco de aire fresco. Camino hacia el malecón que linda con el Mar del Caribe. El alumbrado público no es óptimo, pero una luna blanquísima lo ilumina todo. Hay mucha gente en la calle. Unos taxistas me ofrecen un viaje, un hombre de apodo oriental me ofrece mujeres. Ya frente al mar, un anciano que ha estado tocando su bello saxo a un grupo de jóvenes se aproxima, inicia conversación educada y me ofrece una serenata.
Por la mañana, La Habana se despliega ante mí en todo su esplendor. Vista desde la amplia ventana de la suite ejecutiva del piso veinte del hotel Meliá Cohíba (adoro ese nombre) luce como si todavía estuviera aterrizando. Me conmueve la hospitalidad de la comunidad y la generosidad de la B´nai B´rith internacional. Veo circular automóviles coloridos de los años cincuenta sobrepasados por otros más modernos y unas motos-taxi amarillas que remiten a Tailandia. Durante mi estadía cumpliré con el ritual turístico: fumaré un purito en el malecón, tomaré un mojito en el histórico hotel El Nacional y sacaré una fotografía al retrato del Ché en la Plaza de las Armas. Todo muy clisé, y todo muy precioso.
Llego al edificio de la comunidad judía en la Habana al mediodía. Me reciben con una calidez y una expectativa abrumadoras. Me muestran su muy digna biblioteca, rica en literatura judía, a la que con gusto entrego los libros que he llevado en obsequio: dos novelas de Isaac Bashevis Singer y una crónica de la Shoá. Dicto una conferencia sobre la vida y la obra de Elie Wiesel que es escuchada con suma atención por una nutrida y participativa audiencia. Detrás de mí cuelgan las banderas de Cuba y de Israel. No puedo evitar ceder a la tentación de deslizar una frase suya que espero les sirva de apoyo: “Cuando sea que hombres y mujeres son perseguidos por su raza, religión o puntos de vista políticos, ese lugar debe -en ese momento- convertirse en el centro del universo”. No me atrevo a ir más lejos, se supone que no puedo abordar temas políticos. En todos los países visitados expongo sobre la incursión iraní en Latinoamérica, más no en Cuba. Aquí hablo de literatura judía exclusivamente. Me aplauden de pie. Me siento honrado por las cortesías y respetos de esta comunidad fascinante. Converso informalmente con sus miembros. Nadie criticará al gobierno o a Fidel, e incluso algunos lo defenderán. Al menos varios de sus líderes pueden viajar al extranjero y las instalaciones comunitarias se ven en muy buen estado. Un hombre se presenta como el hijo de uno de los fundadores del Partido Comunista cubano y me dice que Israel es un estado terrorista (por algún motivo no me sorprende que la educación comunista derive en una apreciación de este tipo). Claramente este individuo es una excepción: la comunidad luce pro-israelí y muy orgullosa de su judaísmo.
Para lo que resta de la tarde, mis anfitriones me ofrecen un tour por la ciudad. Aprecio la gentileza. Recorremos la Habana Antigua: el clásico restaurante La Bodeguita, el hotel donde Ernst Hemingway se hospedó, locales de oferta autóctona. En una tienda compro veinticinco dólares de tabaco cubano. Cuando caigo en la cuenta de que acabo de gastar en tabaco el equivalente a un mes de salario promedio de un trabajador local me siento avergonzando por mi insensibilidad. La sublimo culpando al régimen que ha hecho una revolución proclamando la igualdad social y ha terminado creando una sociedad clasista con brechas escandalosas en la distribución del ingreso entre la elite gobernante y la masa popular. Por la noche ceno con el atento jazán argentino de la comunidad, mientras un grupo canta sonoramente coplas cubanas que nos impiden conversar. Amanezco a mi último día en la isla. Camino nuevamente por el malecón hasta llegar a la Oficina de Intereses de los Estados Unidos. Frente a ella ha sido erigida una gigante estructura con un cartel que anuncia “¡Patria o muerte, venceremos!”. Continúo mi camino hasta el imponente hotel El Nacional, antaño cuartel general de la revolución. Un cartel cuelga de una de sus ventanas: “Viva la Patria” dice con el trasfondo de un soldado y la bandera cubana. Una de sus tiendas está dedicada el Ché en todas sus variedades: remeras, calcomanías y demás merchandising. De repente, oigo la voz de Hugo Chávez. Al volverme, veo su imagen en el televisor. Es domingo, día del programa bolivariano “Aló Presidente”.
Me quedan unas pocas horas en La Habana y aún no he visitado la Plaza de la Revolución ni la universidad. Opto por un poco de relax burgués: la piscina del hotel es demasiado tentadora. Siento culpa capitalista; así es Cuba. Sigo teniendo suerte: en el taxi al aeropuerto paso justo al lado de la impresionante Plaza de la Revolución con su homenaje a José Martí, Camilo Cienfuegos y Ernesto Guevara. En la vía pública no se ven retratos de Fidel. “Así él ha querido”, me explica el taxista, “aún está con vida”. En el aeropuerto descubro que para mi vuelo hacia Caracas he sido ubicado en primera clase; esta es una tierra de contrastes. El aeropuerto esta atestado de gente y es bullicioso. Vislumbro una disquería. Elijo despedirme de Cuba oyendo el tributo de Carlos Puebla al Ché: “Hasta Siempre”.

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