domingo, 9 de enero de 2011

CINE: UN JUDÍO COMÚN Y CORRIENTE

UN JUDÍO COMÚN Y CORRIENTE
Por Ariel Benasayag*
Goldfarb, el judío que cuenta historias. El
comienzo es abrupto: un apurado e indescifrable
susurro, una carta formalmente tipeada,
un hombre que lee en un auto en
movimiento. Quitándose los anteojos mientras
gira hacia el asiento trasero, asegura a
su interlocutor que no lo hará. -¿Por qué
yo?-, le pregunta. Un hombre mayor, vestido
de traje y sombrero, responde con firmeza:
-Porque eres periodista-. -Pero yo escribo
sobre cultura, replica el primero. -¿No es
esto cultura acaso?-, retruca el otro. El invisible
conductor detiene el auto y el periodista
baja, ratificando en el mismo acto su
decisión de no hacerlo. El viejo toma la carta
y lo detiene en la vereda: -No hagas tanto
escándalo; son niños-. -Exacto-, responde el
periodista, -¿qué puedo decirles?-. El viejo le
asegura que es el indicado: sabe contar historias.
Finalmente, el periodista acepta resignado.
Luego entra velozmente en un moderno edificio,
sube algunos pisos en ascensor, ingresa
en un departamento y cierra la puerta. La
cámara, aún agitada queda en el pasillo,
detenida frente a un letrero de bronce pegado
a la puerta: “Emanuel Goldfarb”.
Seguidamente, panea hasta descubrir una
mezuzá en el marco de la puerta. El resto de
la película transcurre dentro del departamento.
Cine de encierro. Un difícil ejercicio que los
profesores de cine suelen encargar a sus
estudiantes consiste en encerrarse en una
habitación y, cámara fotográfica mediante,
construir por lo menos cien encuadres distintos
del mismo espacio. El director alemán
Oliver Hirschbiegel ha realizado espléndidamente
este revelador ejercicio en más de
una película, aprovechando las sensaciones
que las condiciones de encierro producen
para contar una historia en la cual el confinamiento
se ubica en el centro de la trama.
Hirschbiegel comenzó a llamar la atención
con el film El experimento (2001), que para
muchos constituye una película de culto
(incluso para Hollywood, que este año estrenó
una remake). En esa oportunidad, el
director alemán llevó a la pantalla una historia
inspirada en un experimento realizado
en la Universidad de Standford en 1971: un
grupo de veinte hombres “comunes” son
Soliloquio de un rinoceronte
negro frente a la amabilidad de
sus cazadores
contratados para representar indistintamente
el papel de guardias o reclusos en
un laboratorio psicológico que emula una
cárcel. Un año después, estrenó Mein letzter
film (sin distribución comercial en
Argentina), en la que una mujer de unos
cincuenta años reflexiona en voz alta sobre
su vida mientras empaca una maleta.
Finalmente, su reconocimiento se tradujo
en nominaciones y premios en 2004 con La
caída, donde el inolvidable Bruno Ganz
encarna a un Adolf Hitler al borde del colapso,
refugiado en su búnker durante los últimos
días de la guerra, bajo una Berlín que
también se derrumba. Cárcel, casa, búnker:
el punto en común es el lugar de encierro y
el confinamiento de los protagonistas.
Un judío común y corriente, dirigida por
Hirschbiegel en 2005 y sin estreno comercial
en Argentina, no sólo coincide en estos
detalles con sus anteriores obras: la película
escrita por el guionista de televisión
Atempan Charles Lewinsky muestra el soliloquio
reflexivo de un hombre que, en la
mitad de su vida, revisa su existencia judía
exhibiendo las paradojas y contradicciones
propias de una identidad siempre en estado
de incertidumbre. Reflexión encerrada
en un departamento que es hogar pero
también oficina de trabajo y reservorio de la
historia familiar. Reflexión que todo lo pregunta
y repregunta y afortunadamente poco
puede responder. Reflexión desencadenada
ante la minúscula solicitud de un no judío;
o mejor, desatada ante las miradas que
Goldfarb, judío común y corriente, imagina
en los ojos de los demás.
La carta del otro. La carta que Goldfarb leía
en el auto y que el viejo le ha entregado en
la vereda no lo tiene como destinatario;
está dirigida a la Comunidad Judía de
Hamburgo. El remitente es un tal Gebhardt,
profesor de Ciencias Sociales que desea
invitar a un representante de esa colectividad
a su clase sobre judaísmo; alguien que
pueda responder las preguntar de sus
alumnos. Por eso ha escrito la carta.
Goldfarb piensa en voz alta mientras camina
por el departamento: le responderá también
en una carta. Se sienta entonces frente
a su máquina de escribir electrónica y
vuelve a revisar la carta del profesor. En la
relectura, opina sobre la elección de las
palabras y responde una a una sus oraciones.
Así, poco a poco, comienza a tomar
forma un diálogo imaginario entre Goldfarb
y un interlocutor que no conoce. Soliloquio
que habilita una primera conjetura acerca
del periodista judío: es excesivamente susceptible
al tema que lo convoca; la relación
del judío con sus otros.
En efecto, la cuidada corrección política que
exhibe la carta irrita profundamente a
Goldfarb. La sensación de que está siendo
llamado para participar en una exposición
de museo donde reina el discurso vacío y
repetido de la tolerancia, donde la expiación
lo justifica todo, lo enfurece aún más. “Ser
un judío común en Alemania es como ser un
rinoceronte negro en África -arriesga
Goldfarb-: una contradicción”. El periodista
quiere sentirse una persona común, un
judío alemán corriente. Sin embargo, la permanente
solidaridad alemana para con la
comunidad judía en pos de la construcción
de un país tolerante lo hace sentir como un
animal en extinción.
Desde esta posición, que no deja de ser una
especulación sobre la mirada del otro, se
propone entonces responder con su propia
historia a esa carta recubierta de exagerada
amabilidad. Responder haciendo manifiestas
las incertidumbres del ser judío en la
Alemania actual; responder a los discursos
de la buena intención, de la compasión
enfermiza y de la total aceptación, que por
eso mismo generan dudas. En esta búsqueda
de respuestas, comienza a transitar un
camino de relaciones impensadas que lo
conducen más y más profundo en su propio
ser, hasta enfrentarlo de pronto a las preguntas
por su propia identidad judía.
Las incertidumbres del rinoceronte negro. La
búsqueda de la explicación fundamentada
coloca a Goldfarb en una permanente disputa
consigo mismo, debate monologado en el
que afloran algunas de las más importantes
discusiones contemporáneas sobre el judaísmo
diaspórico, ya sea en Hamburgo o en
Mendoza.
Por ejemplo, el periodista comienza asegurando
que la dificultad de la pregunta por el
ser judío en la Alemania actual carga en primer
lugar con el insoportable peso de la historia.
“No podemos olvidar; la historia es la
enfermedad del judío: seguimos celebrando
el éxodo de Egipto y lamentando la destrucción
del Templo”, afirma sin vacilar. Y agrega
inmediatamente, como contestándose:
“Estábamos tan ocupados recordando que
no llegamos a extinguirnos como el resto”.
De esta forma, el juego de los dos judíos
discutiendo en su interior lo acompaña
durante todo el soliloquio, encarnando en la
pantalla las incertidumbres propias de la
identidad judía, discutiendo sus temas
esenciales. Primero la historia familiar, que
trae de regreso los campos de exterminio,
los países del exilio y la decisión de regresar
para sentirse “en casa”. El segundo gran
tema es la existencia de Dios y el lugar de
la religión en el judaísmo: su camino al ateísmo,
la imposibilidad de desprenderse de
lo judío, su coqueteo con la ortodoxia frente
a una pérdida de sentido que no se recupera
perdiéndose uno mismo en un laberinto
de reglas.
Siempre enmarcado en un relato biográfico
y definiéndose en cada caso en relación con
sus otros, Goldfarb repasa y problematiza
también la culpa como base de su educación
judía, los mundos incompatibles de un
matrimonio mixto, su necesidad del brit
milá para la transmisión de lo judío, el lugar
del antisemitismo en la vida judía y su
rechazo explícito a la demanda alemana de
asumir una posición y responsabilizarse
frente a las políticas de un Estado que,
como una alcancía olvidada del KKL, parece
comenzar a oxidarse.
Demás está decir que no existe desperdicio
en las reflexiones presentes en la película
de Hirschbiegel, menos cinematográfica que
filosófica. Reflexiones sobre las ambigüedades,
las paradojas y los absurdos de una
existencia judía, secundadas todas por la
frase justa o un humor esencial; reflexiones
que de este modo no pueden sino producir
más pensamiento y debate.
Al final, la risa. Hacia el final, Goldfarb confiesa
que teme que ya no exista algo así
como un judío común y corriente en
Alemania: “Siempre seremos raros; como
rinocerontes enjaulados con cercas de bienestar
y solidaridad que les permiten olvidar
que alguna vez les dispararon”. Su susceptibilidad
frente a la mirada del otro no
mengua y vuelve a sentirse sofocado, tanto
por la asfixia del antisemita del pasado
como por el abrazo del filosemita actual. Lo
judío no se puede explicar en una hora de
clase -piensa-, y las buenas intenciones
pueden terminar generando el efecto contrario:
el riesgo es la mercantilización de la
memoria que, vía la repetición, lleva a ignorar
la trascendencia de los hechos.
Sin embargo, esas buenas intenciones es lo
que hay y la mirada de los otros quizá sea
otra. Tal vez es esto lo que Goldfarb el judío
alcanza a comprender en el amanecer que
acompaña su punto final. Los rostros de
esos otros lo observan en silencio. Por un
instante, su mirada recuerda la de un rinoceronte
en el zoológico. Y entonces, ríe.
* Investigador en cine y educación
Ficha:
Título original:
Ein ganz gewöhnlicher Jude.
País: Alemania / Año: 2005
Duración: 1 hora y 29 minutos.
Dirección: Oliver Hirschbiegel
Guión: Charles Lewinsky.
Intérpretes: Ben Becker (Emanuel
Goldfarb), Samuel Finzi (Señor Gebhardt),
Siegfried Kernen (el viejo judío).

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