martes, 22 de diciembre de 2009

Europa y los palestinos

Por Reyes Mate, filósofo. Premio Nacional de Ensayo (EL PERIÓDICO):
Rodríguez Zapatero quiere «mojarse por la paz» en Oriente Próximo desde su puesto de próximo presidente de la Unión Europea. Es una buena noticia, porque esa zona del mundo, sobre todo Palestina, es un enclave de la paz y de la guerra mundial. Pero es además una obligación para un dirigente europeo, sobre todo si es español. Mucho peso ganará la diplomacia española si pone manos a la obra con la mentalidad de que tiene una responsabilidad especial con esa tierra de conflictos y no con la de quien tiene recetas mágicas para resolver una disputa envenenada.
España debería recordar, en efecto, que el pueblo judío se vio obligado a ocupar la tierra palestina cuando llegó a la conclusión de que no podía vivir pacíficamente en el seno de otros estados porque en ellos no había lugar para un pueblo diferente. Como decía el filósofo judío Moses Mendelssohn, durante siglos o milenios el ideal judío de existencia era la diáspora, es decir, la renuncia expresa a un Estado propio y la voluntad de vivir pacíficamente con otros pueblos. Una vez intentaron construir un Estado a la altura de sus ideales religiosos y el experimento salió mal porque aquello acabó en teocracia. Eso y la experiencia de los diferentes exilios les llevó al convencimiento de que la forma apropiada de ser ellos mismos era vivir sin Estado, mezclados con otros pueblos. De la fecundidad de esa concepción diaspórica de la vida da fe la historia de muchos pueblos, empezando por el nuestro.
Pero Europa no estaba por la labor. Los estados modernos se sentían más seguros si descansaban sobre una unidad cultural o religiosa. Y pasó por doquier lo que ocurrió en la España de 1492: que fueron expulsados de tierras en las que llevaban siglos. Es verdad que se les dio la oportunidad de quedarse si se convertían al cristianismo, pero como ese proceso de asimilación religiosa no podía borrar ni su lengua, ni su cultura, ni su memoria, se pasó a la fase de considerar más importante beber vino, comer cerdo o añadir morcilla al cocido que creer que Jesús era Dios. Es decir, se daba más importancia al linaje que a la sinceridad de la conversión.
El concepto de pureza de sangre no lo inventaron los nazis. Siglos antes de que una quincena de segundones nazis, capitaneados por Heydrich y Eichmann, decretaran en Wannsee la «solución final», es decir, el exterminio del pueblo judío, la Inquisición española perseguía sin descanso cada gota de sangre impura. Con razón pudo decir Franco, en 1942, cuando el triunfo nazi parecía asegurado, que «el mundo nos da ahora por fin la razón y después de cuatro siglos los mayores políticos adoptan el consejo de nuestros Católicos Soberanos». La consigna nazi de No podéis vivir –y por eso tenían que morir– es la lógica secuencia de otra consigna, abanderada por España, que decía «no podéis vivir entre nosotros», ni siquiera como conversos, porque tenían sangre impura.
Esta consigna, aplicada por la mayoría de estados europeos, explica la experiencia del pueblo judío en Europa. No se les dejó vivir y tuvieron que buscarse por la fuerza un lugar en Palestina, originando un conflicto que sigue esperando una solución. Claro que el sionismo que vertebró la idea de un pueblo con Estado no se explica suficientemente con la dura experiencia histórica. Hay otros factores, pero esa experiencia jugó un papel decisivo en el éxito de la idea.
La historia demuestra que ese conflicto es, en buena parte, nuestro. Somos nosotros, los europeos, quienes lo hemos creado en su origen, por eso somos responsables. Esta conciencia de la responsabilidad histórica no basta, desde luego, para resolver los problemas que están en juego, pero puede dotar al representante europeo de una autoridad de la que carece. Hay que renunciar al papel de jueces que pueden dar lecciones de moral al precio de olvidar la historia que tenemos por detrás. Por supuesto que podemos y debemos denunciar los abusos que pueda cometer el Gobierno de turno, pero no desde la superioridad moral, como si aquello no fuera con nosotros. Estamos obligados a ligar la crítica a otros con la autocrítica sobre nosotros mismos.
Es indudable que Europa goza de escaso crédito entre los israelís. Avala el descrédito toda una historia de antijudaísmo de la que España y Alemania han sido actores principales, aunque no únicos. El presidente Zapatero deberá tenerla muy presente si quiere ser eficaz en sus gestiones diplomáticas y no fiarse ni de su optimismo antropológico, ni de su buena estrella, ni de la oportunidad del momento. Ofrecerse para ayudar sin ir a dar lecciones. Se da por hecho, y está bien, la empatía con el pueblo palestino. Lo que está pendiente es ver el conflicto con los ojos del pueblo judío, y eso incluso para expresar amistosamente los desacuerdos. Esa mirada está cargada de una historia que nos prohíbe erigirnos en árbitros de la situación. Tenemos que empeñarnos material y moralmente en la solución del conflicto entre israelís y palestinos como si de un trozo de la Unión Europea se tratase. Y antes de hablar hay que saber escuchar para poder entender algo de una situación demasiado sometida a intereses ideológicos o políticos de terceros.

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