miércoles, 28 de septiembre de 2011

¿Feliz Año Nuevo en septiembre?

A dmito que los paisanos somos complicados. ¡Si hasta tenemos dos años nuevos por año!

Es que obviamente celebramos –como todos– cada 31 de diciembre por la noche. Pero eso no nos impide celebrar, por lo general en septiembre u octubre, el Año Nuevo Judío.

En el atardecer de este miércoles, vamos a empezar el 5772, contados así no por la inflación (con o sin Indec), sino desde el nacimiento de Adán de acuerdo con la Torá, el texto bíblico. ¿Y saben qué? Si quieren en estos días saludar a algún miembro de la comunidad judía, lo ideal es decirle en hebreo así: shaná tová umetuká, que significa literalmente desear “un año bueno y dulce”.

No hay saludo más típico que este, cuya forma completa afirma “que seas inscripto y sellado para un año bueno y dulce”. Pues, al decir de nuestros sabios, durante esta festividad es como si el Creador abriera el libro de la vida para registrar a cada uno de nosotros, cerrándolo con su sello en el Iom Kipur , el Día del Perdón, 10 días después del principio del año. Y siempre me llamó la atención lo extraño de este saludo.

¿Por qué un año que sea bueno y dulce? No es sólo porque de aquí tomamos la costumbre de comer en la noche de Rosh Hashaná manzana con miel, simbolizando dichos adjetivos. Debe haber algo más profundo rondando aquel ancestral deseo.

Me parece que el meollo pasa por comprender que el año que comienza, como todo año, más allá de cuándo comience trae consigo algunas situaciones que manejaremos, y a la vez algunas otras que no dependerán para nada de nosotros.

Esta verdad, sencilla de constatar en lo cotidiano, se nos presenta de golpe, en pañales, y susurra a tientas por dónde debieran pasar nuestros latidos durante la próxima vuelta completa alrededor del astro rey.

Porque si no empezamos por saber distinguir entre sendas inquietudes, daremos vueltas y vueltas, pero no arribaremos nunca a buen puerto.

Me explico un poco.

Se trata de admitir, prima facie, nuestros límites. Algo que muchos aprenden a los golpes pero que, indudablemente, vale la pena degustar de a poco, captando que mucho de lo que sucede es tan sólo un milagro. Levantarse por las mañanas en general sano no es más (ni menos) que eso. O la esperanza del agricultor que anhela que el granizo no destroce lo sembrado ni que la falta de agua reseque sus cultivos. Nada de eso depende de uno. Punto.

Ahora bien, hay otras cuitas que nos involucran de lleno y en esos malabares –que dependen casi en forma exclusiva de nosotros– tendremos que lidiar de la mejor manera que podamos, con los típicos vaivenes de la vida. No es para estos casos el saludo.

El deseo de un año bueno y dulce tal vez esté reservado, entonces, para lo que se nos va a venir casi sin previo aviso, “de prepo” y probablemente sin que sea muy agradable.

Aquí es cuando tiene sentido pedir bondad. Que lo que venga (de arriba, como la lluvia o la salud) sea bueno. Que lo que no depende de nuestra voluntad no nos caiga tormentoso ni nos parta ningún rayo.

Pero si así fuera, y es evidente que no todo será majestuoso, pues entonces que tengamos la dulzura necesaria para atravesarlo. Porque sumarle amargura a lo amargo es abandonarse a la peor suerte. Porque aun en las situaciones y en los momentos de zozobra, suele haber algo o alguien a quien aferrarse. Porque hay que buscar la dulzura de la miel aun a costa del aguijón de la abeja que la produce.

En fin, el “feliz Año Nuevo” lo dejamos para diciembre. Y, mientras, shaná tová umetuká , un año bueno y dulce, pero para todos.
La voz del interior

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